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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1990. Ciclo A

16º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 24-43
Y les propuso otra parábola: "El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña. Los peones fueron a ver entonces al propietario y le dijeron: 'Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?'. El les respondió: 'Esto lo ha hecho algún enemigo'. Los peones replicaron: '¿Quieres que vayamos a arrancarla?'. 'No, les dijo el dueño, porque al arrancar la cizaña, corren el peligro de arrancar también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero'". También les propuso otra parábola: "El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. En realidad, esta es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es la más grande de las hortalizas y se convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas". Después les dijo esta otra parábola: "El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa". Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas, y no les hablaba sin parábolas, para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: Hablaré en parábolas, anunciaré cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo. Entonces, dejando a la multitud, Jesús regresó a la casa; sus discípulos se acercaron y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña en el campo". El les respondió: "El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los que pertenecen al Reino; la cizaña son los que pertenecen al Maligno, y el enemigo que la siembra es el demonio; la cosecha es el fin del mundo y los cosechadores son los ángeles. Así como se arranca la cizaña y se la quema en el fuego, de la misma manera sucederá al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y estos quitarán de su Reino todos los escándalos y a los que hicieron el mal,y los arrojarán en el horno ardiente: allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. ¡El que tenga oídos, que oiga!

Sermón

           Tratar de comprender la parábola que acabamos de escuchar no puede hacerse cabalmente solo desde su mera lectura. Las palabras de Jesús, aún cuando tengan resonancias y significados permanentes, en si son respuestas adecuadas a los problemas y expectativas de los oyentes de su época. Por eso, antes de intentar descubrir qué pueden decirnos a nosotros es necesario tratar de saber qué decían a los hombres con­cretos que lo escuchaban.

            Y estas parábolas, llamadas del Reino, a la cual pertenece la que acabamos de oír y también la del domingo pasado, quieren, entre otras cosas, dar respuesta al gran escándalo o duda que se suscitaba a los seguidores de Cristo cuando éste afirmaba que con él había llegado a la tierra el Reino de Dios.

            Porque lo que los judíos en los últimos tiempos habían estado esperando ciertamente era la llegada del Reino, pero lejísimos estaban de concebirlo tal cual Jesús pretendía presentárselo. Los profetas habían hablado del Reino como el día terrible de Jahvé, la hora de la venganza, del triunfo definitivo de los judíos sobre los paganos y de los judíos buenos sobre los malos. Aquel día el brazo de Jahvé aniquilaría las naciones, los perversos serían extirpados de la tierra y los justos, liberados de todo mal, reinarían en una sociedad perfecta de paz y de justicia.

            Esta liberación era, además, concebida como instantánea. Era impensable que el Mesías encargado de traerla sufriera ninguna resistencia eficaz o que se diera en sus tiempos una coexistencia prolongada con el mal.

            Y ahora viene Jesús, afirmando que con él se inaugura el Reino, y las cosas no parecen mejorar nada. Peor aún, en vez de rodearse de los mejores -hombres piadosos, miembros de las cofradías esenias o fari­seas- el Galileo se ha rodeado de doce personajes de dudosa ortodoxia y pureza, provincianos alejados de los lugares santos. Más: que gusta alternar con gente de la más baja especie, recaudadores de impuestos, pecadores, enfermos de toda laya -y para los judíos la enfermedad era siempre consecuencia de algún pecado-, gente ruin y hasta mujeres públicas. Eso se parecía al reino que esperaban los judíos tanto como Herodes a una maestra jardinera.

            Aún los discípulos más cercanos no entendían demasiado y aunque fueron menos impacientes y estaban dispuestos a esperar, nunca pensa­ron que esa espera debía prolongarse mucho. Nadie puede imaginar la terrible decepción que fue para ellos cuando, eufóricos por la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, pensaron que finalmente había llegado la hora en que todos aceptarían el liderazgo de su Maestro y con la ayuda de dios, en la misma capital, quedaría inaugurado el Reino. Que Jesús terminara ajusticiado fuera de las murallas de la ciudad, significó la desilusión total. Aún lo de la Resurrección les fue de difícil comprensión, porque ellos seguían esperando una redención o liberación de tipo terreno, en que el Señor Resucitado, ahora si, con el poder de su exaltación llevaría al triunfo a los suyos. Y ni siquiera cuando el Señor cesa de aparecer, hacia la fecha de la Ascensión, dejan de esperar como inminente su regreso definitivo y les cuesta enorme trabajo aceptar que el Reino ya ha sido misteriosamente inaugurado, de esa manera tan paradójica y humilde, por no decir mezquina..

            En la época en que San Mateo recoge esta parábola y la incluye en su evangelio la problemática se ha agudizado, porque no solo los se­guidores de Jesús no han triunfado sobre el mundo, no solo han sido rechazados por la mayoría del pueblo judío que era el lógico heredero del Reino, sino que aún la misma comunidad cristiana mucho dista de ser ese pueblo santo, justo y perfecto, todos buenitos, que parecían haber anunciado los profetas.

            Es a estas impaciencias y perplejidades a las que tienden a ofrecer algo de respuesta estas parábolas del reino y en particular la que acabamos hoy de escuchar.

            Es verdad que hoy nosotros necesitamos menos de estas respuestas que en la época de Jesús y de Mateo, porque la Iglesia ya ha comprendido y su enseñanza desde el catecismo nos hace comprender, que el Reino definitivo es algo que supera infinitamente las expectativas políticas y terrenas de los judíos, y es el cielo, esa divinización, esa participación de la vida trinitaria, de la felicidad misma de Dios que nunca estuvo en las esperanzas de Israel, y a través de un Mesías que no resultó ser un líder político y guerrero, sino mucho más que eso: el mismo Dios hecho hombre, el hijo de Dios.

            Pero aún así también a nosotros repetidamente nos alcanza la de­sazón de este tiempo intermedio, del aparente triunfo mayoritario de los malos, de la incapacidad del bien o de los buenos de controlar a los perversos y corruptos, de los avances y retrocesos del cristia­nismo -últimamente (pareciera) más retrocesos que avances, y, dentro de la Iglesia aún con todos sus medios intactos de santificación, y ciertamente ejemplos sublimes, santos, con la indeclinable luz de la verdad, pero también ¡cuánta mediocridad, cuánto escándalo, cuánto pecado, cuánta confusión! incluso entre los que deberían ser dirigentes y rectores, sacerdotes y obispos.

            ¿No se nos plantea también a nosotros a veces la pregunta de por­qué tanta aparentemente absurda tolerancia de parte de Dios, tanta aparente ineficacia, tanta -diríamos- hasta indiferencia, injusticia respecto de los suyos?: "¡ya no sales más al frente de nuestros ejércitos!" se quejaban los judíos en los salmos. Y así también nos quejamos nosotros, y aún quisiéramos acelerar con impaciencia los tiempos o sufriendo y peleando por metas políticas imposibles de ser alcanzadas en esta tierra con la intolerancia propia de la utopía o de las ideo­logías o depositando fantasiosamente, nuestra esperanza, como lo hacen algunos grupos, en una próxima intervención divina, un castigo del cielo, el fin del mundo o qué se yo.

            ¡Cuántos males han producido en la historia los utopismos y las ideologías judaicas del paraíso en la tierra! ¡Cuánto dolor y lágrimas y terribles abusos en nombre de la impaciencia revolucionaria y los mesianismos terrenos! ¡Qué incapacidad de felicidad engendra el no saber aceptar lo imperfecto, lo limitado, y ser incapaz de descubrir la porción de bien y de luz que puede encontrarse también en lo pequeño y en lo pobre y aún en el mal! ¡Qué infelices a veces hacemos aún a los que queremos exigiéndoles más de lo que nos pueden dar!

            Para todos vuelven a resonar las palabras de Jesús: este mundo no es todavía la cosecha, el Reino definitivamente realizado, es lugar de siembra y de crecimiento, de lucha y de ascenso fatigoso, en que toda­vía los aparentemente buenos pueden demostrar finalmente que no lo eran tanto y los malos pueden convertirse; en que el mismo mal ayuda a que los buenos sean aún mejores y la cizaña provoca a heroísmos y a santidades que sin ella no existirían.

            Debemos tener con la historia y con los nuestros la misma pacien­cia que esperamos Dios tenga con nosotros. Porque todos sabemos bien de la mentira que es el dividir tajantemente al mundo entre buenos y malos; a la Iglesia entre fieles e infieles, entre rectos y equivocados, porque la línea que divide el bien del mal no pasa por la separación de un grupo de otro, sino por el interior de nosotros mismos, en donde la semilla de gracia depositada en nuestros corazones por el bautismo y la fe de la iglesia crece en medio de la cizaña de nuestros defectos, de nuestras mezquindades, de nuestras perezas y negligen­cias, de nuestras lascivias y egoísmos, de nuestras agachadas y cobardías. ¡Cuanto quedaría de cada uno de nosotros si Dios no nos tuviera paciencia y quisiera arrancar de cuajo todos nuestros defectos y tonterías y no nos ayudara, en cambio, a sacar de males y aún de defectos ocasión de virtud, o al menos de humildad y arrepentimiento, esperando no que de pronto nos transformemos en santos impecables, sino que len­tamente, día a día vayamos haciendo, en medio del combate, menudos o grandes actos de hidalguía cristiana que, aunque aparentemente no nos transformen ni cambien de golpe, ciertamente se van acumulando poco a poco en granos de trigo a cosechar para la vida eterna.

            Gracias sean dadas al Jesús que es paciente con nosotros, al Dios que nos espera, al Señor que, en cada amanecer en que despertamos al mundo, nos renueva la oportunidad de la lucha y del crecimiento, y también del arrepentimiento y del perdón.  

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