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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1973. Ciclo B

17º Domingo durante el año
29-VII-73

Lectura del santo Evangelio según san Juan   6, 1-15
Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía curando a los enfermos. Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a él y dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?» El decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan» Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?» Jesús le respondió: «Háganlos sentar» Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron. Cuando todos quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: «Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada» Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada. Al ver el signo que Jesús acababa de hacer, la gente decía: «Este es, verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo» Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña.

Sermón

Cuentan que, cierta vez, el Cura Brochero, explicando a sus cordobeses el milagro que acabamos de escuchar se confundió en los números: “Miren Vds. el poder de Cristo que, con cinco mil panes y dos mil pescados dio de comer a cinco hombres”. Y ahí nomás saltó el sacristán, que estaba sentado debajo del púlpito, y comentó en voz alta: “¡Eso lo hago yo también!” Con lo cual varios se rieron y el cura se abatató todo y dejó la prédica para seguirla otro día. Al domingo siguiente, para no equivocarse, llevaba los números escritos en un papel y comenzó: “Como les iba diciendo, Jesucristo con cinco panes y dos peces dio de comer a cinco mil varones”, a lo cual el sacristán gritó de nuevo: “¡Eso lo hago yo también!” “¿Cómo, sacristán sacrílego?” gritó Brochero. “¡Con lo que sobró el domingo pasao!”, respondió el sacristán, que era un chinito ladino.

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El hecho es que nos encontramos hoy con uno de los milagros más conocidos de Jesús y mejor atestiguado por los evangelistas. Los cuatro lo mencionan. Y, realmente, debe haber impresionado a todos. Con cinco panes de la época, redondos, chatos, más o menos de la forma y tamaño de una pizza, alimentar a una multitud por lo menos diez veces más grande que la que está reunida ahora en esta iglesia. Y eso que se cuenta solamente a los varones; los orientales no contaban a las mujeres y a los niños.

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Panaderos del antiguo Egipto

Pero no vamos a hablar hoy de este milagro ni de ningún milagro. Porque vean, un poco como el sacristán de Brochero, los milagros hoy no impresionan demasiado a nadie.
Recuerdo, hace unos años, cuando estrenaron una vista sobre la vida de Cristo, “La Historia más grande jamás contada” (“The greatest story ever told”, 1964), película yanqui. Qué esfuerzos artísticos había realizado el director George Stevens para hacer conmovedores y persuasivos algunos milagros: la curación de un paralitico, de un ciego, la resurrección de Lázaro, resaltados por encuadres especiales, rostros asombrados en primer plano, música imponente.

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No se si al resto de los espectadores, pero lo que es a mi no me impresionó en absoluto. Y preguntándome más tarde el porqué de mi falta de reacción, de asombro, me contesté que nosotros, entre otras razones, hombres de la segunda mitad del siglo XX, estamos ya ahítos de maravillas como para impresionarnos por un milagro más o menos: hombres en la luna, ojos electrónicos en Marte, corazones artificiales, imágenes que vuelan por el aire y llegan a nuestras casas en una pantalla, ordenadores, trasplantes de órganos. Estamos demasiado saturados de prodigios y milagros cotidianos a la vista de todos como para conmovernos por dos o tres episodios más o menos raros en el mundo religioso.

Por otra parte, pienso que es mala política, cuando se presenta la religión cristiana a los ojos de los no creyentes o aún de los creyentes, insistir en los milagros, fomentar el gusto por lo prodigioso, enseñar a la gente a pensar que Dios está ahí dispuesto a hacer portentos a troche y moche para sacarnos de los apuros terrenales en que tantas veces, por tontos, nos metemos.
Que ha habido y hay milagros ¿quién lo duda? Allí están, fidedignamente históricos los de Cristo y sus apóstoles. Ahí están los que, a través de dos mil años de historia adornan en la Iglesia su condición divina. Ahí están hoy, perfectamente comprobados los de Lourdes, Fátima, el Padre Pio y tantos otros que se utilizan, entre otras cosas, para avalar los procesos de beatificación y canonización de los santos.
Pero de ninguna manera el catolicismo se reduce a eso. Ni siquiera es su aspecto principal. Jamás se le ha ocurrido a la iglesia hacer la competencia a la Asociación Argentina de Magos, ni a los curanderos, ni manos santas, ni a los espiritistas, ni a las escuelas Basilio, ni a los brujos modernos de la técnica, ni a los hechiceros de la ciencia, ni a los encantadores de la política. Allá ellos con sus prodigios, milagros y portentos.

Jesús no vino a solucionar con milagros nuestros problemas mundanos. No arregló, sin duda, el problema del hambre en el mundo. Ni siquiera el de su época y de su pueblo. Del millón y medio de judíos que vivían en su tiempo, en Palestina, alimentó –y solo un par de veces‑ a cinco mil sujetos. Y ¿a cuántos curó de sus enfermedades? ¿a cuántos resucitó? Si a eso hubiera venido, realmente Jesús fue un fiasco. Más eficaz que Él ha sido la FAO, la ciencia médica.
¡Y pensar que algunos cristianos tercermundistas, marxistas, pretenden utilizar este pasaje, este milagro de Jesús, para sustentar la doctrina de que, así como Cristo alimentó a sus hambrientos oyentes, así los cristianos primero deben colaborar con la revolución social, hombro a hombro con los comunistas, para que, una vez repartidos entre todos los bienes de los ricos –y eso si que será un milagro de multiplicación porque yo no se qué se va a repartir si no se trabaja y se produce- una vez –digo‑ todos con el estómago lleno por obra y gracia de Allende y Castro, entonces recién sí podrá predicárseles el evangelio –¡si los dejan, chorlitos!‑. “Busquen primero el Reino de Dios y lo demás se les dará por añadidura” decía el Maestro. Y en realidad la multiplicación de los panes, dicen los evangelios, fue después de la proclamación del Reino, no antes, por lo cual este pasaje no puede avalar de ninguna manera la falsa posición de estos cristianos de izquierda. Y tanto la función de Jesús no era económica ni política que –en este mismo pasaje‑ cuando, golpeado por el acontecimiento de la multiplicación, el pueblo quiere hacerlo rey, el Señor huye a la montaña. “Entonces Jesús, dándose cuenta de que iban a apoderarse de él para hacerlo Rey, huyó otra vez, solo, a la montaña.
Y, pocos versículos más adelante, reprocha a la multitud que lo buscaba: “Vds. me buscan no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse.”

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LOMBARD, LAMBERT - flamenco, 1505/6-1566

Se cuenta en la historia de las misiones protestantes en la China que la única manera que tenían los pastores de atraer prosélitos era brindándoles un plato caliente de arroz todos los días. Cuando, por problemas políticos, estas misiones dejaron de recibir el grano, los prosélitos desaparecieron.

No porque vieron signos” Y en esta palabra ‘signo’ está la clave de todo esto. Vean que a los acontecimientos fuera de lo común que realiza Cristo, el evangelista Juan jamás los llama ‘milagros’, sino, justamente, ‘signos’, ‘semeion’, en griego, es decir: algo que, además de su apariencia externa, apunta a un sentido más hondo, a un significado más allá de esa apariencia. Como las letras ‑que en realidad son un dibujo artificial escrito en el papel‑ que más allá de su factura y su trazo quieren decir algo, apuntan a una idea que quien no tiene la clave de esos signos gráficos no pueden alcanzar. O el género coloreado de un trozo de tela que, concebido como bandera, simboliza a una determinada nación o club, más allá de sus colores y forma.

También en Cristo los milagros apuntan a algo más adentro, más profundo que el hecho externo que perciben nuestros sentidos y registran nuestros ojos. Más allá del prodigio, el milagro es ‘signo’ de la gloria, del poder, de la divinidad de Jesús.
La índole simbólica de estos milagros es clarísima en el Evangelio de Juan. A cada discurso importante de Jesús lo hace preceder de un milagro, de un ‘signo’, que tiene relación con el discurso siguiente que le presta el significado real. Después de la conversión del agua en vino en Caná -¿recuerdan?‑ viene el discurso de Jesús a Nicodemo hablándole no de la capacidad de Cristo de ser un refinado sumiller, sino del poder del agua del bautismo. A la curación de un enfermo sigue su prédica sobre la verdadera Vida, la verdadera Salud o Salvación. Salvación no solo que viene de El sino que es Él mismo: “Yo soy la Vida”. Luego de devolver la vista a un ciego, tiene lugar el hermoso discurso sobre la luz: Cristo luz del mundo. Y, en este capítulo, a renglón seguido del milagro de la multiplicación del pan, Jesús habla del ‘verdadero pan’ que es El, Jesús, en su ser humano y en la Eucaristía. Si tienen en casa los evangelios, ahora cuando regresen a sus hogares lean con los suyos, antes de almorzar, todo el capítulo 6 de Juan. Así se darán cuenta mejor de lo que digo y sobre el estilo de este evangelista.
A cada valor natural, terreno ‑vida, salud, luz, pan‑ Cristo superpone uno de índole superior: Vida, Salud, Luz, Pan, sí, pero con mayúsculas.
Y es a ese Pan con mayúsculas, que es Cristo, que es la Eucaristía, a donde apunta el milagro, el ‘signo’ de hoy.

Que queden tranquilos los panaderos –y los médicos y los oftalmólogos‑ ni Jesús ni la Iglesia vienen a hacerles competencia desleal. El pan de esta tierra, pan de la vida perecedera que pronto terminará, no se consigue con milagros, ni con promesas de políticos, ni con intervenciones eclesiásticas, sino con trabajo, con esfuerzo, con solidaridad. Es otro pan el que ofrecemos: Pan con mayúsculas de Vida con mayúsculas: Pan para la eternidad.
Pan que viene milagrosamente multiplicándose desde hace dos mil años sobre los altares y que, ahora, para Vds., en las palabras y gestos del sacerdote, Jesús volverá a multiplicar.

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