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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1979. Ciclo B

16º Domingo durante el año
22-VII-79

Lectura del santo Evangelio según san Marcos    6, 30-34
Los Apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. El les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco.» Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.

Sermón

El infierno son los otros” afirma Sartre y “la emergencia de cada hombre es una soledad combatida constantemente por ‘la mirada’ de los demás”.

Me explico: dice Sartre que aquello que hay de propio e individual en mi yo, el carácter de ‘subjetividad’, permanece totalmente cerrado para aquellos que me rodean. Cuando se conoce a alguien se le conoce siempre ‘como otro’, como aquel que está frente a mí y de quien tengo una ‘idea’. Incluso podría decir ‑como afirma gran parte de la filosofía moderna‑ no conozco al otro, sino la ‘idea’ que me hago del otro. El yo, la subjetividad propia de aquel que se me enfrenta y aquello que lo constituye radicalmente como persona no lo alcanzo, porque solo lo puedo pensar como ‘objeto’ de mi conocer, no como ‘sujeto’, no en su subjetividad.
Solo me es inmediatamente accesible la experiencia de mi propia subjetividad. Pero, precisamente, eso es lo que torna solitaria mi existencia ‑dice Sartre‑ e ‘infernal’ mi trato con los demás, puesto que ellos, al no poder conocerme en mi propio yo, subjetivamente, me objetivan, me cosifican. La ‘mirada’ de los demás me transforma en ‘objeto’ y, entonces, sufro constantemente lo que Sartre llama la “honte”, la vergüenza de ser mirado. Me reduce a la ‘esclavitud’ –diría Hegel‑ de ser para él ‘lo que él piensa de mi’, sin potestad alguna sobre la libertad de la mirada que me dirige y me transforma en objeto.

Pero, más aún, porque, al mismo tiempo que el otro con su mirada altera mi existencia, altera mi universo. “El otro me roba mi mundo”, sostiene Sartre. ¿Cómo? Sencillamente porque lo mira, lo organiza en torno suyo, le confiere el sentido que su libertad elige, el ángulo de su propia mirada irreducible a la mía. Lo que yo soy y lo que las cosas son para mí, entran siempre en conflicto con la mirada del otro.
¿Qué puedo hacer? Devolverle la mirada, a mi vez, cosificarlo, hacer de él un ‘objeto’ en el mundo, negar su libertad. Mi libertad de mirar luchando con la suya.
Con más profundidad escribía Hegel: “cada conciencia busca la muerte de la otra”. Claro que así entonces es verdad que “el infierno son los otros”.

Pero ¿será cierto que inevitablemente el trato con el otro tenga estas características sartrianas –que tienen antecedentes en Freud-? No en sana filosofía, porque, al menos en principio, se postula como principio indemostrable que el hombre tiene ‘la posibilidad’ de conocer ‘la realidad como tal’. El hecho de que la mayor parte de las veces no conozca la realidad sino lo que el yo u otros piensan, conciben, arbitrariamente sobre ella, no se debe a una incapacidad intrínseca al modo de conocer humano, sino al mal uso de la inteligencia.
Contra Sartre hemos de decir: no necesariamente conozco solo lo que pienso de las personas y el mundo que me rodea, sino que tengo la posibilidad de conocerlos ‘verdaderamente’, en sí mismos.
Pero, al mismo tiempo, he de reconocer con Sartre que la mayoría de las veces ‑y más en este mundo contemporáneo‑ no conocemos ni juzgamos a los demás, a los acontecimientos y a los seres, tal como son, sino ‘según la idea que de ellos tenemos’, según nuestros ‘a prioris’ y prejuicios, según nuestros puntos de vista, según nuestros deseos, según las cuatro o cinco ideas paupérrimas que tenemos en nuestra cabeza.
Peor aún, vemos la realidad no con nuestra propia mirada, sino con la que nos presta la propaganda, el cine, la televisión, los diarios, los periodistas, la falsa educación, a lo mejor, recibida en la escuela, en el colegio, en la universidad.

El problema se agrava si pensamos que la inteligencia, nuestra capacidad de conocer, no trabaja aislada. Depende de nuestra capacidad de amar, de querer. Porque es verdad que el puro ‘conocimiento’ intelectual es incapaz de entrar en el yo ajeno sin transformarlo en objeto, en un ‘tu’ o, peor, en un ‘él’ que cosifico con ‘mi mirada’, pero el ser humano se abre al otro no solo en el ‘conocer’ sino en el ‘amar’.
En el amor tengo la posibilidad de hacerme ‘uno’ con el yo ajeno, ‘com‑padecer’ con él, en una corriente de mutua ‘sim‑patía’ unificante que me permite compartir la experiencia de aquel yo. Compartir de subjetividades solo en la hipótesis del verdadero amor, amor de ‘benevolencia’, de amistad, no de mera ‘concupiscencia’. Amor que busca el bien del ser querido, que lo afirma en su persona y no que lo usa para sí.
Pero ¿es común este tipo de amor en nuestra sociedad contemporánea? ¿No son más bien nuestros vínculos con los demás relaciones cerradas de egoísmos que se encuentran? ¿Cada uno tratando de absorber al otro para sí, para el propio interés? ¿No son acaso el amor sentimental o erótico –lo únicos, por otra parte que parece conocer nuestra era‑, por esencia, egoístas, concupiscentes, como sostenía Aristóteles y reafirma Freud?

Y, entonces, si el verdadero amor no abunda, ni la mirada humilde, sin ‘a prioris’ deformantes, es evidente que la descripción sartriana coincide con lo que es, en su mayor parte, nuestra sociedad actual y nuestras mutuas relaciones.
Me encuentro sumergido ciertamente en ‘el infierno de los demás’. La mirada cosificante de los otros me atropella constantemente. La sociedad masificante me vende un modelo adocenado de ser humano y a él tengo que ajustarme. Si no soy como los demás piensan que debo ser, sufro la vergüenza, la ‘honte’ del ser mirado. No puedo ser, auténticamente, en mi libertad: se me imponen pautas de conducta, maneras de ser, de comportarme, fines. Los medios masivos de comunicación, la moda, lo que hace todo el mundo ‘miran’ sartrianamente a mi yo. Actuar de modo distinto a lo que la mayoría espera o hace, me convierte en un bicho raro, mirado, avergonzado. Cosa que estaría bien en una sociedad con pautas buenas de obrar, pero que es terrible en una sociedad como la de este siglo, liberal, marxista, freudiana, boba.

Incluso en las relaciones interpersonales la decadencia del amor hace que se me acerquen no amigos ni verdaderos amantes, sino sanguijuelas o, hegelianamente, ‘amos’. Amándome no como soy sino según la idea que tienen de mí, según la medida de sus propios deseos. ¡Terrible esfuerzo el de tratar de actuar según la falsa imagen que de mi los demás fabrican! ¡Terrible y tiránica exigencia la de que los demás sean según nuestra mirada!
Es verdad que también el amor auténtico ha de transformar, crear. La mirada de una persona que me ama bien, la de un santo, quisiera convertirme, mejorarme y, de hecho, es capaz de hacerlo en la medida en que me haga maleable a su mirar de amor. Es mirada que me crea o me ‘recrea’ pero en el respeto a mi ser, a mi libertad, a mi intimidad, no en el respeto a mis vicios y desviaciones voluntarias.

Pero ¿Quién es capaz de mirarnos así en nuestros días? Vivimos rodeados de posesivas y falsificadoras miradas de seres hambrientos y egoístas; de propagandistas de toda laya mirándonos para que consumamos lo que nos ofrecen o actuemos de acuerdo a sus libretos. Lo hacen de forma sutil o ruidosa; y nos confunden con bochinche, ruidos y músicas, palabras y más palabras. “Iban y venían de modo que no tenían ni tiempo para comer”.
Necesitamos la tranquilidad y el silencio para recrearnos según la propia etimología de la palabra. Pero no el silencio que nos encuentre solos con nuestra mirada, a lo mejor también deformada, cosificante, aunque se dirija a nosotros mismos, sino con la mirada de Quien realmente nos ama en la verdad, del único que es capaz de conocer mi yo, respetándole, amándolo por si y, al mismo tiempo, ‘recreándolo’, aborreciendo caritativamente nuestros vicios y pecados.
Eso es la oración. La oración ha de ser un verdadero encuentro de miradas: la mirada amorosa del Dios que me ama y me crea, con mi propia mirada mendicante.
Si queremos ser nosotros mismos, conservar la libertad en este mundo, no podemos sino multiplicar estos encuentros, hacerlos cotidianos, frecuentes para que la mirada de los demás que puede transformarse para nosotros en infierno, se equilibre con el mirar liberador y santificador de Dios.
El llamado de Cristo sigue resonando y, desde la distancia de dos mil años, que se nos hace presente en los evangelios, vuelve a llegar a nuestros oídos:
“Venid solos a un lugar desierto, para encontraros con mi mirada”

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