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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1986. Ciclo C

15º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 25-37
En aquel tiempo: Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo» «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida.» Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver" ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera»

Sermón

Ya conocemos a los dos interlocutores de esta perícopa: a Jesucristo , en primer lugar, de quien nunca hablaremos ni a quien conoceremos suficientemente, y al doctor , el abogado con quien dialoga, tan necesario –desgraciadamente- en aquella época como en la actual. El que, formado en las facultades de entonces, conoce todos los vericuetos de la ley, la jurisprudencia, los trámites y los papeles. Por eso, se hace indispensable en todos los puestos públicos y, no hay más remedio que recurrir a él para que el común de la gente pueda enfrentarse con la burocracia de las estructuras del Estado y moverse allí conociendo las argucias necesarias para obviar la ley.

Su prestigio, en la época de Jesús, es inmenso: legisla, interpreta, juzga, defiende. Es además considerado el intelectual de la época: el que más sabe y a todo responde. Sobre cualquier tema tiene una palabra o un consejo. Es algo más que nuestros abogados, ya que no solamente conoce de leyes, interpretaciones y trámites, sino que es teólogo y. como lo presenta nuestro evangelio, reflexiona sobre la filosofía del derecho y sus últimas cuestiones teológicas: “¿cuál es el sentido último del derecho?” “¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley?”

Los otros personajes, los que introduce Jesús en su relato, en realidad son gente común, más bien de la clase media baja. Cuando se habla del sacerdote, del Cohen -apellido hoy tan común entre los judíos- no hay que pensar en los sacerdotes importantes de Jerusalén, pertenecientes a la aristocracia judía y de jerarquía estable en el templo. Tampoco en un sacerdote ‘full-time' como puede serlo hoy uno de la Iglesia católica. Estos ‘sacerdotes' que van y vienen a Jerusalén, vivían desparramados por todo Israel y se suponía que eran lejanos descendientes de Aarón. No elegían su progresión sino que la heredaban de sus padres.

Ejercían su función no más de cinco semanas por año, cuando les tocaba según turnos y, en realidad, no eran mucho más que carniceros autorizados que se ocupaban de la degollina cotidiana de palomas y corderos que se hacía como sacrificio en el templo de Jerusalén. Rondaban por el patio del templo y, cuando venía un peregrino con su animal, a cambio de una propina, le degollaba la ofrenda, la sangraba y trozaba de acuerdo al rito y, de ese mismo animal, se guardaba una presa para él. De eso vivía durante esas cinco semanas y, terminadas, regresaba a su lugar de origen con sus magras propinas, más un viático que le daba el templo. Allí, en su aldea, tenía su oficio o trabajo: carpintero, pedrero, comerciante o, generalmente, porque era lo que más sabía: carnicero. En resumen, el sacerdote solía ser un pobre hombre cuya única arte era saber carnear de acuerdo a las prescripciones rituales – kosher -, a menos que, por otros títulos, tuviera bienes de fortuna o hubiera estudiado algo. De hecho había algunos sacerdotes que también eran doctores, escribas, abogados.

El siguiente personaje, el levita , supuestamente de la tribu de Leví, era menos aún. Se piensa que en realidad estos levitas provenían de la casta de los antiguos sacerdotes de los distintos templos que habían existido en Israel antes de que el Deuteronomio hubiera establecido, después de la caída del reino del Norte, el monopolio del templo de Jerusalén. Allí, de lástima, les habían dado las tareas de porteros, barrenderos, guardianes y también cantores, que eran los mejor vistos. También ellos vivían dispersos en distintas aldeas y les tocaban cinco semanas por año en Jerusalén. Allí obtenían también magros ingresos y comían de las sobras de los sacrificios.

Así que aquí, en la parábola, la introducción de estos personajes como ejemplo a no ser seguido, no es una crítica a personajes de fuste, ni a problemas de clase, como podría parecer a primera vista. No se trata ni de un cura orgulloso que no quiere ensuciarse la sotana; ni de un tipo importante ataviado de levita. Son sólo dos sujetos representativos de la religiosidad judía. Y ni el sacerdote ni el levita se acercan a la víctima, no de malos sino, probablemente, porque lo creen muerto y ellos tiene ritualmente prohibido tocar un cadáver ya que por ello quedarían impuros e inaptos para ofrecer sacrificios en su turno. De allí que hacen un rodeo, según la distancia prescripta por los rabinos para no contaminarse. En realidad, en esa ruta tan transitada de Jericó a Jerusalén ellos saben perfectamente que alguien finalmente se acercará al muerto.

Lo que hace Lucas, en esta parábola de Jesús, es graficar lo que Marcos comenta, en ese mismo pasaje del mandamiento del amor. “Amar al prójimo como a sí mismo” -escribe Marcos- “es más que todos los holocaustos y sacrificios”.

Lo cierto es que los sacrificios y holocaustos de animales del templo, originalmente, no eran más que el símbolo de la entrega y regalo de sí mismo del judío a Dios y de su disposición a cumplir con las leyes de justicia respecto a Dios y al prójimo. Y, cuando el símbolo pierde su significado profundo y se transforma en mero rito, casi supersticioso y mágico, carece de sentido. Contra eso se levanta la crítica de Jesús, en una advertencia permanente, no sólo a los judíos, sino también a nosotros, los cristianos, cuando sólo vivimos los ritos y las devociones, pero nos olvidamos de lo que ellos significan y lo que éstas han de promover en la dinámica de la vida cristiana.

El último personaje es el samaritano, el abominado mestizo, no sólo racialmente inferior -porque descendiente de los colonos asirios que se implantaron en el norte una vez destruido el reino de Israel y deportados sus habitantes- sino, para peor, cismático, porque no acepta el monopolio de Jerusalén y tiene su propio templo en Garizim, junto con sus propias interpretaciones de la ley de Moisés. La palabra ‘samaritano' es un insulto en labios de cualquier judío que se respete.

Con todos estos personajes, Lucas arma una pequeña obra maestra de enseñanza. Porque, bajo su pluma, aparentemente, la perícopa no parece repetir el tema teórico de “¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?” tal cual planteado por Mateo y Marcos. Estos lo hacen a la manera puramente doctrinal de los abogados y teólogos, como así también el otro tema, algo menos teórico, de ‘quién' es el prójimo al cual uno está obligado a amar. Pero vean –repito- aquí el personaje principal no es ni el sacerdote, ni el levita, ni el samaritano de la parábola de Jesús. El personaje principal es el abogado real, el doctor, el teólogo de la época...el gran charlatán.

Este sabe muy bien de ortodoxias doctrinales y de lo que tienen que hacer los demás. Es el gran locutor de la justicia, de los deberes de los otros. Son los grandes censores de la moral, de la justicia social, los oradores profesionales, los que legislan tratando de obligar a los demás a realizar la justicia que ellos no cumplen -“atan pesadas cargas en los hombros de los demás y ellos no son capaces de moverlas ni con un dedo”-. Tienen sus dietas, sus saunas en el Parlamento, sus viajes y sus comisiones. Tienen sus casas parroquiales y sus obispados y usufructos pero, al mismo tiempo, son paladines de la justicia y de la beneficencia que tienen que hacer ‘los demás'. Son los grandes repartidores de las riquezas de los otros y, sobre todo, los superproductores de palabras, principistas y ortodoxos, hombres de la doctrina.

"¿Cual es el mandamiento más grande?” Lucas, sutilmente, cambia el problema teórico tal cual lo plantea el teólogo, el abogado en la versión más original de Marcos y de Mateo y, desde el inicio, la pregunta se transforma. Ya no es solamente “¿cuál es el mandamiento más grande?”, sino “Maestro, ¿qué tengo que hacer?” “ti poiésas?”

Y la respuesta doctrinal, por cierto, es la misma que en Marcos y Mateo: el más importante es el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. El abogado responde bien: su saber, su teoría no le falla. Jesús le dice, con cierta ironía: “has respondido correctamente” “ ortós ”-dice en griego- ortodoxamente. Sí, la ortodoxia no falla. Pero no basta. Cristo, inmediatamente, le salta encima y le dice: “haz esto – touto poiei - y así alcanzarás la vida eterna”.

Ya la cosa no es teórica, doctrinal. El abogado, el legislador, el teólogo se inquieta y, entonces, arguye nuevamente desde la teoría.

Porque la cosa es grave. Se trata de amar a Dios, sí, pero eso se arregla con dos o tres idas por año al templo y algunas oraciones. Lo que inquieta es lo del prójimo. Es claro, él siempre ha enseñado y predicado que hay que amar al prójimo, pero ahora Jesús le transforma el precepto en algo personal: touto poiei : “haz esto”. Y entonces objeta, plantea otra cuestión teórica: ¿quién es el prójimo? Porque algunos decían que prójimo era solo el que vivía en el propio pueblo (la palabra ‘prójimo' significaba eso, tanto en griego como en castellano: ‘próximo'). Otros sostenían que todos los judíos eran prójimo. Los esenios, en cambio, afirmaban que solo lo eran los pertenecientes a la secta. Había quien sostenía que también los prosélitos; algunos, otros que aún los extranjeros. Pero ¿todo ser humano? ¿también el enemigo?

Y Jesús sigue con la mirada clavada en lo profundo del abogado, del teórico, y a su pregunta elusiva le responde con la parábola. Y fíjense que no contesta directamente a su pregunta o se la responde mediante un rodeo. “Surge” de la parábola que aún el abominado mestizo samaritano es prójimo, pero eso no es lo importante. Lo importante es que, frente al planteo teórico del fariseo y de su prédica del amor y de la justicia, Jesús contrapone la acción concretísima con la cual el samaritano no solamente dice amar –a los negros de Sudáfrica, a los sandinistas de Nicaragua, a los muertos de hambre de Etiopía, a los matacos del norte, a los pobres en general, con marchas, carteles, puños alzados y discursos encendidos y leyes para los demás-, sino que lo que vale es amar al próximo concreto. Hecho prójimo o porque me lo encontré, o porque fui a buscarlo en su desdicha y lo ayudé con obras, haciendo misericordia, haciendo amor. No desde un vago sentido de compasión altruista y distante, sino desde la compasión profunda que surge del hondón de nuestra capacidad de amar. ‘ Splanjnice' , dice el griego: se le conmovieron ‘las entrañas', ‘las tripas', al samaritano –como a Jesús frente a la viuda de Naím-. Compasión que se pone de inmediato, en obra. Y Cristo hasta es moroso y abundante, a propósito, en relatar todas las acciones concretas que el samaritano realiza por ese prójimo, amado realmente, no de palabras o teoría.

Y por eso, al final, al abogado confundido, Jesús le pregunta “¿Quién te parece que fue prójimo?” Y el abogado, que ahora ha entendido, le contesta, no como traduce nuestro texto argentino, “el que tuvo compasión de él”, sino, “el que hizo”, “el que ejerció misericordia” ”o POIESAS to elios ”.

Y toda la perícopa finaliza, otra vez, con el mismo poieo -verbo ‘hacer'-, que no es un hacer cualquiera, es un hacer ‘creador'. Verbo que usa Génesis uno, en la traducción griega de los LXX, para referirse a la obra de Dios. Se trata, pues, del amor creador. En la frase de Jesús: “ve y haz –‘procede', traduce menos exactamente nuestra versión argentina- lo mismo”: “poiei ómoios ”.

Sí, ortodoxia, teoría. Sí rito, devoción. Pero no vacíos, no distantes. No asomado al prójimo a través de los diarios, ni de los noticieros, ni de las pantallas de televisión, ni gritado en manifestaciones. Sino al que tengo y me pongo al lado y llego con mis ojos y con mis manos. A quienes desde lo más visceral de mi amor a Cristo y compasión cristiana, ayudo con obras. Antes que nada a los que tengo o tendré al lado de acuerdo a lo que me corresponde por mi estado: estudiando –preparándome para amar-, trabajando, rezando en serio, educando y conviviendo, peleando y defendiendo, curando y construyendo.

Vé cristiano y haz tú de la misma manera.

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