Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 44-52
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo".
Sermón
¿Recuerdan aquella fábula del asno que, entre dos fardos de pasto, se murió de hambre por no decidirse sobre cuál de los dos comer? Y su problema no era tanto cuál debía elegir, sino cuál de los dos dejar de lado.
En toda opción sucede lo mismo: cuando escogemos una cosa, un objeto, un camino, estamos desechando otros. Es el problema inherente a nuestra condición de creaturas, de seres limitados. No tenemos ni tiempo ni capacidad para tener de todo, ser de todo, hacer de todo. Nos encontramos constantemente frente a bifurcaciones de camino que no podemos transitar al mismo tiempo; tenemos que elegir el uno o el otro. Si vamos por el de la derecha hemos de renunciar a marchar por el de la izquierda. Si tomamos el de la siniestra hemos de descartar el de la diestra. Imposible transitar los dos a la vez. Y si no sabemos dejar el uno o el otro, nos quedaremos indecisos, como el asno, en la encrucijada; y no avanzaremos más.
De allí que la realización del hombre y de todo hombre pasa necesariamente por la renuncia, porque toda elección, toda opción implica una ‘decisión’, un abandono. Si quiero ser ingeniero, he de renunciar a ser médico, a ser abogado, a ser contador, a ser cura. No puedo ser todo a la vez. Y si, como en algunos casos, estudio dos o tres carreras, nunca –dispersas mis fuerzas‑ voy a ser gran cosa en ninguna de ella.
Algunos se parecen en la vida a esas empresas de turismo que, en veinte días, prometen hacer conocer a los pasajeros toda Europa. Un día en las ciudades importantes, una hora en las menos importantes. A los saltos, de un Boeing al otro. Acaba el viaje y podemos afirmar que se vio de todo y no se vio nada. Claro, después podemos decir “estuve aquí, estuve allá” pero ¿no hubiera valido más, si hubiéramos querido en serio aprovechar el tiempo, quedarnos los veinte días en Roma o en Florencia o en París? Pero, es claro, ¿Quién renuncia a decir que estuvo también en Nápoles, en Chartres, en Burgos, en Taormina? “Sí, por supuesto, ¡estuve allí también”! Veinte segundos. Tontos. Han visto de todo y no han mirado nada; aprenden de todo y no saben nada.
Pero, a medida que avanza la vida, más es necesario determinarse, elegir, renunciando optar. El inmaduro, el espíritu adolescente es aquel que aún no ha encaminado su marcha hacia un determinado norte, aún picotea sin rumbo en los senderos de la vida, gusta de una y otra flor sin decidirse por ninguna. Y eso cuando uno es niño está bien, porque evidentemente antes de elegir hay que probar aunque más no sea con el deseo un poco de todo, conocer al menos ‘grosso modo’ cuáles son los caminos posibles, estudiar el mapa a vuelo de pájaro para saber que derrotero emprender. Pero ese estado no puede prolongarse indefinidamente: signo de madurez y de adultez es, finalmente, escoger.
En todos los órdenes de la vida. También en el del amor signo de madurez es la exclusividad. Cuando despertamos a la adolescencia nos enamoramos un poco de todas las mujeres, pero, a medida que crecemos, vamos reduciendo nuestras preferencias. Nos gustan más bien las rubias, o más bien las femeninas o delicadas o las de temperamento fuerte o las alegres o las calladas. Y, más adelante, son tres o cuatro las que gozarán de nuestras preferencias. Hasta que un día, en la plenitud y madurez del amor, elegimos a una y para siempre –y no solo llevados por el gusto o el sentimiento‑. ¿No es acaso la figura de Don Juan el paradigma literario del inmaduro, del fracasado sentimental? ¿Y no será la clave de su fracaso el que, porque no ha sabido renunciar a las ‘muchas’, no ha podido encontrar nunca el verdadero amor en la ‘una’?
Vean: hasta en las cosas más nimias, elegir y renunciar es condición de plenitud y aún de gozo. Imagínense que aburrido sería si uno fuera a la vez de Boca y de Ríver, es como si no fuera de ninguno de los dos. Para gozar del juego no a la manera de un crítico sino de un hincha hay que ser de uno u otro. No hay más remedio.
La aceptación de nuestros límites, la renuncia, es la condición indispensable del éxito y la realización. Somos seres temporales y nuestro vivir está recortado en un inicio y un acabose bien acotados.
Y tanto más la renuncia es necesaria cuánto más alta y lejana es la meta que gozaremos. Quien no sabe esperar ese gozo y luchar por él, quien no es capaz de ser paciente, de ‘postergar la gratificación’ ‑como dicen los psicólogos‑ buscando satisfacciones inmediatas nunca llegará a nada grande y verdejamente bello en su vivir.
Si quiero estudiar debo renunciar a la diversión. Si quiero venir a Misa debo renunciar a la calefacción. Si quiero a Marta debo renunciar a Juana, a Elena y a Dolores. Si quiero leer a Cervantes debo renunciar a Intervalo. Todo no puedo a la vez. El que mucho abarca poco aprieta. Mi estómago es demasiado pequeño: en el menú de la vida, si quiero gustar en serio de dos o tres platos he de saber abdicar del resto de la carta.
Y, porque, en general, el mundo moderno no educa al hombre en la renuncia –a los chicos hay que darles todos los gustos, concederles todos los deseos, dejarles hacer de todo, no privarlos de ningún capricho ¡no vaya uno a crearle traumas!‑ y porque, además, la abundancia de bienes y posibilidades es cada vez mayor, es por ello que nos encontramos con cada vez más gente indecisa, necesitada que alguien elija por ellos para poder optar. Desde la mamá que ha de acompañarnos para ver qué corbata nos compramos, pasando por el psicopedagogo que elige la carrera por nosotros, hasta el líder o el Estado que nos evitan el trabajo de escoger
“El miedo a la libertad” –que lo llamaba Erich Fromm‑ y que, en el fondo, no es sino el temor a las decisiones que implican renuncias.
También el camino cristiano implica renuncias. Y, por eso, quizá, haya hoy tan pocos que vivan en serio su cristianismo. ¡Tantas cosas nos pide Cristo que abandonemos! Pero sería falso concebir el cristianismo solamente desde el punto de vista de la renuncia, de lo que se deja o abandona. Error de tantos que lo ven como un ‘no tal cosa’, ‘no tal otra’. Porque el aspecto negativo del cristianismo, las renuncias que implica como cualquier otra opción vital, no son sino la cara de ‘no’ que tiene todo ‘sí’.
Y lo importante no es lo que se deja, sino lo que se obtiene: la amistad con el Bien absoluto, el gozo de la fraternidad con Cristo, la plenitud del encuentro con Dios, la alegría maravillosa de la vida henchida de divinidad, la Esperanza aún en los más pavorosos momentos de esta vida, la exultación sin fin de la eterna salvación.
Optar de una buena vez por Cristo de plenitud de sentido y de luz para nuestra existencia en nuestra vida no es emprender un camino de tinieblas y dolores, es poner ‑en la serenidad profunda de la espera del encuentro final‑ todo nuestro ser, nuestros talentos y nuestros bienes al servicio de este Fin superior y maravilloso. Fin que podrá implicar el sacrificio de bienes subalternos e inferiores pero que aún a los bienes de esta vida y que el Señor no impide disfrutar los potenciará de significado y de gozo.
Porque “el Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. Un hombre lo encuentra y lleno de alegría vende todo lo que tiene y compra el campo”.
[No dicho: Por ejemplo a veces vienen novios o novias insatisfechas, molestas porque la moral cristiana les prohíbe ciertas ilícitas manifestaciones de cariño. Pero “¡Señorita! No se fije en las pequeñas satisfacciones sensibles a las cuales está renunciando. No es simplemente porque no haya que hacerlo. Porque es pecado u ocasión próxima de pecado. Fíjese en los positivo: pequeñas renuncias que implican la empresa noble y alborozada de construir un gran amor, un amor en serio, un amor propio de seres humanos y de hijos de Dios que le devolverá el ciento por uno las pequeñas cosas de las cuales durante su noviazgo se ha privado.]