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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1998. Ciclo C

16º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 38-42
Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. Marta, que estaba muy ocu­pada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude» Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada»

Sermón

             El nombre María es relativamente frecuente en el ámbito bíblico. Ya la famosa hermana de Moisés se llamaba así: María o Myriam, o en griego Mariam. Es un nombre semítico de origen cananeo, relacionado con el sustantivo mirym, que aparece también en ugarítico y en hebreo, y cuyo significado propio es "altura", "cumbre". En cuanto nombre de mujer tenía probablemente una cierta connotación de excelencia, algo así como el título "alteza", pero ya vulgarizado y hecho apodo.

            'Marías', además de la madre del Señor, hay varias en los evangelios. Por lo menos la que aparece en nuestro evangelio de hoy junto con Marta en un pueblo cerca de Galilea; María de Betania la hermana de Lázaro, que no es seguro que haya que identificar con la primera y María de Magdala que fue importantísimo testigo de la Resurrección y muy probablemente personaje conspicuo de la Iglesia primitiva.

            Pero, en siglos posteriores, cuando la Iglesia definitivamente adquirió su estructuración jerárquica masculina, el papel que las mujeres jugaban en la Iglesia de los comienzos se fue poco a poco tratando de desdibujar o incluso rebajar. Entre otras cosas identificando a las tres Marías con María Magdalena y haciendo de ésta una pecadora arrepentida. En realidad esto no es jamás dicho en el nuevo testamento. De María Magdalena solo se refiere que Jesús había echado de ella siete demonios. Pero eso solo era una manera de decir, en aquel tiempo, que había sido curada de una enfermedad gravísima. Pero como los demonios del evangelio fueron poco a poco confundiéndose erróneamente con Satanás e interviniendo no solo en las enfermedades sino en la moralidad de los individuos, con otra vuelta de tuerca se sostuvo alegremente que María Magdalena era la pecadora perdonada que lavó los pies de Jesús con sus lágrimas y de la cual en realidad no se dice el nombre. Para peor de pecadora se la transformó, para denigrarla más, en meretriz y así se formó la edificante leyenda medioeval de una María Magdalena, mujer pública arrepentida, modelo de conversión para todas las mujeres de vida ligera. Leyenda aleccionante sin duda pero que nada tiene que ver con la Magdalena histórica y su substancial papel entre los primeros cristianos. Ni tampoco con las otras dos Marías, a las cuales también los evangelios alaban como otras tantas discípulas.

            Así se presenta nuestra María de hoy, sentada a los pies de Jesús. Sentarse a los pies del maestro era la actitud propia de los discípulos en las escuelas rabínicas, escuelas totalmente cerradas a las mujeres, a quienes estaba prohibido dar ningún tipo de instrucción salvo lo referente a los quehaceres del hogar. Enseñarles a ellas cualquier otra cosa era para los judíos una abominación.

            Jesús no hace diferencias en la transmisión de su mensaje entre varones y mujeres, de allí que los evangelios citen frecuentemente a éstas entre sus seguidores y aún entre sus amistades cercanas, como María y Marta del evangelio de hoy o las hermanas de Lázaro, a quienes no solo no desdeña frecuentar sino que se hospeda en su casa.

            Quizá precisamente para evitar que las mujeres fueran utilizadas en la Iglesia solo en tareas subordinadas, de servicio doméstico ‑como probablemente existía ya la tendencia en la Iglesia primitiva posterior a Cristo‑ es que Lucas recuerda este episodio de la tradición en la cual Jesús subraya la prioridad de la escucha de su palabra sobre la acción, aún a las mujeres.

            Pero ciertamente que no se trata de una enseñanza dirigida solo a ellas, ni una especie de anécdota feminista. Más allá del detalle de que se hable aquí de mujeres, Cristo quiere referirse al comportamiento de todo cristiano, varón o mujer que sea, representado en las actitudes distintas de María y de Marta; y a la necesidad de privilegiar, sobre cualquier otra actividad, el oir a Jesús, la oración, el encuentro con Cristo.

            Pensemos que, en Lucas, nuestro pasaje de hoy sigue inmediatamente a la parábola del buen samaritano que hemos leído el domingo pasado. Allí, ilustrando el mandamiento del amor al prójimo, Jesús proponía la dedicación ejemplar que el samaritano presta al malherido recogiéndolo, curándolo, llevándolo al albergue y pagando todos los gastos.

            Esta parábola es equilibrada en el evangelio de hoy, en relación al mandamiento del amor a Dios, con la necesidad de fundar todo el ajetrearse del cristiano en servicio a los demás con la indispensable oración.

            A una Iglesia que a lo mejor sufría la tentación de realizar toda su acción en la asistencia social, en el cuidado del prójimo, en inestimables actividades exteriores, Lucas quiere exhortarla, recordando este episodio, a la prioridad del momento reflexivo, de la vida interior, de la convivencia serena con el Señor.

            Para nuestros días la enseñanza de Cristo alcanza una dimensión que va más allá de lo puramente religioso. Vivimos en un mundo febril en el cual constantemente postergamos, aún en lo humano, el momento del encuentro, de la reflexión serena, de la conversación amical, de la lectura sabrosa.

            Quien se embarca en el mundo trajinante y poderoso de la economía moderna en cualquier tipo de trabajo o empresa sabe que apenas le queda tiempo para nada. Entre las exigencias laborales y la desazón por conservar el empleo, o por subsistir hasta fin de mes, mantener la familia; o el llevar adelante una empresa cualquiera en medio de los tironeos de la competencia, la voracidad del fisco, las marañas de las leyes y la hostilidad a veces de los asalariados; pugnando entre los llamados de la ética y la necesidad de subsistir en una sociedad acostumbrada al retorno, a la coima, a la deshonestidad y a la competencia desleal; el doble trabajo; la mujer teniéndose que ocupar tantas veces de la familia y también de su propia profesión o empleo; la vida del estudiante focalizada por un futuro incierto, repartido entre el cursar materias, preparar exámenes, atender muchas veces un trabajo, más la vida social y deportiva propia de su edad; los horarios desconcertados de la casa en la cual se come y se descansa a horas distintas; el cansancio de la jornada; el atractivo escapismo de la televisión... nada de ello deja tiempo, pero mucho menos ganas y paz para podernos sentar juntos, conversar, escuchar a nuestros hijos, a nuestra mujer, a nuestros hermanos, a nuestros amigos; ni tampoco para leer, reflexionar, oir música que me eleve y no simplemente que me sacuda en ritmos frenéticos, en instintos animalescos, cuanto mucho en bobadas sentimentales...

            Pero "¡estoy orgulloso!: mis hijos no carecen de un buen colegio, andan bien vestidos, tienen su computadora, tienen el club o el country donde ir a tomar aire y sol los fines de semana. No les hago faltar nada. Mi mujer lleva en su cartera la extensión de mis tres o cuatro tarjetas de crédito; se viste bien, no deja de ir a la peluquería y al gimnasio... Llego, es verdad, rendido a casa, a lo mejor ‑también es verdad‑, malhumorado, ceñudo, sin ganas de hablar, preocupado... como soy un gran tipo quizá lo disimule, pero todos saben: no hay que molestarme" 'Papá ha trabajado mucho por nosotros y no tenemos que fastidiarlo ni preocuparlo, tiene que descansar ...'

            También la mujer, aún la mujer de casa: todo impecable, brillante... Impagable decoradora de su hogar, chef de primera, ecónoma excelente ... Pero ¡cómo reniega, qué trabajo todos le dan!: arreglar la casa, dirigir las tareas domésticas, pools para llevar los chicos al colegio, mañanas o tardes de supermercado, amistades, trámites, asociaciones, movimientos... Ella tampoco tiene mucho tiempo para estar, conversar... y mucho menos con su marido, porque aatiende más a sus hijos que a él; los tiene como pequeños príncipes, que cuando adolescentes se levantan contra ella como desagradables e indisciplinados déspotas, mientras su marido quizá ya se ha encontrado a otra con quien conversar y por quien ser comprendido ... Tampoco ella halla tiempo para pensar, leer, meditar...

            Todo pues es una vorágine de trabajos, de tareas, de estudios, de diversiones, de espectáculos, de sentimientos encontrados, de zapping por la vida... nunca mordemos en lo profundo, en lo hondo, en lo importante. Como no leemos, no pensamos; como no nos juntamos ni nos hablamos, no nos conocemos; como no escuchamos, nunca aprendemos; como no nos detenemos, no disfrutamos, no vivimos...

            Porque todo el bregar y empujar de la vida tiene sentido no por la actividad misma sino por los momentos de encuentro con los que amamos, con las cosas no útiles sino con las bellas, con las que llenan, con las que elevan, con las que nos hacen ser humanos... Sin eso todo lo demás es ruido vacío, cansancio inútil, distracción infecunda.

            Porque el detenernos, el vivir la comunión con los nuestros, el saber perder el tiempo con un amigo, con un libro de poesías, con el pensamiento de un filósofo, con la música de un genio, eso de ninguna manera conspira contra nuestra eficacia el resto del tiempo, sino al contrario. El actuar verdaderamente humano es el que se guía por el pensar. Aún en lo más banal y prosaico ¡cuántas veces el no pensar, el actuar precipitadamente, nos ha hecho trabajar el doble! Como decían nuestras abuelas: "el que no usa su cabeza, por demás tiene que usar sus brazos y sus pies".

            Juan Pablo II acaba de publicar en estos días una Carta Apostólica, Dies Domini, que todos deberían leer y en la cual quiere instar a todos los cristianos al respeto de ese tiempo de contemplación y encuentro por excelencia que es el domingo. Ese domingo tan asediado en su significado auténtico por el mundo contemporáneo. No solo porque convertido en un día de trajín más de idas y venidas hacia las afueras de las ciudades en autopistas atestadas, o en un día de fútbol y de espectáculos, no solo porque en muchos países ya se piensa en suprimirlo como día fijo de descanso y cambiarlo alternadamente por cualquier día de la semana de modo que no haya una sola jornada en que no dejen de producir las fábricas ni funcionar los comercios; sino porque cada vez más ha perdido su sentido de encuentro con Dios y con los nuestros ‑el principal día de la semana‑; para transformarse en un día de descanso al servicio ‑y por lo tanto no ya más principal‑ de los demás días realmente importantes que son los de trabajo. Con ello quedan subvertidos los valores humanos: el trabajo, la producción y el consumo, la actividad, se convierten en fines en si mismos. El valor del estar con, del gozo de los nuestros, del gozo de Dios, del gozo de la belleza, quedan relegados a segundo lugar.

            Y el evangelio de hoy nos dice que aún en lo religioso, la actividad del servicio a los demás tiene que estar fundada sólidamente en la escucha gratuita y placentera de la palabra de Dios, de la oración, de la meditación y contemplación. Y no nos pone de ejemplo una actividad menor o de poca monta. Nos pone como punto de comparación una de las actividades más altas que pueda cumplir un ser humano y ya consagrada por el antiguo testamento, como hemos leído en la primera lectura de hoy: nada menos que la de hospedar. Porque de ninguna manera se desvaloriza el trabajo de Marta: es probable que Lucas lo esté indicando como el tipo de labor más noble que se pueda hacer en este mundo: acoger, servir, hospedar a los que queremos, cuidar de ellos, vestirlos, eso que es muy difícil que descuide un padre o una madre respecto de sus hijos. Pero aún así todo eso ocupa un lugar secundario respecto a lo verdaderamente importante: estar con ellos y, para estar realmente con ellos, estar con Jesús.

            Estar con Jesús es el comienzo y el fin de la vida cristiana. Porque solo la fuerza que nos da el amor de Dios y la luz y serenidad que nos brinda el escuchar y asimilar su palabra puede ayudarnos a llevar en serio e inteligentemente nuestro amor a los demás y nuestras tareas, estudios y deberes cotidianos. ¡Es que no tengo tiempo de rezar, es que vuelvo muerto, fatigado! Aun cuando sea verdad que no tenés tiempo ni siquiera para el diario, para la televisión ‑cosa que dudo‑, justamente por eso es cuando más necesitas rezar, meditar, hallarte con Jesús. Probá hacerlo, aunque digas que no tenés tiempo, y vas a ver como el tiempo, en cuanto comiences a hacerlo, te empieza a sobrar.

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