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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1975. Ciclo A

15º Domingo durante el año
GEP 13-7-75

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 1-23
Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa. Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: "El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. ¡El que tenga oídos, que oiga!". Los discípulos se acercaron y le dijeron: "¿Por qué les hablas por medio de parábolas?". El les respondió: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán. Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure. Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen. Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron. Escuchen, entonces, lo que significa la parábola del sembrador. Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno".

Sermón

Hoy habría que suprimir la homilía, porque, como Vds. han oído, el mismo Jesús se ha dignado explicarnos su parábola. “Allí donde el Verbo de Dios se ha pronunciado” –decía, comentando esta misma parábola San Gregorio Magno‑ “el verbo del hombre debe callar”.
Pero, en lugar de hacer silencio, ya que el rito dominical obliga a la prédica, trataré de ser breve. Y, ciertamente ni siquiera a escuchar estas palabras los obligaría ‑a pesar de las rúbricas‑ si estuviera seguro de que todos fuéramos a reflexionar sobre lo oído.
La parábola es tan patente que no necesita paráfrasis. Pero ¿quiénes nos acordamos los domingos, después de Misa, del evangelio que escuchamos? ¿Cuántos hallamos luego un rato para releerlo, gustarlo, sacar las consecuencias, aplicarlo a nuestras propias circunstancias? Al día siguiente, la mayoría, ya ni siquiera recordamos qué es lo que se leyó en la Misa.
Es la semilla que cae al borde del camino, vienen en seguida los pájaros y pajaritos de los cuales tenemos llena la cabeza y en seguida se la comen. No hemos hecho el esfuerzo de roturar la tierra de nuestro cerebro con una meditación personal, interesada, atenta. La semilla ¡ping! rebota en nuestro caletre. Y continuamos igual que siempre.
Por eso la labor del predicador debería ser un poco tratar de arar nuestra cabeza y corazón para que, al menos mientras predicamos o escuchamos, algo reflexionemos.

Y, a veces, si, a veces, parece que algo prende. “Padre, me gustó mucho como habló hoy”, decimos al orador si le tenemos simpatía, por cortesía, o si realmente, muy de cuando en cuando, habló bien. Y éste, por supuesto, orondo y satisfecho.
¡Vanidad de vanidades! Porque, en la mayoría de los casos, si la homilía se siguió con atención suele serlo solo por el impacto estético de la palabra más o menos bien dicha. “¡Qué buena película!” “¡Qué estupendo cuadro!” “¡Qué bello paisaje!” Pero, nada más. Apenas la sensación de que esa homilía ha sido menos aburrida que otras que hemos escuchado. Ahí está la semilla redonda, pulposa y lustrosa, gratamente recibida, pero en el corazón endurecido, en el terreno pedregoso de un alma satisfecha de sí misma que no necesita cambiar. “¡Qué buena prédica!” “¡Qué bien le viene a Fulano, a Mengano, a Zutano!” Nunca, por supuesto “¡qué bien me viene a mí!”
Y ahí queda la semillita, el evangelio estéticamente aceptado, porque es lindo ser cristiano, porque es tranquilizador el contar con la benevolencia de Dios asegurada con mis oraciones cotidianas y mis idas a Misa los domingos, porque es hermosa la doctrina cristiana, porque es profundo su pensamiento, porque es gloriosa la historia de la Iglesia. Pero las raíces no han podido llegar al corazón acorazado con nuestro pétreo pericardio. Se extienden por la superficie. No nos transforman desde adentro. En cuanto sobreviene un problema, en cuanto tenemos que oponernos a las opiniones de los demás, o en cuanto nos parece que Dios nos falla o nos falta fervor sensible o ganas en la oración o cuando, sobre todo, el evangelio nos exige concretamente un sacrificio de algo que consideramos importante ‑un puesto, a costa de nuestra dignidad cristiana; un placer, adquirido con pecado; un negocio, al precio de nuestra hombría de bien o un amor –entre comillas‑, a cambio de nuestra honestidad‑ el pequeño brote de la semilla sucumbe, nuestro cristianismo endeble desaparece.


Vincent van Gogh (1853–1890) El sembrador, Octubre 1889

Y, es claro, también está el que auténticamente recibe con gozo y con ganas el evangelio y pareciera que la semilla se instala bien, bien adentro de su alma. “¡Por supuesto que tiene razón! ¡Es bien verdad lo que dice!” “¡Me ha convencido!”. Y la luz inunda su inteligencia. Pero ¡qué difícil llevar todo eso a la vida concreta! Porque, después del sacudón de ese momento en que realmente me pareció escuchar a Dios, vienen los más concretos sacudones de los problemas cotidianos: el sueldo que no alcanza, los exámenes que tengo que dar, la heladera que no funciona, Luder y López Rega, Kíssinger y Gromyko, el azúcar que no se consigue, la pelea con el novio, los chicos que gritan. Y, como no sabemos cómo componer, unificar esas cosas con nuestra vida religiosa, se transforman en espinas que crecen y ahogan esa semilla que quería crecer pujante y le impiden dar fruto.

Y, finalmente, está aquel que escucha la Palabra y la comprende. Tierra fértil que ha entendido que lo único importante por lo cual vale la pena luchar en esta vida es porque el tallo crezca y, ubérrimo, germine en frutos. Y, entonces, trata de ordenar todas sus cosas hacia esa única meta y no permite que las preocupaciones secundarias lo desvíen de las primarias y, sin olvidarse de cumplir con sus deberes terrenos ‑en los cuales también sabe encontrar a Dios y santificarse‑, tiene claro lo mismo cual es la verdadera meta y procede en consecuencia.
Y, entonces, no solamente recibe la semilla, sino que ara, abona, riega. Y ella, porque no es una semilla cualquiera, es “Palabra de mi boca –dice el Señor‑ que no volverá a mi vacía”, porque no ha sido sembrada por hombres sino por Dios, ella crece y crece y crece “de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas”.
Por eso entre un santo y un cristiano mediocre hay tanta diferencia. Porque una vez que el árbol de la gracia se pone en serio a crecer ya no lo para nada ni nadie.
En cambio, el raquítico, raquítico queda, si no es que se seca y muere. Porque “a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene aún lo poco que tiene se le quitará”.
El que pueda entender que entienda.

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