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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1995. Ciclo C

17º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 11, 1-13
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos» El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación» Jesús agregó: «Supongamos que algunos de vosotros tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: "Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle," y desde adentro él le responde: "No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos" Yo os aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario. También os aseguro: pedid y se os dará, buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Hay entre vosotros algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!»

Sermón

              Después de la última insurrección judía Jerusalén, con sus primeros monumentos cristianos había sido arrasada al suelo en el año 135, por Adriano. Sobre los restos calcinados el emperador mandó construir una nueva ciudad Aelia Capitolina, donde estaba prohibido residir a judíos y cristianos, hasta que el edicto de Milán, en el 315, promulgado por Constantino, a la vez que declara la libertad del culto católico, devuelve a la ciudad su antiguo nombre, Jerusalén.

            Poco a poco se reconstituye el clero, se desentierran los viejos lugares de culto cristiano y la población se convierte a Cristo. Hacia el año 348 tienen la gracia de que les fuera nombrado obispo un hombre excepcional: de una fe a toda prueba, valeroso, inteligente, fogoso pastor y orador: Cirilo de Jerusalén. En su azarosa vida, en lucha contra la herejía arriana, hacia la cual se inclinaron tantos obispos y emperadores, Cirilo jamás bajó la frente. Hasta el punto que fue arrojado de su sede por tres veces. La primera, por un concilio reunido en Jerusalén en el año 357, cuando debió refugiarse en Tarso. Restablecido por el concilio de Seleucia, al año siguiente Acacio metropolitano de Cesarea vuelve a expulsarlo. De regreso en el 362, el emperador Valente lo priva por tercera vez de su sede. Permanece en el exilio once años, hasta que, después de la muerte de Valente, retorna a Jerusalén en el 378. Muere hacia marzo del 387.

            Frente al desconcierto que producían las distintas ideologías y errores en la grey católica, Cirilo comprende la necesidad de la instrucción de sus fieles, y probablemente sus escritos más importantes los constituyan precisamente los apuntes de las grandes lecciones de catequesis que impartió, en la cuaresma del 348, a los candidatos al bautismo, en la basílica del santo Sepulcro de Jerusalén.

            Son piezas magníficas, que aún hoy causa admiración y edificación leer, en donde lleno de unción y estupendamente, expone la belleza y coherencia de las principales verdades de nuestra fe. Pero esta catequesis de Cirilo no se crea fuera catecismo a la manera que hoy se suele dar, casi para bobos, sino verdaderas lecciones de teología en donde surge a cada paso el respeto que tiene Cirilo por la profundidad y altura de las verdades de nuestra fe. Tanto que es una de sus características la advertencia de no exponer fácilmente esas cosas a cualquiera. Recomienda la llamada disciplina del arcano -disciplina arcani-: estas verdades no han de mostrarse sino a aquellos que están en disposición moral e intelectual de aceptarlas; no dar margaritas a los cerdos, ni a las revistas de cuarta, ni a los almuerzos con Mirtha Legrand, ni a las mesas redondas con cualquiera y, al mismo tiempo, acercarse con temor reverencial a estas luminosidades que provienen del mismo ámbito de lo sagrado, de lo divino. Y tampoco -sostiene Cirilo- cualquiera torpemente puede referirse a las enseñanzas de la fe si no es idóneo para ello.

            Las catequesis de Cirilo consisten en 24 lecciones, de las cuales las 19 primeras, explicando el Credo, servían de preparación a la solemne recepción del bautismo la noche de Pascua. A estas lecciones podían asistir todos los realmente interesados, eran semipúblicas. Pero las que venían después, las cinco restantes, se daban a puertas cerradas y solo podían escucharlas los bautizados. Servían para instruir a los neófitos en los restantes sacramentos o misterios, de allí que se llamaran catequesis mistagógica, es decir catequesis conductora al misterio. De más está decir que, si en todo se imponía la disciplina del arcano, tanto más en estas lecciones mistagógicas, que estaba totalmente vedado revelar a cualquiera.

            Pues bien, es recién en la última de estas lecciones mistagógicas, la más arcana, donde Cirilo instruye a los bautizados en la oración del Padre nuestro, como si fuera la culminación y cierre de toda esta enseñanza.

            La mayoría de nosotros, al contrario, hemos aprendido a rezar el Padre nuestro, antes inclusive de alcanzar el uso de razón, de tal manera que pertenece más a la subconciencia, por no decir inconsciencia, de nuestro ser cristiano que a una verdadera proclama profunda de fé como lo era en los viejos tiempos. Es la oración que sabe todo el mundo, que se repite maquinalmente sin ningún contenido, al modo de un mantra o de un ensalmo, la marca del fin de la decena del rosario, la oración que, cuando cambiaron en ella dos o tres palabras que no variaban el sentido, nos molestó porque herían nuestro acostumbramiento...

            No era así en las primeras épocas, como nos lo muestra Cirilo, pero también como lo indican las solemnes introducciones que aparecen en la milenaria liturgia católica, en donde el Padrenuestro de la misa es precedido por advertencias de este tipo: "siguiendo los preceptos del Señor y sus divinas enseñanzas nos animamos a decir..."; el latín es más fuerte aún: "audemus dicere" "osamos decir, nos atrevemos a decir": "Padre nuestro..."

            La liturgia maronita reza: "Dígnate Señor ahora concedernos que sin temeridad nos atrevamos a decirte: Padre nuestro..." O, la liturgia bizantina, "Haznos dignos, Señor, para que con confianza, sin reproche, nos podamos atrever a invocarte, Dios altísimo, como Padre y decirte: Padre nuestro..."

            Sí, respeto reverencial hacia el Padre nuestro, patrimonio de la antigua iglesia y que hoy hemos dejado de lado: "Tomados todos de las manitos digamos alegremente juntos la oración de los hermanos..."

            Pero vean, el mismo Lucas, en el evangelio de hoy, pone al Padre nuestro casi como la condensación esencial de la doctrina de Jesús. Es algo que Jesús enseña no a todo el mundo sino al pequeño grupo de sus discípulos y lo hace formalmente al pedido expreso que le hacen: "Señor: enséñanos a orar".

            Un lector desprevenido podría pensar "bueno, están solicitando a Cristo que les de algún método de oración, que los introduzca en la meditación, en la vida de piedad..." Así entendería yo a algún fiel que me dijera "Padre, enséñeme a rezar". Lo instruiría sobre las formas diversas de la oración cristiana.

            Pero no es el caso, porque los que le están pidiendo a Jesús "enséñanos a orar" no son de ninguna manera ignorantes en la vida de oración: eran judíos acostumbrados desde su infancia a saber múltiples oraciones aprendidas en la sinagoga, y decenas de salmos... Ningún judío desconocía en esa época como y qué rezar.

            Pero es que la oración entre los judíos no era una forma de descubrir a Dios nuestras necesidades ni de llamarle la atención frente a nuestros problemas: cualquier judío sabía perfectamente que Dios conoce nuestras carencias y deseos sin necesidad de que los expresemos con nuestros labios. La oración judía recitada, más que un desplegar a Dios ambiciones que el no conociera, era una pedagogía apta para enseñar al que rezaba cuáles eran las cosas que debía realmente querer.

            Eso es lo bueno -cuando no hacemos meditación formal sobre algún texto sagrado o alguna verdad de nuestra fe- del recitar las oraciones escritas por los santos o la oración oficial de la Iglesia. Porque orar, como digo, no es en primer lugar expresar sentimientos y aspiraciones que Dios ya conoce antes de que los pronunciemos, sino sobre todo modelar nuestros querer según el querer divino, aprendiendo en la oración de la Iglesia a aspirar a los verdaderos bienes, a aquella cosas que debemos buscar si queremos ser verdaderamente cristianos, al mismo tiempo de que nos ponemos en la actitud humilde del que pide por gracia lo que solo de Dios puede venir.

            Así, las oraciones de los diversos grupos religiosos judíos eran como una síntesis de los objetivos últimos que proponían a sus seguidores. Los zelotes por ejemplo rezaban una oración que pedía el advenimiento pronto de un rey liberador; los fariseos una que solicitaba el arte de cumplir la ley; Juan una oración que pedía el poder escapar a la ira de Dios... Eran como las proclamas, los programas, las plataformas electorales de cada uno...

            De tal modo que los discípulos, que tanto habían rezado los salmos e ido con Jesús a las sinagogas y al templo a orar con él, no desconocían de ninguna manera el arte de la oración, sino que le estaban como diciendo: "bueno, de todas las cosas que nos has enseñado, ¿qué es lo más importante, qué es lo central de los objetivos a los cuales debemos aspirar para ser tus discípulos..?

            Y allí viene como respuesta la maravilla de la oración de Jesús, con la síntesis de nuestra esperanza, con aquellos fines o medios necesarios que deben conformar toda nuestra existencia, todas nuestras acciones... Cada petición del Padrenuestro pues debería ser largamente meditada...

            Pero quizá lo central de esta oración, su novedad absoluta, el descubrimiento y enseñanza más sublime, sea simplemente el de su primera invocación: Padre...

            También a ello estamos tan acostumbrados que nos resulta casi irrelevante dirigirnos a Dios con este nombre. Pero vean, en la época de Jesús y en todo el antiguo Testamento nadie se había atrevido a tanto. Alguna vez se había dicho que Jahvé era el padre de Israel o del rey, pero siempre metafóricamente, a la manera como el pintor o el compositor es padre de su obra... Nunca un judío hubiera osado decir a Dios: "padre mío". No Yahvé es 'mi Creador', en todo caso yo soy 'hijo de Adán', cuanto mucho, y a mucha honra, 'hijo de Abrahán'; pero hablar de ser hijo de Dios, suena a blasfemo; o recuerda peligrosamente mitologías en donde se confunde a Dios con el universo o con la humanidad y el hombre por lo tanto es naturalmente divino...

            Pero ese es precisamente el mensaje fundamental de Cristo: no que el hombre sea naturalmente dios -de por si es pura creatura, hechura de las manos de Dios, producto de la naturaleza- sino que por la fe y el bautismo es capaz de ser realmente adoptado por Dios y entrar a formar parte de su familia. Elevarse desde lo humano y conseguir la participación filial de Cristo.

            Y la forma que nos trae Lucas del Padre nuestro y que hoy hemos escuchado, es más tocante aún, porque no utiliza el más solemne Padre nuestro que estás en los cielos de Mateo, Abuná di bishmaiiá, como dice probablemente el arameo original, sino solo el conmovedor apelativo con el cual Jesús familiarmente se dirige a su Padre: Abba, papá.

            Enséñanos a orar. Vds. me preguntan por la síntesis del ser cristiano, del vivir de un discípulo mío, pues esta es simplemente la respuesta: es, saber que Dios, el creador todopoderoso de cielos y de tierra, aquel cuyo poder sostiene todo el ser y acontecer del universo y sin cuyo querer no se mueve ni una sola estrella, ni un solo átomo, por el bautismo nos ha transformado en sus hijos, y por eso, llenos de amor y de respeto nos animamos a decirle: papá, padre nuestro.  

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