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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1971. Ciclo C

16º Domingo durante el año
18-07-71

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 38-42
Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que estaba muy ocu­pada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude» Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada»

Sermón

       Dicen que, a Pio IX , en los últimos meses de su vida, como se hallaba muy enfermo, para no disgustarle inútilmente y dado que la situación mundial estaba llena de terribles y preocupantes acontecimientos, le imprimían un ejemplar especial del Osservatore Romano –el periódico vaticano- expurgado de todas las malas noticias. El viejo pontífice vivió así feliz sus días postrimeros, creyendo que estaba en el mejor de los mundos.

Hoy pasa un poco lo mismo con nosotros, pero al revés. Los diarios, noticieros y televisión se complacen en mostrarnos hasta el hartazgo los aspectos y acontecimientos más perversos protagonizados por el hombre. Hagan ustedes un día la prueba de marcar con lápiz colorado las malas noticas de un diario y con verde las buenas, a ver cuál es el color que predomina. Guerras, asaltos, crímenes, estupros, accidentes, violencia, cartas de protesta, solicitadas, miseria, superficialidad. Y uno no sabe si es porque los periodistas se complacen especialmente en indigestarnos el desayuno con malas noticias o porque nosotros los provocamos a ello comprando solamente aquellas publicaciones que dan mayor numero de nuevas sensacionalistas.

Sabemos que Fulana se ha divorciado y vuelto a rejuntarse con otro; que ha estallado una bomba en no sé qué supermercado y han muerto diez civiles; que una madre enloquecida arroja a sus cuatro hijos por la ventana; que choca un tren en Retiro y cae un avión en Tanganica; que 15 sacerdotes ocupan la curia y firman una carta de protesta; que una monjita se casa en Italia con su párroco. Nadie se ocupa de apuntarnos, al mismo tiempo, que existen aún millones de matrimonios serenos y felices, sociedades de paz y de trabajo, obreros que no hacen huelga, madres que cuidan de sus hijos, millares de trenes y aviones que llegan diariamente a su destino, monjas y sacerdotes que cumplen abnegadamente con su sublime ministerio, médicos que curan, sabios que investigan, universitarios que estudian, novios que son castos, hombres que son felices.

Diarios, novelística, cine televisión están todos de acuerdo en mostrarnos como normal lo sórdido y lo miserable. Nos acostumbran al olor a podrido, nos habitúan a chapotear en las cloacas, nos hacen poco a poco indiferentes al horror y el escándalo del mal.Paulatinamente, sin darnos cuenta, se nos ha hecho insensibles al pecado. Hemos llegado a creer natural aquello que hubiera parecido repugnante a nuestros mayores y al sentido común. Hemos perdido –o estamos a punto de perder- la noción de la diferencia entre el bien y el mal.

En los antiguos tiempos del Imperio Romano, en la época cuando, mediante asesinatos y sediciones, los emperadores se sucedían unos a otros, era común que el triunfador de turno condenara a su antecesor depuesto no solo a la muerte sino al olvido. Era lo que se llamaba la ‘ damnatio memoriae ' –algo así como ‘la supresión de la memoria'-. Nadie podía repetir su nombre, ni referirse a sus hechos. Los historiadores y cronistas tenían prohibido incluirlos en sus libros. Sus nombres eran borrados de todos los lugares donde aparecían. Aún se conservan en las ruinas romanas frontones de mármol martillados para hacer desaparecer ciertos apellidos. Quien no hubiera sido contemporáneo al pobre depuesto emperador jamás sabría que dicho emperador había existido.

Si ustedes a un niño lo educan encerrado en su casa con las persianas bajas y las puertas cerradas nunca sabrá que existen calles y automóviles, gente que camina, vientos que soplan, lluvias que mojan. Su mundo se reducirá a las cuatro paredes de su casa Su luz a la de las lámparas eléctricas. Su calor al de la estufa. Si lo sacan afuera y lo obligan a mirar siempre hacia el suelo, nunca sospechará del color azul del cielo, desconocerá que palpitan las estrellas, navegan las nubes, el espacio se abre al infinito. Su mundo será el asfalto y los adoquines, tierra y vías, hormigas y gusanos.

El mundo moderno ha hecho o intenta hacer esto con nosotros. Ha depuesto a Dios. Lo ha condenado al olvido como al viejo emperador. Ha desterrado su nombre de los periódicos, de las novelas, de las escuelas, de las universidades, de las familias. Como al anciano Papa nos fabrican diarios especiales en donde se evita cuidadosamente darnos noticias de Dios. Vivimos encerrados artificialmente en un mundo de cuatro paredes: nadie nos dice que detrás de sus puertas y persianas existe el maravilloso universo de lo divino, de lo espiritual, de la gracia. Nos obligan sin que nos demos cuenta a mirar constantemente hacia el suelo, hacia lo bajo y pobre, hormigas y gusanos. Nos llaman desde el polvo de su miseria con sus sonrisas de locutores profesionales, con su doctoral periodismo, con sus artificios ‘MADE IN USA', en Japón o en China, con su verborragia vacía y sus lágrimas de tango, con sus músicas histéricas y su sexo de supermercado.

Y para que no abramos los ojos y miremos más allá de la punta de nuestras narices, nos obligan a correr, al movimiento, a la distracción desenfrenada, a absorber constantemente noticias inútiles, impresiones, colores, ruidos, preocuparnos constantemente en negocios, fiestas, programas, turismo supersónico. Cualquier cosa, con tal de no dejarnos parar un solo instante, con tal de que no podamos pensar, reflexionar, meditar en el silencio, encontrarnos con nosotros mismos y con Dios.

Vayan ustedes al parque de diversiones: suban a la montaña rusa, traten de describir luego lo que vieron desde arriba. No vieron nada: el vértigo de la velocidad los hizo aferrarse a sus asientos y mirar solamente hacia adelante. Al final solo recordarán un riel que baja, sube y se retuerce a toda velocidad y la excitación del miedo y el ruido de los carriles y la grita de la gente.

Pero suban a la rueda que gira lentamente –como la enorme rueda del parque de Viena- y, cuando, despaciosa, los levante a las alturas, podrán ver desde arriba a la ciudad, distinguir la calles y los edificios, reconocer los parques y las arboledas.


Rueda gigante del “Wiener Prater”

Corramos por las salas de un museo y no veremos nada. Viajemos por las sierras a cien kilómetros por hora y recordaremos solo el asfalto del camino. Volemos como locos por el sendero de nuestras vidas y cosecharemos el vacío de nuestros corazones, el hastío de nuestros días, la amargura de la frustración.

No señor. Necesitamos detenernos, sofrenarnos, respirar a pulmón lleno, contemplar. Nos hace falta el instante de silencio, el mirar despacio a nuestro alrededor, el preguntarnos para qué corremos, para qué vivimos, para qué estamos en el mundo, qué es el bien y qué el mal, dónde está el error, donde la mentira, ser libres para decir que no es normal la cobardía, la inmoralidad y la estupidez. Necesitamos también saber quiénes son las personas que nos están cerca. Precisamos el domingo, el estar en familia, con los hijos, con la mujer, con los amigos. Con Dios. Nos es menester todos los días tener un momento de encuentro con Él, de contacto con la Verdad. Necesitamos desesperadamente la oración.

Y hoy más que nunca, cuando el mundo conspira para desterrar a Dios y a la verdad de nuestras vidas. Si no somos capaces de encontrar al menos diez minutos por día para frenar nuestra carrera, subir las persianas, mirar hacia arriba, pensar en Cristo, arrojarnos a los brazos del Padre, orar, contemplar, ineluctablemente, sin que nos demos cuenta, el mundo nos vencerá, no podremos ya más bajarnos de la montaña rusa, seremos encerrados en las cuatro paredes de nuestra celda, creeremos que solo existen hormigas y gusanos, dinero y sexo, ruido y excitación.

Marta, Marta. Te inquietas y te agitas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria, y María ha elegido la mejor

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