Lectura del santo Evangelio según san Marcos 6, 7-13
Jesús llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas. Les dijo: «Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos». Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
Sermón
No es tan fácil extraer el sentido preciso que puedan tener para nosotros las palabras del evangelio de hoy. Algunos de los términos que emplea: espíritus impuros, túnica, alforja, no nos dicen demasiado. Bastón, salvo los que andan flojos de piernas, pocos usan; sandalias, por lo menos ahora en invierno, casi nadie... Obviamente que todos nos damos cuenta de que se trata de una exhortación general a la austeridad de vida y al desinterés económico que han de tener todos los llamados a predicar el evangelio, y que no debemos interpretar literalmente palabra por palabra. Pero, para apreciar mejor el significado del pasaje vale la pena saber, en concreto, qué quería decir en la pluma de Marcos. Tanto más cuanto que el recuerdo de las exactas palabras de Jesús ya se había esfuminado, y Lucas y Mateo traen esta misma indicación del Señor con matices levemente distintos. Por ejemplo, Lucas y Mateo descartan totalmente el bastón y las sandalias; en cambio, como hemos oído recién, Marcos no. ¿No es interesante preguntarnos sobre esta diferencia? ¿Por qué Marcos admite bastón y sandalias, en cambio Lucas y Mateo los rechazan?
Es que en el pasaje de hoy, nos encontramos, probablemente, con recuerdos antiquísimos de las primeras experiencias de los cristianos. Y el panorama que tenemos que rescatar, como escenario de aquellas primitivas predicaciones cristianas, es el ambiente de expectación y urgencia, que vivían esos hombres, de que aquel Jesús que había resucitado pronto regresaría triunfante, como Hijo del Hombre, a juzgar a las naciones. Esa era la buena noticia -el ev-angelio-: la de la Resurrección, que estaba íntimamente unida al convencimiento del pronto regreso de Cristo. Nadie pensaba todavía, claramente, en fundar una Iglesia destinada a perdurar en el tiempo, como la que hoy conocemos. Los que se habían encontrado, en la fe, con el Resucitado, vivían la urgencia de salir a vocear la buena noticia de su triunfo y su pronto regreso a sus hermanos. Pensaban que ya no les quedaba mucho tiempo. Y lo hacían físicamente, de casa en casa, de aldea en aldea. Pronto lo harían de nación en nación.
Ciertamente que era una noticia que iba dirigida a todos, pero antes que a nadie, a los judíos, especialmente a los insatisfechos, a los pobres, a los desheredados, y que, por lo tanto, no repercutía tanto en los oídos de pudientes y autoridades. Por eso, los anunciadores de la buena noticia pertenecían también, a esas categorías. Y si debían viajar, moverse, lo hacían no en los móviles carros de la época -caballos, mulas,- sino, como la mayoría, a pie.
De todos modos, cualquiera que debiera viajar así se aseguraba de tener lo absolutamente imprescindible para moverse por los difíciles caminos de entonces. Según los relatos y grabados que nos han llegado de la época: al menos bastón, sandalias, bolsa de viaje, capa, una muda para cambiarse en caso de lluvia, de rotura, de camino prolongado... El bastón -más bien una estaca que llegaba hasta el hombro- no servía solo de apoyo, sino también, y sobre todo, de arma: para defenderse del ataque de animales -y en los caseríos y casas rurales, de perros. ¡Todavía hoy!- y aún de personas. En la indispensable bolsa o alforja de viaje: nueces, higos, pan de cebada. Más algunas monedas metidas en la faja.
Andar descalzos, salvo cortos trechos, era imposible, a pesar de los pies curtidos de la mayoría, en los pedregosos caminos de montaña. La sandalia, que usaban hasta los soldados romanos, era un pedazo de cuero puesto bajo el pie y atado complicada y fuertemente con cordones al empeine y la pantorrilla. De esta guisa parece haberse movido Jesús por los caminos palestinos, si bien es verdad que el dinero -como maliciosamente señala Juan-, lo administraba Judas; y las provisiones -pan y pescado seco-, las llevaban los discípulos y las mujeres que los acompañaban. Juan Bautista se declara indigno de atar los cordones de las sandalias de Jesús.
Pero, precisamente, en estas construcciones literarias orientales, en donde la hipérbole es recurso obligado para marcar la importancia de un asunto -como cuando se habla de 'odiar padre y madre' o de 'pasar por el ojo de la cerradura'- el no detenerse ni siquiera a ponerse calzado, ni buscar provisiones, ni dinero, ni portar las cosas absolutamente imprescindibles para el más modesto viaje, era una muestra al mismo tiempo, de lo urgente de salir a clamar la buena noticia de Jesús por todo el mundo -a la manera como Arquímedes, cuando descubre su famoso principio, sale a gritar a la calle, sin nada encima, "¡eureka!", "¡eureka!", "¡lo encontré!"-, como de la confianza que el predicador ha de tener de que, haciendo lo que debe, como todo cristiano, siempre contará con la ayuda de Dios para salir adelante. "Buscad el reino de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura".
Es probable que los primeros predicadores cumplieran lo más literalmente posible con estas prescripciones. La Iglesia, en los años inmediatamente posteriores a la resurrección de Jesús -aún no estructurada en obispos, presbíteros, diáconos-, vivía básicamente -al menos fuera de Jerusalén donde estaban los Doce- la simplicísima organización de, por un lado, los que recibían la buena noticia y trataban de vivirla en sus familias, en sus casas, seguramente bajo la dirección del jefe de familia, llevando una vida normal -los cristianos sedentarios, digamos- y, por el otro, los que, a ratos o definitivamente, se dedicaban, dejándolo todo, a recorrer Palestina como misioneros itinerantes, sosteniendo con su presencia a aquellos que recibían su palabra de esperanza. Sin templos, sin sacerdotes, sin libros todavía, ni evangelios ¡qué alegría recibir uno de estos misioneros y que se quedara uno o dos días hablándoles de Jesús y quizá, celebrándoles la eucaristía!
También tenemos que pensar que, en esos años previos al gran levantamiento judío del 70, los ánimos estaban exacerbados, levantiscos, belicosos. Los grupos revolucionarios, los zelotas, ganaban con su prédica al pueblo, anunciando mesianismos y jefaturas bélicas, promoviendo la búsqueda de armas, soliviantando los ánimos. Ya sabemos que, con su misma muerte, Jesús desautoriza ese tipo de mesianismo. Su predicación, como la de todo cristiano que lo siga, siempre es de paz, no de guerra. Aunque a veces la enfrente, sin desearla, para destruir falsas paces o engañosas tranquilidades o rendiciones.
Esa predicación de paz, no de rebelión -esa rebelión que llevará a Israel al desastre- se ocupan de destacarla precisamente los dos evangelistas Mateo y Lucas, que se dirigen a un auditorio judío palestino, haciendo que los predicadores, como signo de paz, renuncien incluso al bastón, al palo agresivo que, por el contrario, Marcos permite. Es en este ambiente de Mateo y Lucas dónde se recogen y pulen las frases: "No hagas frente al que te insulta. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Al que quiera quitarte la túnica, déjale también la capa. A quien te fuerza a caminar un kilómetro, acompáñalo dos". Obvio que son consejos específicos para los predicadores del evangelio en una Palestina imprudentemente soliviantada y no para situaciones normales, ni para quien tenga que defenderse justamente, o a su familia, o a su patria.
Marcos en cambio, como explicamos el domingo pasado, recoge y redacta estos dichos en las circunstancias de la perseguida Iglesia de Roma, luego del incendio del 63, de la terrible redada de cristianos de Nerón, de la muerte de Pedro y de Pablo. Seguramente una iglesia apichonada, asustada, con cristianos medrosos, atemorizados, más afines a quedarse sedentarios y ocultos en sus casas que en salir a predicar. Marcos les recuerda, por medio de estos antiguos dichos, que la Iglesia siempre crecerá en el ímpetu misionero de los que viven realmente su fe; del '¡eureka!' de haber encontrado a Jesús. Ningún auténtico seguidor de Cristo podrá prescindir de la necesidad de proclamarlo, de dar testimonio de Él. En una proclamación que no debe temer las dificultades, las persecuciones, los rechazos, el escarnio público, la exclusión, la postergación, el ser señalados con el dedo por ser y vivir de modo diferente a los demás.
De abstenerse del bastón, del palo, Marcos ya no dice nada, porque en un medio militarizado como el romano, lleno de hombres de armas, con espadas y lanzas de hierro, un bastón no es un arma, ni siquiera una amenaza. Es el típico símbolo del viajero, del peregrino, como lo será, hasta el muy tardo medioevo, el de los itinerantes del camino de Santiago o de los romeros. Se transformará incluso, con el tiempo, en el báculo del obispo, del pastor.
De las sandalias ni hablar. En Roma, andar descalzo no solo era imposible por las anfractuosidades del pavimento, de los fragmentos de vidrio y de vasijas de arcilla rotos que abundaban por las calles, sino que era signo del descuido más absoluto, de suciedad, que ya no era polvo del camino, sino desechos de todo tipo -no excluidos los perrunos- propios de una ciudad.
Por otra parte, Marcos tiene, en Roma, un problema particular, que no preocupa a Mateo y Lucas en Palestina: debe distinguir la limpia y arreglada austeridad propia de los cristianos, de la dejadez y suciedad de otros predicadores itinerantes que abundaban, en los mismos tiempos de Marcos, en la capital del Imperio: los famosos cínicos. Lejanos discípulos de Diógenes, aquel que, en el siglo IV AC, en Atenas, vivía en un tonel y, por insulto a sus conciudadanos, en pleno día, con una lámpara encendida en la mano, salió "buscando a un hombre".
Anticipando a Rousseau, Diógenes y sus descendientes -los cínicos- hacían gala de practicar una vida rigurosamente 'natural' -nada 'natural', afirmaban, podía ser indecente-, y despreciaban todas las convenciones sociales. Andaban sucios, desgreñados, sin lavarse ni afeitarse. No usaban más que un manto doble, un palo, y un zurrón o alforja de mendigo, para recibir lo que les dieran, o apropiárselo. Se mofaban de la educación, de las artes, de la religión, de todas las instituciones sociales, de la autoridad, de la propiedad privada, de la diferencia de sexos. El sabio, decían lo cínicos, no debe tener familia ni preocuparse del cuidado de la mujer y de los hijos, eso lo había de hacer el Estado. El sabio, también decían, no tiene más patria que el mundo.
En fin, que estos cínicos que así vestían eran agitadores populares y, sobre todo, disolventes de la juventud. Ni siquiera combatían con argumentos racionales, sino con la ironía, con la burla a veces soez, con gracias obscenas. Busquen Vds., en alguna enciclopedia o buscador de Internet, la palabra cínico, como escuela filosófica, y verán cuántos cínicos existen entre nosotros, desde piqueteros y falsos mendigos hasta ideólogos cínicos, bañados y afeitados por afuera, ocupando altos puestos y cátedras y micrófonos y procesadores de texto y autos oficiales con chofer.
Pues bien, Marcos tiene la preocupación profunda de, al mismo tiempo que respetar en su esencia las palabras del Señor, distinguirse de estos sucios mamarrachos cínicos. De allí lo de las sandalias, lo de recibir digno alojamiento, lo de la vara de peregrino... Pero también de allí, la prohibición de alforja, no tanto por pobreza, sino por ser el símbolo de los cínicos, de su continuo estar mendigando prepotentemente, cuando no robando, a los demás. El misionero tiene derecho a que lo mantengan y alojen los que reciben su palabra, pero no a cobrarla ni hacer de su profesión de misionero lucro ni negocio. Actitud que vale para los eclesiásticos de todos los tiempos.
'De dos en dos', agrega Marcos, porque un solo testimonio, en el derecho judío, no valía. Y además, quizá, porque la Iglesia, en la época en que Marcos escribía, había aprendido, en la experiencia, que la soledad es mala consejera y, como decía Chesterton, 'para portarse bien es necesaria sí, la convicción profunda, pero mejor todavía, la presencia de testigos'. Y mala fama tuvieron siempre en la historia de la Iglesia los monjes que, escapando a la vida comunitaria, se cortaban o viajaban solos. La resbalosa libertad, en nuestros días, del turismo solitario o de grupos de jóvenes sin mayores que los vigilen, hambrientos de farra.
Finalmente: que Marcos, a pesar de escribir en Roma, seguía siendo judío, lo demuestra el que haya conservado la última frase de nuestro evangelio de hoy atribuida a Jesús. Era costumbre de los judíos de la 'diáspora' -los que vivían en el extranjero- cuando, en sus peregrinaciones pascuales, desde tierras lejanas volvían a su santa tierra de Israel, el que, antes de pisarla, sacudieran sus pies. Ni una mota de polvo de la tierra pagana en donde vivían debía mancillar la santa tierra de sus antepasados.
El cristiano, por su bautismo, ha convertido su cuerpo -como dice San Pablo- en templo del Espíritu, en lugar santo. Sigue siendo, pues, verdad, aún para nosotros, en nuestros contactos necesarios con este mundo cada vez más pagano y cínico, que debamos sacudir frecuentemente, en oración y penitencia, en confesión y eucaristía, el polvo adherido a nuestros pies.