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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1972. Ciclo A

17º Domingo durante el año
30-VII-72

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 44-52
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo".

Sermón

Dicen que pronto habrá elecciones. Tendremos el honroso deber de ir con nuestra papeleta en la mano a decidir los destinos del país. Y, después de haber hecho nuestra cola y salido del cuarto oscuro, un sellito constatará en nuestras Libretas de Enrolamiento, el que hemos cumplido con nuestra honrada incumbencia de ciudadanos. Con gran satisfacción, después de años de estar sin uso, podremos desempolvar nuestras libretas cívicas y recuperar nuestra dignidad de hombre libres.

Porque, es claro, según la férrea lógica de la magia verborragia de los políticos, parece que mi libertad está estrechamente ligada a un papelito que debo llevar cada seis años al lugar donde me señalen los padrones –y los patrones de turno-.

Pero no quiero meterme en política. El que quiera creer que su papelito, perdido entre otros diez millones de papelitos, garantiza su dignidad personal y su libertad, siga feliz creyéndolo. Por otro lado, además del descanso del día no laborable que las elecciones nos obsequian, la campaña y los resultados suelen ser hasta más apasionante y divertidos que los del PRODE, aunque, a diferencia de este último, los ganadores nunca resultan los que votan.

Pero no a esta clase de elecciones quiero referirme hoy. Porque es verdad que la libertad de elegir se constituye en esta tierra en una de las máximas e inalienables prerrogativas del ser humano; lo que es totalmente falso es que el casi ciego mecanismo electoral me la garantice.

La libertad, la auténtica libertad, poco tiene que ver con votar cada seis años. La libertad no se nos ha dado para alimentar la cuenta bancaria, depositada en paraísos fiscales, de los políticos y, ni siquiera, para que los poseedores de los grandes diarios y agencias puedan expresar libremente su opinión, o que yo pueda moverme sin coacciones -cuando tengo plata y vacaciones, cosa que no suele ocurrir al mismo tiempo- por el ancho mundo.

La libertad es algo más profundo: es el instrumento que Dios nos ha dado a cada uno para colaborar con Él en la obra de nuestra propia creación. Es por medio de nuestros actos libres, nuestras pequeñas y grandes elecciones de todos los días, como nos vamos haciendo hombres o no, y labrando nuestro destino final feliz o desdichado.

Y crean, señores, que así no es fácil ser libres, usar de la libertad. ¡Tantas cosa más sutiles y, por eso, más poderosas que las armas y los campos de concentración quitan la libertad!

No es libre, por ejemplo, aunque no esté encadenado a ninguna celda, el que se deja llevar de las narices por la opinión pública fabricada por los diarios y la televisión, o por la moda o el qué dirán. No es libre el que, incapaz de dominar sus instintos, es movido por la propaganda erótica, hace colas en los cines prohibidos menores de 18 años, es incapaz de sacrificar sus comodidades, busca siempre el camino más fácil, se hace inepto -en sus egoísmos no rectificados por la virtud- para entablar auténtica amistad. No es libre el que ignora objetivos y camino.

Pero esta lista de cosas que quitan la libertad se haría interminable. Hoy, a propósito del evangelio, quiero insistir solo en una de las condiciones indispensables de la libertad, que es la capacidad de decidirse . Y, vean, que, por algo, ‘elegir' y ‘decidir' son dos verbos que suelen utilizarse como sinónimos. Significan prácticamente lo mismo. Pero con una sutil diferencia. ‘Elegir' designa más bien la parte positiva del acto libre: “elijo”: me quedo con este auto, con este candidato, con esta mujer. ”‘Decidir', en cambio, señala más bien la parte negativa: “me decido: me quedo con este auto y no con los otros ; con esta mujer y no con esta otra ; con este candidato y no con los demás”. Y a eso apunta precisamente la etimología de la palabra ‘decidir' que, en latín, ‘de-cidere' significa cortar de arriba a abajo (1), separar, tajar, apartar. Cuando debo elegir un manzana entre diez, al elegirla decido, aparto, las demás; rechazo las otras nueve.

Y crean que esto no es siempre fácil. Porque es evidente que supone una limitación. Se trata obviamente de diez manzanas parecidamente en buenas condiciones: si hubiera una sola buena y nueve podridas allí no habría libertad, tomaría, sin dudar, la buena. Pero no: las diez son buenas. Más grandes más chicas, más ácidas o maduras, más coloradas o verdes, pero todas buenas. Desgraciadamente mi estómago es demasiado chico y solo puedo comer una, debo rechazar nueve.

Elegir una, es fácil; rechazar nueve, no lo es tanto.

¿Recuerdan la fábula del asno que murió de hambre en el medio de dos fardos de pasto porque no sabía a cuál de los dos comer? Su problema no era tanto a cual hincar el diente sino a cual dejar de lado.

Y, por eso, hace pocos años, un filósofo contemporáneo, Erich Fromm , escribió un libro llamado “El miedo a la libertad” en donde mostraba como el hombre de nuestros días teme la libertad, prefiere que el Estado elija por él, justamente porque teme ‘decidir', sacrificar, dejar de lado. Prefiere la indecisión.

Así es; la libertad de elección exige sacrificio, renuncia: si elijo el camino de la derecha, a la vez no puedo tomar el de la izquierda; tengo que renunciar a él. Si elijo ser abogado, eso no quiere decir que necesariamente tiene que no gustarme ser médico o ingeniero, pero no puedo –tengo el estómago demasiado chico- ser las tres cosas a la vez; debo renunciar, con sentimiento, a dos de esas carreras. Tener vocación para una determinada profesión no significa que ésta me guste de tal modo que las demás no me atraigan nada, sino, en última instancia, que la escojo, aún reconociendo a las demás como posibles y abdicando de ellas.

Si elijo casarme con una mujer eso no quiere decir que las demás tengan necesariamente que resultarme horribles o antipáticas –después de unos años de casado resulta precisamente lo contrario- sino que, porque auténticamente no puedo querer sino a una sola, debo renunciar –y para siempre- a todas las demás. Me gustaría casarme, pero también me gustaría ser cura. No puedo las dos cosas, debo renunciar necesariamente a una de ellas. El cura o el monje no es un hombre que deprecia el matrimonio o que no le gustaría casarse, sino que se ‘decide', sacrificando esa posibilidad, con toda libertad, por aquello a lo que se sabe llamado.

De allí que una de las condiciones de la auténtica libertad es saber sacrificarse, abandonar, ceder. El que no sabe hacerlo, el indeciso incapaz de renunciar, no solo nunca podrá ser libre, sino que ni siquiera llegará nunca a nada. Si quiere saber de todo -lo cual es imposible- picoteará en veinte mil libros, veinte mil informaciones y no sabrá nunca bien nada. Si no es capaz de renunciar a cien mujeres y quedarse con solo una, jamás tendrá un verdadero amor. Si quiere saber de jazz, de tango, de ópera, de ballet, de clásico, de pintura y de cine, de astronomía y de electrónica, se convertirá en un charlatán inconsistente. El que mucho abarca, poco aprieta. O una cosa u otra, a riesgo de no tener ninguna.

Porque solo Dios puede elegir todo a la vez. La condición de mi éxito, en cambio, es saberme limitado y -renunciando, decidiéndome- avanzar por el camino de la libertad, sin dudar demasiado en las bifurcaciones del camino. Elegir siempre supone el dolor de desprenderse de otras posibilidades.

Hoy, más que nunca. ¡Vivimos tan rodeados de múltiples ofertas de cosas estupendas en nuestra vida! Es necesario constantemente elegir, decidirse. Es imposible abarcar todo en ningún campo. Ni en el tener, ni en el saber podemos ser universales.

Por eso –como explica Fromm- hay tanta gente indecisa. Necesita que alguien decida por ellos. La propaganda, el caudillo, la mamá, el gabinete psicopedagógico. Así pierden la libertad, creyendo tenerla. Y, en lugar de construirse a si mismos, son lo que los demás quieren que sean.

El problema no es demasiado grande cuando lo que se juega son pequeñas cosas, pequeñas bifurcaciones. Pero lo es cuando se juega el problema de nuestras grandes elecciones y más, de nuestra elección final. Porque, lamentablemente, a veces, no hay más remedio que elegir entre Dios y las cosas atractivas que en ocasiones serias nos prohíbe.

O cuando se nos presenta la opción de la vida religiosa, la decisión entre Dios y las cosas buenas que nos aconseja abandonemos: el matrimonio, la familia, las riquezas, el poder obrar a nuestra guisa.

El que no sabe renunciar está perdido o frustrará para siempre su posibilidad de realizarse plenamente.

El que si, en cambio, está dispuesto a la renuncia, “se parece al que encontró un tesoro escondido en el campo. Va vende todas las cosas buenas que posee y lo compra, con alegría”, exclusivamente, para siempre.

[Tenemos hoy la satisfacción de acompañar a dos jóvenes que han sabido decidirse, han renunciado a todos los demás varones y mujeres que estaban dentro de sus opciones elegir, para darse exclusivamente y para siempre el uno al otro. Que este decidirse gozoso, condición indispensable de su amor cristiano, no les pese nunca y sepan seguir juntos dichosamente su camino hasta el final.]

1- Incidir, de la misma raíz, ‘in-cidere', significa cortar hacia adentro.

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