Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 25-37
En aquel tiempo: Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo» «Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida.» Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver" ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?» «El que tuvo compasión de él», le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: «Ve, y procede tú de la misma manera»
Sermón
Estamos habituados a considerar el sacerdocio como una vocación particular que el candidato elige en algún momento de su vida.
Pero esto es propio recién del cristianismo. En casi todos los pueblos de la antigüedad: asirios, egipcios, árabes, fenicios, griegos, palmirenos, el sacerdocio era hereditario, pertenecía a determinadas familias. Es verdad que se trataba de un sacerdocio puramente dedicado al culto y a la magia, en el cual la trasmisión de los secretos y la iniciación que se daba de padres a hijos no podía suplirse con libros -ya que no los había- y, por otro lado, un sacerdocio que no exigía ningún tipo de probidad moral, solo la competencia técnica necesaria para realizar los actos que la sociedad esperaba de él.
El pueblo de Israel no cambia ese primer aspecto hereditario. De hecho, por lo que sabemos, ya en el tiempo de los jueces, 1200 AC, eran particularmente apreciados, para realizar los sacrificios adecuados, los miembros de la gran familia o tribu de Leví, los levitas, que, antes, en épocas mosaicas, estaban encargados del santuario de Cadesh en el desierto.
La etimología del termino leví es discutida. Probablemente tenga que ver con el árabe laway, "proferir oráculos", que es casi etimológicamente idéntico a kóhen, un apellido común hoy entre judíos, y que traducimos como sacerdote, pero que viene de una raíz que significa "adivino, vidente"...
A estos levitas se los hace descender, luego, legendariamente, de Leví, ahora tomado como nombre propio, uno de los doce hijos de Jacob. Y, en la época de los reyes, estaban contratados en casi todos los templos israelitas como ministros del culto y de los sacrificios. Eran una especie de gremio hereditario que monopolizaba los ritos de Israel.
La situación de Judá, al sur, era levemente distinta. Cuando David se apodera, en el 1005 AC, de Jerusalén, que transformará en su capital, lo hace casi sin violencia, poniéndose de acuerdo con sus antiguos habitantes, los jebuseos. En la ciudad ya existía un templo con su propio clero. David no quiere malquistarse con éste y les permite seguir conservando sus sacerdotes, sus kóhen. Con el tiempo los descendientes de estos sacerdotes, de estos kóhen, hacen remontar su origen no solo a Leví, sino a Aarón el hermano de Moisés y pretenden para ellos, siendo los sacerdotes del templo de la capital, un estatuto especial de privilegio.
De hecho el rey Josías, en el año 620 antes de Cristo, con el propósito de dar mayor unidad a su nación, prohibe terminantemente la existencia de otros templos que no fueran el de Jerusalén y los manda cerrar y, a algunos, los demuele.
Esto hacía que los pobres levitas que se encargaban de ellos perdieran sus fuentes de trabajo. Josías de ninguna manera fue insensible a este problema de desocupación y, en el mismo templo de Jerusalén, asignó a los levitas funciones de ayudantía de los kohen, los sacerdotes sedicentes descendientes de Aarón: cantaban, barrían, abrían las puertas, vigilaban, escribían... Como eran tantos se los dividió en 24 turnos anuales y los jubilaban a los 50 años. Cuando no les tocaba la ayudantía, volvían a sus pueblos de origen y allí, además de lo que habían recibido de pago en el templo, los demás judíos tenían una cierta obligación de mantenerlos. Estaban eximidos de impuestos y de servicio militar.
También los Kohen o sacerdotes descendientes de Aarón, en la época de Jesús, se habían multiplicado de tal manera que hubo que distribuirlos en turnos. Muchos de ellos ya no vivían establemente en Jerusalén e iban a la capital, como los levitas, solo para cumplir su período. Ejemplo conocido por todos el de Zacarías el padre de Juan el Bautizador. Justamente una ciudad famosa por ser residencia de levitas y sacerdotes era Jericó.
Pero no se crea que era tan sencillo ser, en aquellos tiempos, levita o kóhen, sacerdote. Si tienen tiempo y padecen de insomnio pueden Vds. leer -en la Biblia- el Éxodo, el Deuteronomio o el Levítico, y perderse largo rato en la cantidad de prescripciones, rúbricas y ritos que tenían que aprender estos funcionarios para poder cumplir con su oficio. ¡Y eso que lo que figura en la Biblia era solo parte del complicado ceremonial que era necesario desarrollar en el templo en época de Jesús! Como no había criterios de qué era lo importante y que no, cualquier mínimo error en la realización de los oficios, los invalidaba; o tachaba de impuro al levita o sacerdote que lo cometía.
Servir a Dios -de alguna manera amarlo- era, para este clero hereditario, cuestión de meticulosidad extrema hasta en los puntos y comas de los rituales. Y cuando todo se había hecho según los cánones y reglamentos, sin errores, terminado su turno podían volver satisfechos, puros, a sus actividades habituales.
Pero la reglamentación iba más allá del mero servicio en el templo: tanto el levita como el kohen, eran ciudadanos aparte de los demás, consagrados, separados, santos -que etimológicamente quiere decir eso: separado-. Y para poder servir santamente en el culto, también el resto del año, en sus tareas habituales, en sus casas, debían cumplir con determinadas reglas de vida, normas de pureza y de impureza. Había trabajos impuros, alimentos impuros, matrimonios impuros, enfermedades impuras, que hacían impura a la persona y exigían complicados ritos de purificación para volverla a la santidad.
Una de las cosas más espantosas que le podía pasar a un sacerdote o a un levita, que lo hacía especialmente impuro según estas reglas era, justamente, tocar un cadáver o toparse con él. Se discutía a que distancia un cadáver podía contaminar de impureza a un sacerdote. Los más laxos sostenían que hasta tres metros causaban impureza. Pero la opinión común era diez metros. Es así que una de las ofensas más terribles que habían infligido a los judíos los samaritanos, en medio de acciones mutuas de encono ancestral, y que todos los judíos recordaban con gran odio, había sido justamente -según relata Josefo- el haberse deslizado en el año 7 DC un grupo de ellos, durante la noche, en el patio del templo y esparcido allí huesos de muertos. Los ritos de purificación del templo y de los sacerdotes que allí servían habían durado semanas... Un insulto sin precedentes, que había ahondado hasta el paroxismo el resentimiento y rencor entre judíos y samaritanos.
No hay que atribuir pues una especial indiferencia frente al dolor ajeno, o una actitud semejante a la de los conductores que huyen cuando producen o ven un accidente, a estos buenos kohen y levita que, volviendo a Jericó luego de cumplir sus turnos en Jerusalén, siguen de largo cuando creen ver un cadáver tendido al costado del camino. Seguramente trataron de pasar bastante más allá de los tres metros mínimos requeridos para no contaminarse, y mirando lo menos posible, como honestos religiosos que eran. Hay que pensar bien de ellos y suponer que si, de más cerca, hubieran podido darse cuenta de que la víctima estaba solo medio muerta como dice el evangelio -no del todo-, se hubieran acercado a ayudarla.
Es que Jesús no está escribiendo una parábola antijudía o antisacerdotal, está tratando de unir esos dos preceptos que en el antiguo testamento convivían separados: el del culto, expresión del amor y servicio a Dios, y el del amor al semejante. Porque hasta entonces uno podía perfectamente decir que amaba a Dios, cumpliendo hasta la última prescripción de sus devociones y rituales, y al mismo tiempo desentenderse o disculparse fácilmente de su indiferencia con el hermano, lo cual en todo caso sería una culpa aparte. Y por medio de la parábola Jesús extrema la antinomia, porque en ella el culto y amor a Dios mal entendido no solo está separado del amor al prójimo, sino que se opone a él, impide al levita y al kohen auxiliar al hermano.
Desde Jesús los dos amores, sin identificarse, se unifican: un culto y una oración que no nos lleve al amor de nuestros hermanos, es un falso culto, una mala oración. Un amor al hermano que no esté fundado en el amor a Dios, es un amor ineficaz para la vida eterna, mundano, inconsistente
Y la parábola se hace más contundente, más incisiva, por cuanto ahora Jesús no pone de ejemplo a un simple laico judío, como sus auditores -laicos ellos- estaban esperando, ya gozando a los clérigos, sino, descolocándolos, sorpresivamente, poniendo de ejemplo al aborrecido samaritano.
Con su cuento Jesús no deja, pues, contento a nadie de los que lo escuchan, pero los hace pensar a todos. La verdad es que como narrador, y para sorprender a sus oyentes, Jesús era un genio. Lástima que en la lectura moderna perdamos mucho del sabor original de sus parábolas.
Ese culto, pues, que en las religiones no bíblicas es pura superstición, intento de dominio mágico de los poderes ocultos, de lo divino entendido como poder, se había transformado en el Antiguo Testamento en un culto de respeto a un Dios personal que había de apoyarse en una conducta, en una ética, en el código de la alianza, en los mandamientos.
Pero en el antiguo testamento no está aún claro en qué consiste ni el verdadero culto, ni la verdadera ética. Todo está mezclado en un ritualismo reglamentario que permite al hombre cumplir externamente con Dios y con los demás, respetando códigos y artículos, y no estar comprometido personalmente con ellos en el amor y en el servicio. No es difícil imaginarlo hoy en día: no siempre en contra de la ley sino gracias a las leyes, podemos ser perfectamente deshonestos y, con buenos abogados, vivir ricos y famosos, incluso protegidos por la autoridad.
Nada de eso es lo que Jesús hoy propone a sus discípulos. El no está contra la ley, pero sabe que ella es solo una superestructura, una construcción reglamentaria, que solo sirve en la medida en que promueva lo único que importa: nuestra amistad con Dios -no reducida a ritos y devociones, sino expresada en ellos- y, nuestro amor eficaz al prójimo.
O, mejor dicho, como sutilmente apunta Jesús en su parábola al invertir la respuesta, el amor eficaz que nos hace, a nosotros, prójimos de aquellos que -próximos a nosotros por la cercanía o la necesidad- se encuentran a lo mejor distantes en nuestra indiferencia.
Puede que todo esto no te sirva para hacerte llegar a la vida de los ricos y famosos, pero "obra así y alcanzarás la vida". La verdadera.