Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 25-37
En aquel tiempo: Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo» «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida.» Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver" ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera»
Sermón
Decía Aristóteles que la cordialidad entre los hombres era algo natural, y lo mostraba en el hecho de que nadie se negaba a dar información a un viandante desconocido que buscaba perdido su camino. Hoy día los estudios etológicos y psicológicos tienden a matizar esta aseveración. Más aún, las opiniones a veces tienden a colocarse en los extremos: desde los que afirman que el hombre es un animal extremadamente agresivo e insolidario y debe ser reprimido por convenciones, educación y leyes coactivas para obligarlo a vivir en forzada paz con sus semejantes, hasta los que aseveran que es innatamente bueno y solo las deformaciones sociales lo desvían hacia la agresión y el egoísmo. Desde el hombre ser fundamentalmente antisocial de Hobbes hasta el 'buen salvaje' de Rousseau.
En efecto, para Thomas Hobbes, filósofo inglés muerto en 1679, -y que tanto influyó en el pensamiento político europeo anterior a la Revolución Francesa-, el ser humano, con su sed de ganancia, de seguridad y de reputación es enemigo natural de todos sus congéneres. En su estado natural, el hombre es un lobo para el hombre ('homo homini lupus'), de modo que, de dejarlo así, habría una constante guerra de todos contra todos ('bellum omnium contra omnes'). Si se permitiera que los hombres siguieran su naturaleza, la sociedad resultaría imposible; cada uno lucharía por arrebatar los bienes y la reputación de los demás y el resultado sería la continua guerra civil. "En su estado natural -escribe Hobbes-, todos los hombres tienen el deseo y la voluntad de causar daño." De allí la necesidad del 'contrato social' por el cual todos ceden parte de sus derechos. Ese contrato debe ser garantizado por alguien que tenga autoridad, un soberano o una asamblea. Pero las asambleas, dice Hobbes, lejos de asegurar la paz la perturban, por cuanto siguen manifestándose en su seno los intereses particulares. De ahí que, siempre según Hobbes, solo el poder absoluto encarnado en una persona puede hacer viable el contrato social. "Caín manda en el mundo", dirá en nuestros días el suizo Szondi en su estudio gestáltico sobre la humana maldad.
Para Rousseau, en cambio, casi un siglo después de Hobbes, de por si la naturaleza del hombre no es agresiva sino a causa de las presiones sociales y culturales que la deforman, sobre todo las desigualdades, que en su estado natural no hubieran -dice- existido. También Rousseau, copiándose de Hobbes, postulará un 'contrato social' que, mediante el gobierno consensuado de todos, logre rescatar la bondad primitiva del hombre, suprimiendo las desigualdades y llevándolo al amor mutuo que espontáneamente surgiría de sus corazones. Pura utopía, por supuesto, desmentida, cuando intentó imponerse, por los sangrientos hechos.
Los estudios etológicos contemporáneos, basados en el estudio de los comportamientos animales -especialmente de los primates, nuestros ancestros y parientes-, y hereditarios, dividen sus posiciones, desde la de aquellos como Lorenz o Richard Dawkins en El Gen Egoísta o Desmond Morris en El mono desnudo, quienes, fundándose en el estudio de. inconsciente humano y el evolucionismo darwiniano con su postulado de la sobrevivencia del más apto -que finalmente se identifica con el más agresivo-, sostienen que el hombre es intrínsecamente violento y belicoso, hasta los que -como Wickler, Wilson (fundador de la 'sociobiología') y Eibl-Eibesfeldt-, aseveran que, por naturaleza, el hombre es un animal muy amistoso y solo -volviendo a las tesis de Rousseau-, las deformaciones culturales lo vuelven agresivo. Es tan hecho el hombre para lo social y afectivo -aseguran-, que si la sociabilidad y el afecto le falla en su niñez por carencias parentales, fácilmente se desviará hacia la agresión y el egoísmo. (Y de ello acusan a la civilización contemporánea destructora de los lazos familiares). No nace Caín, lo hacen Caín. Aún así, estos mismos etólogos reconocen en todos los primates fuerzas agresivas poderosísimas que, si bien es cierto se reservan para los individuos de la misma especie extraños al grupo, también tienen sus manifestaciones, aunque más o menos controladas, en el grupo mismo.
El mismo Freud decía que la única salida para controlar la agresividad de los seres humanos, su 'instinto de muerte', era recurrir al 'eros', a lo social, al amor. Escribiéndole, entre las dos guerras, a Einstein, le expresaba "Si el instinto destructor (es decir, el 'instinto de muerte') es el que lleva a la agresión y aún a la guerra, contra ella hay que acudir a su contrario: Eros. Todo cuanto vincula a las personas afectivamente ha de volverse en contra de la guerra. El psicoanálisis no tiene que avergonzarse de hablar de amor, puesto que la religión dice lo mismo: ama a tu prójimo como a ti mismo. Sólo que esto es fácil de decir pero difícil de hacer." Es de notar a su favor que, por una vez, Freud habla aquí del amor expresamente como algo que no tiene directamente que ver con lo sexual que, al contrario, para él siempre lleva anejo de alguna manera el dominio y la agresión.
De todas maneras no es muy exacto Freud en lo que afirma que lo del amor es un precepto de la religión. Habría que ver de qué religión está hablando, ¿del Islam de los talibanes?, ¿de la adoración cruenta al Huitchilopotchli azteca?, ¿de los feroces dioses de los Asirios?, ¿de las despóticas y aniquiladoras religiones indias? Pero, seguramente, cuando se refiere a la religión Freud está pensando en el judaísmo y el cristianismo. Porque es verdad que ellas son las únicas concepciones religiosas que hablan del amor al prójimo, contrariamente a lo que piensa hoy la estupidez generalizada de la gente, que se lo atribuye a las religiones en general. Amar al prójimo como a si mismo es un precepto que, si bien perdido entre multitud de otras prescripciones, se encuentra por primera vez en la historia del pensamiento humano en el libro del Levítico (19, 18b), en el Pentateuco. Y solo el cristianismo lo sacó del montón y lo hizo el eje mismo de la ética evangélica, vivificando esos diez mandamientos en los cuales, cinco siglos antes, los teólogos hebreos habían condensando los rasgos principales de la moral.
Pero es claro que también tiene Freud razón cuando sostiene que este mandato es más fácil de enunciar que de vivir. El instinto de muerte, expresado en sadismo o introyectado en masoquismo, pugna constantemente contra el 'eros', contra la libido. La misma libido del Ello -dirá Freud en su madurez-, con su apetencia infinita puede transformarse en destructora y debe ser reprimida, primero por los límites de la realidad con la cual choca, y, luego, culturalmente, por las represiones del superego. De tal modo que, de por si, finalmente, el Eros es también generador de conflictos.
Por otro lado los mismos etólogos que hablan de la solidaridad natural de los integrantes de los grupos y de los miembros de una misma nación, tienen que reconocer que, tan natural como ella, es la desconfianza y el odio contra el extraño, el ajeno, el extranjero, ¡el enemigo! Incluso algunos postulan que es precisamente el odio al enemigo, la xenofobia, uno de los vinculantes más poderosos del grupo. Extrañamente es aquí el odio común al contrincante el que hace a los amigos y son los nacionalismos xenófobos los que unen a los miembros de una nación. Esto lo saben bien los políticos. Es más fácil unir a la gente inventando enemigos y chivos expiatorios que promoviendo acciones solidarias. No hay solidaridad más grande que la de los soldados frente al común adversario. Caín encuentra más fácilmente amigos que Abel.
Por eso hay que decir que Freud no mide en toda su extensión la dificultad del amor al prójimo en sentido cristiano cuando, en su mente, lo restringe al precepto judío. En el antiguo testamento el concepto de prójimo difícilmente sobrepasara la comunidad del pueblo de Israel: los judíos y, como mucho, los prosélitos y, con mucha amplitud, los extranjeros afincados entre ellos. Pero eso no les tocaba en relación a los que no formaban parte de su pueblo. Toda la legislación levítica y deuteronómica quería promover la espontánea solidaridad de la nación, morigerar las agresiones dentro del grupo, erradicar las injusticias sociales que podían llevar al resentimiento y a la lucha, pero de ninguna manera tenían explícitamente en vista indiscriminadamente a todo el mundo.
Eso será la novedad precisamente del precepto de Cristo. Ampliar el concepto de prójimo a todos. Lo cual hace gráfico mediante la introducción en su pequeña historia del odiado samaritano. Si había un personaje aborrecido y despreciado para un judío, ese era el samaritano, del cual tantas veces ya hemos hablado. Tanto más odiado cuanto próximo geográficamente era y, además, económica y culturalmente por debajo de los judíos. También los romanos eran odiados y envidiados, pero de ninguna manera despreciados, al contrario, respetado y considerados. A veces hasta el servilismo. A los samaritanos, en cambio, se los miraba desde arriba, se los insultaba, los chicos aprendían a tirarles piedras, a llenarlos de escarnio. Eran el chivo expiatorio ideal para los complejos de los judíos. Ya que tenían por fuerza que someterse a los romanos, ellos se cebaban en los samaritanos que no podían defenderse. Peor y más denigrante ejemplo de prójimo Cristo no hubiera podido haber elegido. ¡Comparar un samaritano con la crema de la crema de la religiosidad judía: un kohen, un descendiente de Aarón y un levita, un descendiente de Leví!
Esto ya iba no solo más allá de las programaciones espontáneas de la psique humana, sino de la misma letra de la ley. Ciertamente que la observación freudiana resulta ahora en la versión cristiana del precepto del amor doblemente cierta: ¡cuánto más fácil de decir que de realizar!
Y es que, ciertamente, lo humano, las fuerzas naturales, el psicoanálisis, las lecciones de los gurúes, las doctrinas políticas, las exhortaciones piadosas, los consejeros sentimentales, los derechos humanos.... no bastan para cumplir este mandato evangélico. Porque precisamente no se trata de una programación ética humana, sino de una programación divina, la que descendió, en el Verbo, en el comportamiento y palabras de Jesús. Y en realidad a eso apuntaba la pregunta del fariseo. No: ¿cómo hacer para que las cosas marchen bien en sociedad e instaurar una pacífica comunidad política?, ¿cómo resolver los problemas de los argentinos?, sino: ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? El planteo trasciende el plano de lo terreno, de lo inmanente, para apuntar a lo divino. Es sabido que la vida eterna no es cualquier tipo de inmortalidad o prolongación de la vida, sino el vivir mismo de Dios, su existencia trina y sobrenatural. Todo, desde esa pregunta y ese fin, apunta a una dimensión que va mucho más allá de lo social y de lo ético y tanto más de lo etológico. Y es por eso que la respuesta de Jesús se hace realmente novedosa cuando inéditamente vincula y condiciona el precepto del amor al prójimo al del amor a Dios. Es imposible amar al prójimo como a si mismo, rompiendo toda barrera de amistad o enemistad humanas, de simpatía o antipatía instintivas, si no se ama desde Dios, identificándose en el amor con Dios y, con El, en amor transformado y sobrenatural, sobreinstintivo, más allá de todo eros y toda libido, amar al prójimo. El mismo vocablo griego que se usa para designar la acción de amar no es el tradicional fileo ni erao, el amor común, sino un neologismo inventado por el cristianismo para designar al amor sobrenatural, agapao, el acto de la caridad. No se trata solo de amor, sino de caridad: el mismo amor de Dios instrumentando nuestros corazones.
Ni el amor de Freud -aún despojado de erotismo-, ni el amor humano, ni el que se predica sentimentalmente desde ciertos púlpitos y cátedras, ni el de Mahatma Ghandi, es esta caridad de la cual habla Cristo, y que está mucho más allá de nuestros instintos, de nuestras programaciones animales, de nuestras afinidades humanas, de nuestros quereres imperfectos.
La ambivalencia de la situación humana, su deseo de amor y al mismo tiempo su complejo de Caín, no nos hablan de una bondad o una maldad intrínseca al ser del hombre, como querían descubrir Hobbes o Rousseau, sino del desorden que introduce en nuestro indefinido apetito de bien -que sí es innato al hombre-, no cualquier pauta cultural, sino una instrucción vacía de Dios, desviada de motivaciones trascendentes, despojada de la gracia. (El estado de pecado en el cual nacemos). Sin Dios el hombre no es ni totalmente malo -no le da para eso-, ni totalmente bueno, es un sujeto de deseos y de iras que, en el mejor de los casos, la sociedad debe aprender a controlar por medio del afecto, la educación, la estabilidad de la familia, las leyes justas, la represión del delito, del premio de los buenos y el castigo de los malos sin lograr nunca encauzar a todo el hombre y todos los hombres hacia la perfección. Utópico pensar de otra manera. Ni Rousseau ni Hobbes, ni Freud ni Lorenz ni Eibl-Eibelfesldt tienen toda la razón, pero si parte de ella. Ninguno puede ofrecer plenas soluciones en esta tierra. Pero muchísimo menos hacernos heredar la vida eterna. Solo Cristo, síntesis del amor a Dios y a los hombres, puede conseguirnos la perfección. Es inútil predicar el amor si no predicamos a Cristo. Es inútil conocer a Cristo si no practicamos la caridad, el verdadero amor.