Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 44-52
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo".
Sermón
(En desventaja respecto de una agencia de turismo)
El cielo, el paraíso, el Reino, la felicidad eterna, el mundo venidero, la vida perdurable, la visión beatífica... todas expresiones sinónimas para designar ese estadio definitivo, esa meta señera que Dios ofrece ansiosamente al hombre queriendo plenificarlo, llevarlo a plenitud...
Pero ¿qué es ese Reino, qué esa vida?... es algo ya difícil de describir... Podemos intentar una definición, una formulación abstracta, una respuesta seca de catecismo: es la participación de la vida divina, es el compartir la felicidad infinita que vive el mismo Dios, es abrazar en lazos de amor irrompibles e imperecederos al Señor, a sus elegidos y a todos aquellos a quienes amamos; es la consecución plenaria de todos nuestros deseos, la saciedad a la vez hambrienta y voraz de todos nuestros quereres... pero una representación exacta de ese sitio o estado o lo que fuere está más allá de nuestras posibilidades de imaginar y ni siquiera de pensar. Jesús mismo ha de recurrir a la metáfora, a la comparación, a la alegoría, para sugerirnos, significarnos el cielo: la fiesta, las bodas, el Reino, el banquete en la casa del padre, la perla, el tesoro...
Y nuestra percepción falla en su capacidad de representarnos lo celeste, porque, como dice la gnoseología aristotélica, el objeto de nuestra inteligencia es el conocimiento de los seres materiales. Nuestro cerebro ha sido programado por millones de años de evolución para procesar fidedignamente solo los datos de los seres que pueblan nuestro espacio y nuestro tiempo, los que podemos mirar y palpar o, por lo menos, medir y numerar mediante fórmulas matemáticas.
Dios escapa a nuestra percepción, como escaparían también a ella seres que vivieran en otras dimensiones o se rigieran por leyes físico químicas diferentes a las que norman nuestra materia.
Es así que -mientras nuestro cerebro permanezca en el estado actual- Dios podrá ser afirmado por un razonamiento, por una demostración, como sujeto de una aseveración incontrovertible, racional: Dios existe, Dios es, o incluso Dios es bueno, Dios es sabio, pero nunca podrá ser objeto de una experiencia natural directa...
De allí que, a pesar de la certeza que podemos adquirir de su existencia, e incluso de su hablarnos a través de la Revelación, Dios seguirá para nosotros siendo un concepto, una afirmación intelectual y solo tendremos la posibilidad de intuirlo pobremente y de a ratos, mediante la experiencia oscura de la fe, de la gracia... La dificultad de nuestra vida cristiana consiste precisamente en que siendo la realidad de Dios incomparablemente superior y más rica y bella que cualquier ser finito medible, material, creado, en nuestra apreciación, en nuestra experiencia, en nuestro pequeño cerebro, cualquiera de éstos últimos bienes, por poco que tengan de apetecibles, nos seducen mucho más que nuestro pobre concepto de Dios.
De tal modo que, en esta vida, Dios difícilmente pueda atraer a nadie como puede atraer a un varón una bella mujer, o un automóvil último modelo, o aún cosas algo más abstractas como el poder, el prestigio, o cosas legitimísimas como el amor de la familia, los bienes necesarios para una vida agradable, una buena botella de Chateau Vieux o de Rutini, unas lindas vacaciones en el Caribe, una cuenta numerada en Suiza...
Por cierto que todas estas cosas las podríamos tener perfectamente y, al mismo tiempo, afirmar a Dios, realizar los actos propios de nuestra religión, y aún, si somos cristianos, esperar un día verlo en el cielo, cuando nuestros cerebros sean transformados, adaptados y capaces de percibirlo directamente. Uno podría disfrutar pacíficamente de las cosas de este mundo y al mismo tiempo tener la esperanza de un día alcanzar el cielo, que no es otra cosa que el disfrute del mismo Dios.
Pero en verdad que, en la economía divina, esa mera esperanza no parecería suficiente. Porque Dios no da la felicidad a la manera de una droga que se inyecta sino a la manera de alguien de quien uno se enamora. Y cómo decía Agustín la medida subjetiva de la felicidad que cada cual disfrutará de Dios, del cielo, será la del amor a él que haya alcanzado en este mundo. Por otra parte Dios no habla de cualquier amor, sino de un amor "sobre todas las cosas", y por el cual, llegado el caso, hay que renunciar a todo lo demás, estando siempre dispuesto a ello.
Pero ¿de qué amor a Dios podemos hablar cuando precisamente el objeto de ese amor es para nosotros más que una realidad -salvo esos momento casi místicos de nuestras experiencias de Dios mediante la Gracia- una afirmación, un concepto? Porque así como mi inteligencia es incapaz de percibirlo en directo, tampoco mi afecto, de sentirlo en calidez, en ternura.
Podré educir ese afecto, el sentimiento, en mis meditaciones, en mi contemplar la figura -esa si- visible de Cristo, o cuando en mi vida experimento los beneficios concretos de su providencia: aquel asunto que se me resuelve, la salud recuperada mía o de los que quiero, la felicidad que en determinados momentos disfruto, o cosas quizá más sagradas como el perdón que se me concede a través de la confesión, la majestad de una liturgia bien llevada, de la música sacra, y allí entonces mi agradecimiento, mi fe, sale casi en forma de sentimiento, de piedad, de afecto, de devoción -¡ah esa devoción que nos facilita tanto nuestro ser cristianos y que tan pocas veces tenemos!-... pero, en realidad, nunca esas emociones o sensaciones serán mínimamente proporcionales a la realidad infinita de Dios ni comparables a la que nos deparan los bienes sensibles y, mucho menos, a la que será capaz de vivir nuestro corazón transformado luego de nuestra propia pascua.
El asunto es que el fin de la vida cristiana, su meta última, su objetivo, aquello por lo cual tenemos que luchar para alcanzar, o sea Dios o el cielo, es para nuestro estado actual algo incapaz de atraernos verdaderamente, más allá de nuestra experiencia, más allá de nuestras percepciones, más allá de nuestros sentimientos.
No es extraño pues que solo mientras ese objetivo no colisione o se interponga entre los seres y bienes bien concretos que podemos disfrutar en este nuestro estado actual, esos convencimientos pobres son capaces de subsistir, y podemos sin muchos problemas seguir diciendo que tenemos fe.
Pero en realidad si uno hiciera una pequeña encuesta entre los cristianos, fácilmente llegaría a la conclusión, de que la mayoría vive ese objetivo que es el propio de la vida cristiana, Dios, el cielo, sin demasiado compromiso, sin excesiva convicción. Mientras la moral católica me de la autosatisfacción de sentirme contento y en paz conmigo mismo, mientras Dios sea como una especie de reaseguro, de figura parental que me ofrezca apoyo y seguridad en esta vida, mientras incluso me lo vendan algunos predicadores como el capaz de sanarme, de darme serenidad, de solucionar mis problemas familiares, de conseguirme trabajo, todo está muy bien... pero si alguna vez Dios, en vez de estar a mi servicio, se pone, mediante las circunstancias o mediante los mandamientos, a exigirme que yo me ponga a su servicio, o que renuncie a algo, allí comienza el conflicto... Conflicto difícil entre esto bien concreto al cual se me pide renunciar o del cual se me despoja contra mi voluntad -mi salud, mi buen pasar económico, mi puesto, mi ser querido, legítimamente o no- y el Dios al cual solo puedo alcanzar mediante conceptos, ideas, definiciones, comparaciones, alegorías....
También es potable el cristianismo como doctrina moral y aún social, como instancia a la solidaridad, al amor fraterno, a la justicia. De hecho a muchos sacerdotes y aún obispos les parece más serio hablar de sociología y política o de moral que hablar de Dios y del cielo. "Eso se supone", se defienden, si uno les dice que hablan poco de él, como si tuvieran vergüenza de hacerlo, pero en realidad uno se pregunta ¿dónde se supone? ¿quién lo supone? ¿Cuándo oye la gente hablar de Dios, del cielo? ¿Quién dice: "Señores, quede claro, la oferta que hace la Iglesia a sus fieles es antes que nada el Reino, la Vida con mayúsculas, frente a la cual todos los bienes de este mundo son casi nada, solo pregustos, aperitivos de la Vida verdadera y ocasión única de ganarla , o de perderla...?"
Digámoslo con mayor claridad aún: para muchísimos cristianos Dios el cielo, más que una realidad que ambiciono, que está en el polo de atracción más hondo de mi existencia, es un recurso psicológico o supersticioso para tiempos difíciles, o cuanto mucho un consuelo en los momentos de dolor. Fracasa la ciencia, el médico, el político, el economista, entonces, como consuelo, viene el cura y me habla del cielo, de la remuneración futura, de que el que murió ya está con Dios...
Y ¿quien va a negar que ello sea verdaderamente un consuelo? Pero el cristianismo de ninguna manera quiere reducirse a consolador de velorios: Dios, el cielo, no puede ser para mi la esperanza pálida que apacigua mi dolor cuando la desgracia o la muerte se ciernen sobre mi... sino el motor mismo, la amistad viva, el horizonte último al cual se subordina todo lo demás en mi existencia.
Vende todo lo que tiene, y lo compra
La diferencia entre los grandes santos y nosotros es que ellos vivieron hasta el fin estas verdades. Lo que nosotros repetimos en el catecismo o recordamos de vez en cuando: el cielo, Dios, para ellos se constituye -tal cual lo pide el evangelio- en forma de vivir. Esa manera de enfrentar los problemas de un San Luis Gonzaga, "¿qué es ésto para la eternidad?", y que le salía de un convencimiento íntimo y rotundo...
Pero no simplifiquemos las cosas ni hagamos reproches: pensar así, repito, es sumamente arduo. A ello no nos ayuda para nada nuestro natural apego a las cosas de esta vida, una vida que si no fuera por sus límites y sus males ofrecería abundante satisfacción a nuestros quereres. ¿Quién quiere el cielo si es tan buena la tierra y las cosas de esta vida? Y de hecho el cristianismo sostiene que de ninguna manera el cielo es algo natural a lo cual estemos abonados por nacimiento, sino sobrenatural, ni Dios perceptible directamente por nuestro cerebro, sino, oscuramente mediante las virtudes teologales, mal podemos quererlo espontáneamente si por definición está más allá de nuestra percepción y de nuestros naturales quereres.
La oferta de la amistad con Dios, de la felicidad celeste, es algo que excede totalmente nuestras realidades humanas, nadie podrá reprocharnos que no nos atraiga tanto como los bienes de esta tierra. Pero, una vez que la razón ha descubierto la existencia de Dios y descubrimos que éste hace la oferta increíble de permitirnos participar su vida, objetivamente es cierto -aunque no lo sintamos- que ello ha de constituirse en el objetivo hacia el cual todo lo demás ha de subordinarse y ordenarse.
Y como el cielo es Dios y solo puedo alcanzarlo en la fe y en el amor, es indispensable, vital, prioritario, que alimente esa fe y ese amor, en oración, en meditación, en reflexión, en contemplar a Dios en su manifestación visible en Cristo, en aprovechar su pedagogía en la liturgia y los sacramentos y aún imaginarme el cielo a través de esas comparaciones sabrosas de Jesús. Porque si es difícil aspirar al cielo, a Dios, aún hablando de él, pensando como podamos en él, con nuestro inepto pequeño cerebro humano, ¡cuánto más difícil si nunca meditamos, si nunca rezamos, si nunca aspiramos y suspiramos...!
Ni los medios de comunicación, ni los políticos, ni los novelistas, ni los directores de cine, y a veces ni los curas nos hablan del cielo. Si con nuestro esfuerzo personal, nuestra lectura, nuestra oración, no descubrimos ese tesoro, esa perla fina, ¿como venderemos todo lo que tenemos para comprarlo?