Lectura del santo Evangelio según san Marcos 6, 7-13
Jesús llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas. Les dijo: «Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos». Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
Sermón
Como es bastante evidente, no uso sandalias sino zapatos; ni bastón -al menos todavía-; ni túnica, sino traje y camisas, como mucho sotana; ni he expulsado demonios -al menos lo que la gente entiende por ellos- y, si no llevo conmigo dinero, ni el colectivero me lleva ni el panadero me regala...
A pesar de todo, no creo, al menos por ello, como apóstol y predicador del evangelio que se supone que soy, estar traicionando los mandatos que el Señor ha dado en su evangelio de hoy.
Con lo cual vemos qué lejos estamos de las circunstancias contemporáneas a Jesús y qué peligroso o al menos desconcertante puede resultar a veces acercarse a determinados textos o pasajes bíblicos desde una interpretación puramente literal o sin la preparación adecuada...
Algo así como aquel franciscano que andaba en un Honda último modelo y se defendía diciendo que lo único que había prohibido San Francisco en sus reglas era andar a caballo o en carro, y eso él lo cumplía perfectamente...
Porque vean, en este pasaje, el evangelista Marcos no quiere de ninguna manera prescribir una moda de vestir ni de calzarse, sino mostrar, en esta primera misión de los Doce, la actitud de disponibilidad total y urgencia de cometido que han de tener siempre los discípulos de Cristo, clérigos o laicos, cuando se trata de cumplir los mandatos del Señor.
Porque cuando los doce escuchan decir a Jesús lo que acabamos de oir inmediatamente, como buenos judíos y lectores del antiguo testamento que eran, no se van a comprar sandalias o túnicas, sino que recuerdan las palabras del profeta Eliseo -en el libro de los Reyes- cuando envía a su criado a cumplir urgentemente un encargo profético. Le dice "Así como estás ciñe tu túnica, no te calces, toma mi bastón y vete". Y también el conocido consejo rabínico que se daba a los que peregrinaban a la Ciudad Santa: "Nadie suba al monte del templo con su bastón, sus sandalias o su alforja".
Jesús, pues, lo que está haciendo es, no dar indicaciones del uniforme que han de portar sus enviados, sino afirmar que allí hay alguien más importante que Eliseo, que es urgente transmitir su palabra, y que su anuncio es algo mucho más santo que subir al templo de Jerusalén.
Lo mismo respecto del hospedaje, tan sagrado antes entre los pueblos, y aún hoy todavía en nuestro campo, en algunos lugares del interior... Pero ¿quién puede darse el lujo aquí en Buenos Aires de hospedar a nadie sin graves inconvenientes y sin correr el riesgo, luego, -un ocupante ilegal más- de no poder sacárselo de encima?
Y aún en aquellas épocas, unos pocos años después de haber sido escritos los evangelios, un documento eclesiástico que conservamos de fines del siglo primero -la Didajé, se llama-, en un pasaje referente a algunos predicadores que se abusaban de esta frase de Jesús, afirmaba: "Todo apóstol que venga a vosotros sea recibido como al Señor; permanecerá un día y, si fuera necesario, también el siguiente; pero, si permaneciere tres, es un falso apóstol". 'El huésped como el pez, al tercer día apesta', dicen los españoles. Y nadie se haga el vivo, pues, viviendo de Jesús y no para Jesús.
De todas maneras seguirá siempre siendo verdad que el que anuncia con fidelidad el evangelio será de una u otra manera sustentado por los que reciben el gozo del anuncio y tendrá que despreocuparse de sus propias necesidades materiales.
Y por supuesto también es simbólica la sacudida del polvo de los pies.
En resumen, que toda esta arcaica perícopa, lo que nos quiere recordar es la actitud de libertad frente a los medios materiales, de disposición y falta de ataduras, de urgencia y docilidad, que el cristiano ha de tener cuando se trata de obedecer la palabra de Dios o de dar testimonio de ella.
Porque ¿quién no tiene experiencia de la cantidad de veces que nuestros intereses humanos -aún legítimos-, nuestros apegos, nuestros negocios, nuestros descansos, nuestras preocupaciones personales, nuestras comodidades, costumbres y miedos sociales, han sido impedimento para avanzar en nuestra vida cristiana, para rezar más, para hacer aquello que sabíamos que teníamos que hacer, para adquirir mayor conciencia del verdadero y último sentido de nuestra existencia o, simplemente, para cumplir con nuestras obligaciones de maridos, de padres, de cristianos, en verdadero amor a Dios y al prójimo?
Es obvio que lo que el evangelio de hoy nos quiere decir -y a todos, laicos y clérigos- es que, comparado a la misión de convertirnos en serio y de ayudar a convertirse a los demás, todo el resto tiene una importancia relativa. Que el existir del hombre no se decide, en definitiva, por su capacidad, por su triunfo profesional, por su adquirir fortuna, salud, conocimiento, confort, puesto o cualquier otra humana promoción. Lo que hace volar o no el polvo de los pies de Cristo en testimonio contra nosotros, es nuestra capacidad de responder o no a su llamado de conversión, a sus exigencias de virtud cristiana.
Porque el éxito último, y definitivo, y realmente valioso, de nuestra existencia en este mundo, no lo dará ni el aplauso de la gente, ni nuestra cuenta numerada en Suiza, ni nuestro prestigio ante los hombres, sino nuestro grado de santidad.
Y frente a ese supremo objetivo de la vida -supremo y, en realidad único, porque todo lo demás desaparece con la muerte en la medida en que no haya contribuido a nuestra santidad- frente a ese objetivo, todo el resto de nuestras preocupaciones deben redimensionarse, perder ese tremendo valor que les damos, que nos sumen en la tristeza si no se realizan o en vanas y pasajeras alegrías si las obtenemos.
Estamos tan ocupados de nuestras túnicas, de nuestro calzado, pan, alforjas, dinero, casa y bastones que subordinamos a eso nuestro tiempo para Dios, y al mismo Dios. Dios está para que no nos falte nada, para que todo nos vaya bien, no para servirlo; y, el tiempo que le concedemos a gatas, es como la cuota del seguro que pagamos para que las cosas, gracias a su mágica intervención, nos salgan bien.
No, dice el evangelio de hoy, el cristiano es el que sabe que en el mundo es como el huésped en tránsito, y que sus túnicas y bastones no son ninguna meta, están en función del camino, y que no ha sido puesto en su condición cristiana para coleccionar vestidos ni zapatos ni bastones de nogal ni de cedro ni de laca, ni autos grandes ni chicos, ni espadas y mandobles y alfanjes y puñales como en un museo de armas... sino para usarlos, ajarlos y mellarlos, en servicio y combate, por Dios y por los demás... buscando lo único necesario, el Reino, la santidad...
¿Quién querrá creer en la fe de un cristiano si ve que cualquier contratiempo lo acobarda, cualquier carencia le irrita, le asustan los combates, cae en la tentación de cualquier pecaminoso placer de este camino, pierde la serenidad frente a los males, se aferra histérico a los bienes de esta tierra, y sus tristezas y alegrías sufren el compás y vaivén de sus humanos fracasos o éxitos? ¿Quién querrá convertirse a tu fé viendo cómo la vivís?
Y ¿quién creerá al cristiano o apóstol que habla de Dios y de cielo, cuando lo ve tan entregado a las preocupaciones o distracciones de esta tierra como cualquier otro hijo de vecino?
Porque claro, ya no es cuestión de túnica o de sandalias o de alforja, como en la antigua Palestina, pero, aún teniendo en cuenta nuestros deberes de estado y nuestras legítimas preocupaciones familiares, sociales y económicas, -incluso yo, sacerdote, me tengo que ocupar de la cuenta de Edesur y la de Telefónica y de que haya comida en la heladera-, y aún admitiendo que haya que conservar un cierto 'estatus' que a cada cual convencionalmente le corresponde por profesión o clase, ¿no habrá una manera exterior de comportarse, e incluso de hablar y de vestirse, un estilo de vida señorial, caballeresco, cristiano, austero, que sea como un sacudir el polvo de nuestros pies, como una señal de nuestra rebeldía y de nuestra libertad cristiana frente a tanto despilfarro de rufianes que vemos a nuestro alrededor, tanto lujo impúdico de gatos y cortesanas, tantas ambiciones inaccesibles que se atizan en los corazones de los jóvenes llenándolos de envidia y resentimiento, tanto aleteo estéril pegado a las luces de los shoppings, tantos falsos valores idolatrados por el hombre de hoy...?
¿Y no será necesario también en estas épocas de corruptela que nos toca vivir, estar incluso dispuestos, para conservar nuestro honor cristiano, a poseer la libertad de decir no, aunque nos cueste bienes y posición?
Que, pues, desde esa cristiana libertad podamos transmitir nuestra convicción católica, de tal manera que, si alguna vez somos rechazados o perseguidos o señalados, lo seamos por seguir a Cristo y no por nuestra manera indigna de llevar su nombre, y así podamos sacudir de ellos hasta el polvo de nuestros pies.