Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 1-15
Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía curando a los enfermos. Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a él y dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?» El decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan» Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?» Jesús le respondió: «Háganlos sentar» Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron. Cuando todos quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: «Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada» Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada. Al ver el signo que Jesús acababa de hacer, la gente decía: «Este es, verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo» Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña.
Tierra Santa evoca, a todos los cristianos, los lugares geográficos donde se desarrollaron los acontecimientos históricos del Antiguo y Nuevo Testamento. Las peregrinaciones y las guías turísticas llevan a los pelegrinos a los lugares donde tradicionalmente su ubicaron los hechos sagrados, sobre todo los de la vida de Jesús.
Pero, la verdad es que, aparte las líneas generales del paisaje –por otra parte muy cambiado en cuanto a vegetación y clima- la localización precisa de los lugares, excepto contadas excepciones, no siempre es arqueológicamente segura. La total destrucción de Jerusalén después de las tomas de la ciudad de los años 70 por Tito y la del 164 por Adriano -que la arrasó hasta los cimientos- la hizo casi irreconocible.
El mismo Adriano hizo aplanar el monte calvario y construyó sobre el sitio un templo pagano dedicado a Venus. Relatos legendarios atribuyen a Santa Elena el haber tenido que recurrir a un milagro para volver a autenticar el lugar.
En el 614 Jerusalén, que ya era una ciudad bizantina, fue destruida nuevamente por los persas, que también la arrasaron. Reconquistada por el emperador Heraclio , fue, a los pocos años, tomada por los musulmanes. En los siglos siguientes diversas sectas islámicas antagonistas entre si la expugnaron en varias ocasiones, causando enormes destrozos.
En el 1099 volvió a manos cristianas por obra de los cruzados. En el 1189, la sitió y tomó Saladino y ya no volvió más a sus legítimos dueños, los cristianos. Siguió empero sufriendo, hasta nuestros días, distintos avatares bélicos destructivos, así como profundas reformas edilicias.
Tradiciones tenaces ubican, empero, algunos lugares, que, a veces, la arqueología avala. Otros son fruto de la piedad de los peregrinos que, ingenuamente, aceptaban cualquier indicación de los guías locales.
Estos peregrinos y cruzados contribuyeron no poco a la desfiguración del paisaje. Si Vds. viajan a Pisa visitarán seguramente, junto con la torre inclinada y el baptisterio, el célebre Campo Santo y tendrán que saber que la tierra que rellena su jardín central proviene de lo que quedaba de la colina del calvario. Toneladas de tierra, fueron transportadas desde Jerusalén a Pisa en una flota enviada allá con ese propósito. Lo mismo la llamada “casa de Nazaret” que, si no se quiere aceptar la leyenda del milagro de su vuelo, fue desmontada, transportada y vuelta a montar en Loreto .
Pero, quizá, uno de los lugares mejor atestiguados arqueológicamente es precisamente éste del cual habla hoy nuestro evangelio: Cafarnaúm , a orillas del lago de Tiberíades , provisto, en aquel entonces, de un puesto aduanero, por estar situado en la frontera de las tetrarquías de Filipo y Herodes Antipas –en ese puesto estaba Mateo cobrando los derechos-. También había allí un destacamento militar. Según los evangelios era el lugar natal de Pedro y Andrés , que Jesús eligió, después de dejar Nazaret, como centro de sus actividades durante su ministerio en Galilea.
La última noticia histórica que tenemos de Cafarnaúm es del año 1187, cuatro de julio, cuando ocupadas Magdala, Cafarnaúm y Tiberíades por Saladino, las tropas cristianas hicieron un último y desesperado esfuerzo por contener allí al Islam. Ese día mil doscientos caballeros francos y de las órdenes de los templarios y hospitalarios, mal conducidos por el rey de Jerusalén, Guy de Lusignan -y su arzobispo de Acre llevando la reliquia de la Cruz-, casi muertos de sed por falta de agua se lanzaron desde las colina de Hattim , a cuatro kilómetros de Cafarnaúm, a la carga contra 60 000 guerreros musulmanes. Por supuesto que aunque por un momento hasta pareció que eran capaces de vencer, fueron barridos a flechazos, aniquilados. Los que quedaron desarmados o malheridos de las órdenes militares, decapitados por orden de Saladino. “Que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”.
La reliquia de la Cruz –que luego desaparece- es vista por última vez entrar en Damasco, arrastrada por el suelo atada a la cola del caballo de un jeque. Esa batalla, de hecho, fue el fin del dominio cristiano en Palestina.
A partir de entonces Cafarnaúm desaparece literalmente del mapa. Con el tiempo, sobre sus ruinas, se fue acumulando la tierra, el polvo y la arena y se formó un típico Tel –como se denominan esas pequeñas mesetas que en oriente siempre indican el emplazamiento de una antigua ciudad enterrada-. Tel-Hum se llamaba ya en nuestras épocas y, desde hacía tiempo, se indicaba como una de las posibles localizaciones de Cafarnaúm.
Hacia los años 50 se iniciaron excavaciones arqueológicas y la euforia fue grande cuando se descubrieron los restos de una antigua sinagoga que, en seguida, se pensó que era aquella en donde Jesús había predicado tantas veces. Entre otros, el discurso que hemos escuchado hoy.
Cuando progresaron las investigaciones y se pudo reconstruir bien la planta del edificio se constató que, en realidad, la construcción era del siglo II-III después de Cristo. Es, de todos modos, la que hoy pueden ver los peregrinos y turistas. Pero los arqueólogos han comprobado que este edificio está construido sobre los cimientos de una sinagoga más antigua de la cual se conservan diversos materiales: ciertamente aquella en donde enseñó nuestro Señor.
Pero el hallazgo más extraordinario se realizó allí en el año 1974 cuando, frente a la sinagoga se descubrieron los restos de una iglesia de planta octogonal de mediados del siglo V y, continuando las excavaciones debajo de ella, se halló una enorme habitación, con tres capas de revoque, fragmentos de lámparas votivas y multitud de inscripciones de la segunda mitad del siglo I, con invocaciones dirigidas a Pedro. ¡Se había descubierto la casa del primer Papa!
Cuando terminaron las investigaciones apareció que esta casa formaba parte de un conjunto mayor. Parecería que las familias, entonces, vivían agrupadas en clanes alrededor de un patio común. Las construcciones eran de basalto y los techos de paja y barro. Había una sola puerta al exterior con cierres, mientras que las habitaciones daban al patio y estaban siempre abiertas. La de Pedro es una de las más cercanas al lago y su construcción data del siglo I antes de Cristo. Es evidente, por las inscripciones que, después de la muerte de Pedro, la casa se convirtió en centro de la comunidad cristiana local. En ese patio enseñó y curó también, muchas veces, el Señor.
Allí estamos, pues, ciertamente, palpando los lugares pisados por Cristo y las paredes vibradas por el sonido de su voz.
Esa voz siempre viva y que hoy vuelve a resonar entre nosotros desde el testimonio de los evangelios. Él es –dice- el Agua viva, Él es la Luz, Él es la Vida, el Buen Pastor, la Puerta, el Pan de vida que, en el misterio del Dios hecho carne, viene a regalársenos. Porque, fíjense, que en esta parte del discurso del ‘pan' que hemos oído, Cristo no esta hablando todavía de la eucaristía: está hablando de Sí mismo.
Los judíos le reclamaban que volviera a multiplicar el pan, que reeditara el prodigio del maná. Le piden proteínas, vitaminas para su salud terrena.
Y Jesús les responde, aunque ellos no le tienden ni les importa, que Él viene a darles mucho más. No el alimento que sirve para conservar algún tiempo la vida en este mundo, por la que tanto nos matamos y, al final ,siempre se arruga y encanece, sino el capaz de vivificarlos con Vida eterna. No vida humana, sino Vida de Dios.
Y ese alimento no es nada que Jesús pudiera concedernos sacándolo del bolsillo o de su chequera. Sus favores o sus milagros o sus beneficios -razones mercenarias en las cuales muchos que se dicen cristianos fundan su adhesión a Jesús- sino Él mismo. Su amistad, Sus palabras, el ejemplo de Su Vida.
Él es Pan, en el sentido plenísimo de que da la Vida verdadera. Y, aún hecho Eucaristía, comerlo no es masticarlo y tragarlo con la boca, sino con el corazón. Tratar de conocerlo cada vez más y quererlo –en meditación y plegaria- y, oyendo sus palabras e imitando su vida de pan entregado a los demás, transitar el camino que lo llevó a la Resurrección.
Es lo que nos sigue diciendo Jesús, no desde las piedras muertas de Cafarnaúm, sino desde las piedras vidas de su Iglesia.