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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1996. Ciclo A

14º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   11, 25-30
En aquel tiempo, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré.  Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".

Sermón

Quien quisiera entender las primeras frases de nuestro evangelio de hoy -las de la alabanza de Jesús al Padre por haber revelado su verdad no a los sabios y prudentes sino a los pequeños-, como una subestimación de la inteligencia humana, al estudio o a la preparación, no habría entendido lo que Jesús quiere decir.

Es que nuestros términos castellanos "sabios" y "prudentes" confunden; porque no traducen exactamente los términos originales que usó Jesús y que específicamente se refieren no a cualquier legítima sabiduría o prudencia humana, sino a la de los fariseos y doctos de su época : los juristas, moralistas, y expertos en la Torah, en la Biblia, quienes, desde ese tipo de ‘saber', manejaban los comportamientos privados y públicos de la gente, o, por lo menos, los juzgaban, aprobaban o condenaban.

De hecho, habían sido precisamente esos llamados sabios, fariseos, juristas y sacerdotes, que vivían en el mundo artificial de sus reglamentaciones, de sus leguleyerías, de sus grandes números y estadísticas, alejados de la vida real de la gente, en la protectora y exclusiva zona de sus privilegios, eran ellos quienes habían rechazado a Cristo. En cambio la gente sencilla, el pueblo, era quien le prestaba su adhesión.

‘Pueblo' no en el sentido demagógico que usan nuestros políticos -masa, mayoría, tal porcentaje de votos- sino en la acepción de ‘gente'. Jesús no era un teórico de biblioteca, ni un ministro de Bienestar Social de escritorio, sino alguien sin ningún título o cargo especial -ni predicador, ni profeta ni agitador, ni sanador- simplemente un hombre, Jesús, lleno de simpatía, de compasión, de cordialidad, hacia aquellos a los cuales se acercaba. (Después de la Pascua recién, se sabrá que ese hombre, con toda su humanidad, había sido asumido por Dios: era Dios.)

Jesús no se subía a un balcón de plaza de Mayo a arengar a las masas, ni hablaba, desde un estudio, al ojo oscuro de una cámara de televisión, sino que llegaba personalmente al que sufría, al padre o madre de familia, a este o aquel ciego, de los cuales incluso conocemos los nombres, persona a persona, hombre a hombre. Y, si alguna vez, -porque eran tantos los que querían verlo y oírlo- tuvo que hablar a la multitud, lo hacía desde su simpatía por sus penas singulares, por sus extravíos, por sus ignorancias; y tratando de llegar al corazón de cada uno.

También los asesores de los políticos, hoy, se dan cuenta de que eso es lo que necesita verdaderamente la gente. Por eso se organizan siempre, antes de las elecciones, esos paseos por los barrios, esas entradas ‘en vivo y en directo' de los candidatos en escuelas, casas u hospitales. Pero hasta el más estúpido se da cuenta de que son actitudes programadas, para ser luego distribuidas masivamente por los medios y que, en el fondo, no han significado ningún real contacto ni compromiso con aquellos con los cuales fugazmente se encontraron.

Precisamente la sensación que causa Cristo es la contraria: el no busca votos, ni multitudes, si estas acuden no es porque Jesús las convoque, sino porque en él hallan esa cercanía humana y a la vez misteriosamente divina -eso lo sabrán luego- que los considera, que ve en cada uno una persona, que es capaz de descubrir más allá de la miseria, del pecado, de la pobreza, de la marginación, al hombre digno de ser amado, elevado, promovido...

Jesús llega, y con él, la gente sencilla -lo cual no quiere decir ignorante, sino simple, sin vueltas, sin desconfianzas hipócritas, sin complicaciones profesionales, sin falsedades de comerciantes, sin cálculos astutos- con él, la gente sencilla parece descubrir, al mismo tiempo, la conciencia de su propia dignidad, de -por más despreciado y maltratado por los de arriba o por las convenciones sociales- poseer un nombre, ¡ser hombre!

En Jesús encuentran esa propia personalidad que les devuelve el ser tratados por Él como personas. Ese Jesús en quien finalmente descubren la presencia de Alguien superior. Pero no de ese Alguien, de ese Dios que les predican magisterialmente sus rabinos y les describen pomposamente sus teólogos y les ocultan cuidadosamente en el ‘santo de los santos' sus sacerdotes -allí donde puede acudir y una sola vez al año el sumo Sacerdote-. Ni el que se manifiesta a los suyos como entrometido legislador que quiere normar con leyes y prohibiciones las actuaciones de sus súbditos y, si es posible, verlos caer en falta para multarlos. Sino un Dios que viene y se acerca a los suyos, olvidado casi de las normas en la norma suprema del amor, y se muestra interesado, cariñoso, cercano, en el rostro y las manos de Jesús. Ese mismo rostro que golpeado y sangrante, esas mismas manos que horadadas por los clavos, serán el gemido sufriente del mismo Padre por la suerte de sus hijos.

La Iglesia desarrollará, luego, una sabiduría y una prudencia sin parangón en la historia del pensamiento humano. Es posible que nada haya sido tan escrutado, estudiado, discutido, investigado y dilucidado por las ciencias humanas como el acontecimiento cristiano, ni haya sido tan fecundo en escritos, publicaciones, escuelas filosóficas y teológicas y disquisiciones morales y sociales. Aún en nuestros días las publicaciones sobre teología cristiana son tan numerosas como las sobre medicina, biología y física juntas. Nunca estuvieron tan pujantes las Facultades de Teología, Escritura y Filosofía de la Iglesia como en nuestros días.

Por lo cual sería totalmente torpe concluir que el cristianismo solo cabe para los sencillos o los ignorantes o los menos estudiosos; ni que aquel que realmente quiera acercarse a la doctrina cristiana no encontrará en ella los más rigurosos análisis que satisfagan su conocimiento o su rigor científico.

Pero sí es cierto que, en última instancia, el conocimiento que el verdadero cristiano tiene de Dios, no le viene solo de una cultura libresca, de una sólida formación intelectual y catequética, de la lectura estudiosa de su teología y filosofía, sino del contacto vivo, personal, íntimo que sea capaz de hallar, en oración y sacramentos, a través de la fe, con Jesús resucitado, viviente. Porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.

Precisamente en su reciente viaje apostólico a Alemania, ese pueblo tan formal e intelectual, Juan Pablo II ha querido recordar al clero católico no la importancia de sus Facultades, de sus publicaciones, de sus predicaciones, sino la importancia de ‘la confesión', ese momento en donde, en la atención exclusiva del confesor, el cristiano se vuelve único para Dios y halla ese diálogo personal tan difícil de entablar en la frenética e indiferente sociedad en que vivimos.

Y es entonces en la oración, en el cara a cara con Jesús, donde el yugo del Señor se transforma en suave y liviano.

Lo del ‘yugo' era una expresión conocida. Los rabinos de la época hablaban del ‘yugo de la ley', del ‘yugo de la Torah'. Esa Torah que se multiplicaba en prescripciones, preceptos, reglamentaciones e interdicciones infinitas y que solo podían cumplir los que conocían las vueltas para eludirlos. Torah que se transformaba para la gente en ataduras intolerables imposibles de cumplir, como bien Jesús lo denuncia: ‘atan sobre los demás pesadas cargas que ellos son incapaces de mover con un dedo'. Y entonces estaban los que, sabiendo, se movían cómodamente en ese maraña de normas de todo tipo, y los que, en su simplicidad, estaban condenados a sufrirlas e infringirlas sin saber como eludirlas y por lo tanto apartados del beneplácito de Dios y despreciados por los sedicentes justos.

A la desgracia de su abandono, de su miseria y de su pobreza, la religión oficial condenaba a las masas a la derelicción por parte de Dios, al sentirse pecadores, a no tener esperanzas.

Jesús viene a hacer de la elevación del hombre no una cuestión de normas, de ética, de moral, de reglamentos, sino sobre todo de apertura a !a amistad con Dios, de encuentro agradecido con el Padre que se nos da en el Hijo, de redescubrimiento de nuestra dignidad y sentido de la vida en la mirada de Dios que se posa en nosotros a través de los ojos amigos y hermanos de Jesús.

Porque el cristianismo nace no del estudio, sino del abrazo de Jesús, en simplicidad de corazón, en humildad del que sabe recibir, en confianza fraterna. Y la conducta cristiana vive no tanto de la moral, de la ética, de los mandamientos, de los preceptos, sino de la conciencia de nuestra condición cristiana, de hermanos de Cristo, de hijos del Padre, que naturalmente -como ese código de honor al cual obliga un apellido- nos lleva a cumplir, no como una imposición que coartaría nuestra espontaneidad o nuestra vida, sino como la conducta que nos dignifica, el sendero que nos lleva al objetivo, el modo de mostrar que somos fieles al amigo.

El hombre de nuestros días ha querido sacudirse de encima el suave yugo de Cristo -a lo mejor, en parte, también porque se lo enseñaron despojado de sentido y de amor, como normas arbitrarias sujetas a premios y castigos- y creyó que, liberándose de él, encontraría expansión, alivio y libertad. Solo ha hallado nuevos y peores yugos y servidumbres. De la ética del amor a Dios que libera, ha caído en las garras de las férreas leyes del Estado, de la economía, de la eficiencia, de la moda, de la propaganda, de las costumbres de masa, de las imposiciones del grupo o de las barras, de los derechos omnímodos de la diversión y del consumo, de los juegos de prestigio, de las exigencias del estatus.

Creyendo liberarse de los vínculos que lo hacían gozosamente dependiente del amor a su mujer y a sus hijos, de su vocación o de su oficio, se ha encontrado con el sinsentido, con la soledad, con la orfandad, con la falta de significado de la vida.

Pensando encontrar la liberación en el desprecio de la norma, de la disciplina, del autodominio, ha caído en las garras de sus impulsos desordenados -y, peor, de los de los demás-, en la dependencia de sus vicios, de sus compulsiones, en las consecuencias desastrosas de sus perezas, de sus desórdenes; en la confusión del placer -que nunca es suficiente, ni siempre se encuentra- con la verdadera felicidad; en la falsificación del amor -que es enlace comprometido y constructivo con el otro- por el mero juego del sentimiento –o, peor, de una vacía genitalidad-.

Pero es precisamente a este hombre de hoy, agobiado y angustiado, aquel a quien Jesús quiere volver a llegar. No como profeta de amenazas, ni predicador austero de la moral, sino como el médico que sana, el amigo manso y humilde, capaz de devolver con su compasión y su sonrisa, sentido a la vida, dirección de eternidad.

Y eso lo hará de la mano no de libros, ni de discursos, ni de declaraciones, ni de encíclicas, sino mediante los hombres y las mujeres cristianos, religiosos y laicos, que, en medio de la ciudad anónima e indiferente, sepan reflejar, en su actitud amiga y cercana, la proximidad de Cristo, el rostro amante de Dios.

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