En realidad se trata de pasajes estrictamente simbólicos; pero algunos pensadores cristianos, aún de buena línea, como San Justino, San Ireneo o Tertuliano, en los siglos II y III, apegados a la letra del texto, creyeron que vendrían realmente mil años de dominio de Cristo en la tierra antes del fin del mundo.
Esta opinión fue tenida por la Iglesia definitivamente como falsa al menos a partir de San Jerónimo y San Agustín
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, que se ocuparon de redargüirla y ridiculizarla. A pesar de ello, de vez en cuando, reaparece, tanto es así que en el año 1944 el Santo Oficio tuvo que recordar al Arzobispo de Santiago de Chile que dicha doctrina no podía enseñarse (DS 3839).
Su nombre común es milenarismo o, según la etimología griega, quiliasmo, de jiliás, que significa millar, en heleno, y fue seguida, y sigue siéndolo, por muchos herejes.
La concepción como tal se remonta al judaísmo. Los Profetas habían predicho el reino del futuro Mesías como una edad dorada, rica en gloria y felicidad para el pueblo elegido. Ya sabemos cómo Cristo debió corregir esta concepción puramente terrenal. Pero los rabinos se habían ocupado de concebir esta edad detalladamente, y se deleitaban en describirla con vivos colores, con desorbitada imaginación, y sobre todo, acentuando su carácter material, político y terreno. Según libros judíos que nos han llegado, contemporáneos a Cristo, estos maestros de Israel afirmaban que cada día de la semana de la creación correspondía a mil años y el último día, el sábado, que inauguraría precisamente la llegada del Mesías, serían mil años de reposo, de paz absoluta, de dominio de Israel y de su Ungido, con pleno bienestar material y espiritual, ningún dolor, sin vejez, solo juventud.
Es de allí donde nuestro Apocalípsis, saca sus mil años, pero los utiliza en sentido enigmático, parabólico, como casi todos sus textos, y no para hacer ninguna referencia histórica. Lean esta noche ese capítulo 20 para entender de lo que estoy hablando.
El asunto es que el milenarismo, o sea la espera de un tiempo final a donde convergerán en esta tierra, aquí abajo, todas las expectativas de la historia y se logrará una sociedad perfecta, ha sido tentación constante en la vida de la Iglesia y en las diversas filosofías de la historia que han surgido más o menos heréticamente del cristianismo.
Todavía en el siglo XIII el abad Joaquín de Fiore, un cisterciense carismático, pensaba que estaba a punto de inaugurarse este milenio; que, terminada la época del Padre -que había sido el antiguo testamento-, y agotada la del Hijo -que era la de la Iglesia-, se inauguraría, con el movimiento que el lideraba, el milenio del Espíritu Santo, del triunfo del verdadero cristianismo y de la paz universal.
Joaquín de Fiore fue condenado por el IV Concilio de Letrán en 1215 (DS 803), aunque ya había muerto, a decir verdad piadosamente, en el 1202; pero dejó muchos secuaces, sobre todo entre algunos franciscanos iluminados, que luego se apartaron de la Iglesia y que creían que su orden era la irrupción de los nuevos tiempos y el verdadero cristianismo.
En su forma crasa el milenarismo vuelve a aparecer modernamente en algunas sectas delirantes como los Adventistas o los Testigos de Jehová. Pero también lo encontramos frecuentemente, a lo largo de la historia, en algunos movimientos católicos que, en medio de anuncios aterradores de próximos fines del mundo, ayudados por algún vidente o fundador iluminado y pseudorevelaciones, agrupan a sus adherentes en el exiguo número de los elegidos capaces de inaugurar una verdadera época salvífica al lado de Jesús. De esos grupos o movimientos con sus revelaciones particulares y sus anuncios catastróficos, todos tenemos noticias.
También revive el milenarismo entre los carismáticos -y los hubo en todos los tiempos, desde San Pablo a quien daban bastantes dolores de cabeza, pasando por los llamados "entusiastas" de todas las épocas, hasta nuestros días, que se instalan en nuestra parroquias con su buena voluntad pero sus más y sus menos chifladuras- y que piensan que son los representantes de la definitiva efusión del Espíritu Santo en la Iglesia e inauguradores también de los tiempos nuevos y de la auténtica venida de Cristo.
Incluso algo de eso pasó, para los que tengan memoria y hayan vivido en esa época, con la euforia del Vaticano II. Algunos pensaban que todo lo que se había hecho antes estaba mal, poco inteligente, había deformado el cristianismo, y que, con el Concilio y la genialidad de los que lo hicieron y de sus reformas y sus adaptaciones y su abandono del latín por la lengua vernácula y su directa inspiración por el Espíritu Santo, se iniciaba una época en que todo el mundo se convertiría, entraría en masa a la Iglesia, y la Iglesia sería la impulsora de una sociedad perfecta en este mundo, a los abrazos con el comunismo, las Naciones unidas y la Unesco. Está a la vista que aquella famosa frase de la "primavera de la Iglesia", del gran cambio, del 'aggiornamento', fue una de las grandes ilusiones, desmentidas por los hechos, de este siglo.
Pero aún hoy la cosa reaparece, se oye tontamente hablar de la "nueva evangelización", o del tercer milenio que llega, o de planes pastorales novedosos e infalibles, o de una sociedad universal que, en el espíritu de la gran fraternidad democrática y liberal, será bendecida por la Iglesia plegada a los derechos humanos... Tonterías: todas formas de un milenarismo más o menos larvado que no termina de desaparecer de los ámbitos cristianos y que excusa de hacer, detrás de grandes palabras, las humildes cosas de siempre, las obligaciones cotidianas, la oración y la penitencia, el portarse bien, el amor a Dios y al prójimo que el evangelio insta a todo cristiano a realizar.
Y no digamos nada de la versión laica. En el occidente influido por el cristianismo, el milenarismo se transformó, bajo distintos nombres, en la gran bandera de multitud de movimientos políticos y sociales.
Por hablar de los más recientes piénsese en los mil años que pronosticaba Hitler de un mundo feliz nacional-socialista, o la utopía del comunismo que, en apariencia, se acaba de desmoronar, o la declaración del fin de la historia de Fukuyama, o el Nuevo orden mundial o del grupo de los ocho. Y no se hable, en oriente, de las visiones fanáticas de un mundo definitivamente islámico y feliz, de los ayatolás, o de los Hussein, o de Kadafy.
Todos, desde su común raíz ideológica judía, pronosticando y tratando de instaurar un gobierno y sociedad definitivamente dichosos en este mundo, con solo elegidos, incorruptos y justos, sin maldad y sin crímenes, en igualdad plena y abundancia.
De tal modo que, cuando la esperanza judaica se encuentra con la figura de Jesús, proclamado mesías por sus discípulos, la primera objeción que les presentan es "¿y dónde está el comienzo de ese período feliz, de esos mil años, que la presencia del Mesías debía inaugurar?" No solo la gente no se convierte en masa, no solo los malos no son extirpados ni castigados, no solo en vez de tomar el poder los seguidores del mesias son perseguidos, encarcelados y muertos, sino que aún entre los mismos seguidores abundan las disensiones, las peleas, los pecadores. Eso parece tener poco que ver con la felicidad plena, el Reino puro del Mesías, que esperaban los judíos.
Y es para responder a estas objeciones y perplejidades que Jesús hoy cuenta la parábola que hemos escuchado.
El Reino no viene a instaurarse de golpe en este mundo ni por diez, ni por mil, ni por un millón de años. El Reino en este mundo solo está en germen: como estaba la vida en germen en la materia, antes de que la tierra se enfriara y aparecieran los mares y el aire; como estaba en germen el hombre en las vértebras de los dinosaurios y en el encéfalo de los primates; como está en germen el adulto en el bebito que recién gatea.
La vida tiene su tiempo: Dios no actúa con varitas mágicas, sino respetando el ritmo del crecimiento de cada cosa y las leyes físicas, químicas, biológicas y psicológicas que Él mismo ha creado, y mediante las cuales gobierna la naturaleza y el hombre.
También el Reino tiene su ritmo. Cristo implanta con su primera venida la semilla. En el humus del hombre, siembra su germen de cielo. En el genoma humano inserta el genoma divino. Pero eso debe crecer en agujas de relojes y hojas de calendario, porque el hombre ha de alcanzar su plenitud mediante su libertad; desde la gracia, pero mediante sus opciones humanas. El cielo será regalo de Dios, el Reino será definitivamente creado por El, pero, para que sea del hombre, tiene que también haber sido logrado por éste y crecido según el tiempo y la psicología del mismo hombre.
Lo contrario sería como pedir a un mono que actúe de pronto como un hombre. Exigir a un niño que se haga de golpe adulto; que un estudiante de primer año de Medicina ejerza como médico; hacer que un ser humano súbitamente sea resucitado, sin preparación, sin metamorfosis, sin crecimiento, sin tiempo, sin errores que prueben su libertad, sin idas y venidas, sin titubeos, sin dudas, sin equivocaciones, es ir contra lo humano que el mismo Dios ha creado.
El reino ya se ha iniciado en este mundo, en la Iglesia, mediante la siembra de Espíritu y de gracia sobrenatural que la Pascua de Cristo ha merecido para sus hermanos; pero ese es solo el comienzo, el embrión, la infancia. Dios no ha terminado su obra. Los nuevos cielos y la nueva tierra, el Reino definitivo, no pertenecen a este tiempo; como no pertenece la cosecha al almácigo, ni a la brizna que asoma, sino al campo maduro, al universo terminado.
Aún en psicología sabemos que la educación de los hombres, o, en política, que el gobierno de las sociedades, no es para iluminados ni sectarios ni rigoristas. Que tanto la educación como el gobierno han de ser una sapiente mezcla de exigencia y tolerancia, de posición de firmes y de descanso, de tarea y de juego, de premio y de castigo, de exigencia y vigilancia, y de indulgencia y de, a veces, saber mirar para otro lado. El hombre y las sociedades tienen su tiempo. Los fanáticos y los intolerantes, los infalibles y los fundamentalistas, los utopistas y milenaristas de todos los tiempos, han dejado su estela de sangre y de dolor en las páginas más tristes de nuestra historia; y sin duda que las seguirán escribiendo.
Y la educación sin amor y sin paciencia, sin dedicación y sin tiempo, ese tiempo que hoy tan poco dispuestos están los padres a dar a sus hijos, jamás formará hombres y mujeres libres, sanos mentalmente y seguros de si mismos. Aún entre los mejores se suple la falta de dedicación, con retos y exigencias que no contemplan plazos, etapas ni ritmos, o con tardías exigencias al psicólogo y al médico, solicitando soluciones inmediatas, cuando ya todo es irremediable.
Jesús, en cambio, respeta nuestro ritmo. Jesús se apiada de nuestra miseria. La Iglesia madre lleva bajo sus alas a hijos sanos y enfermos, legítimos y adoptados, buenos y traviesos, mejores y peores, en el fondo todos menos o más pecadores... Ella ha visto pasar por sus familias y sus templos, su jerarquía y sus congregaciones, hombres y mujeres ejemplares, si, pero también atorrantes de la peor especie... Cuando alguno brilla especialmente, lo hacemos santo, y todos los demás, pecadores que somos, festejamos en una gran ceremonia, cantamos de alegría al cielo, y alabamos a Dios que, a pesar de todo, nos tiene por suyos y con paciencia nos espera y de vez en cuando produce un santo.
La creación de Dios, lenta, aunque poderosa y siempre adelante, está recién en marcha; el Reino ha comenzado, pero no terminado, ni pertenece a este mundo. No pidamos a este tiempo de construcción, de crecimiento, de germinación, lo que solo nos puede dar la casa terminada.
La locura del hombre pretende anticipar el paraíso a esta tierra. Pero buscando en la tierra una felicidad y plenitud que solo Dios nos puede dar en el cielo, el hombre se condena a la perpetua frustración, a la inquina, a la envidia, a la infelicidad y al resentimiento. Ni siquiera es capaz de apreciar y gozar las pequeñas felicidades que este mundo le depara.
Por supuesto que el hombre puede mejorar muchas cosas en esta tierra, y a si mismo, y a aquellos que quiere, pero no en la apocalíptica de la guillotina y el paredón, de la tiranía o del masoquismo personal, de la crítica inmisericorde o del puritanismo victoriano, de la intransigencia revolucionaria o del purismo maniqueo, sino, en la pedagogía de Cristo, haciendo germinar lentamente la semilla de su palabra y sus sacramentos en nuestro corazón y el de nuestros semejantes, cuidando y regando nuestras semillas buenas; con dolor y arrepentimiento y propósito de enmienda, pero con paciencia, para con nuestros pecados y defectos, y los de los demás, esperando hasta el fin que nuestra cizaña y la de nuestro prójimo, aunque más no sea un segundo antes de la cosecha, quiera transformarse en radiante trigo, en robusta espiga cargada de grano, para la molienda final que nos transforme en hostia que Jesús consagre en la perpetua dicha de su Reino.