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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1998. Ciclo C

17º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 11, 1-13
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos» El les dijo entonces: «Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación» Jesús agregó: «Supongamos que algunos de vosotros tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: "Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle," y desde adentro él le responde: "No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos" Yo os aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario. También os aseguro: pedid y se os dará, buscad y encontrareis, llamad y se os abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre. ¿Hay entre vosotros algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!»

Sermón

             En una primera aproximación alguien podría decir que el Padrenuestro, la oración del Señor, nada tiene de específicamente cristiano. Que podría recitarla sin problemas, un judío, un musulmán o cualquiera que tuviera una opinión teísta. Nada aparece a primera vista como típicamente nuestro: ni la mención de Jesús, ni la del Espíritu Santo, o del Sagrado Corazón o de la santísima Virgen. ¿Porqué pues no utilizarla, por ejemplo, con los judíos frente a la AMIA o en la mezquita que se va a construir en Palermo gracias a la generosidad con que el gobierno despoja de sus espacios verdes a la gente? ... Así lo ha propuesto algún clérigo ignorante, y, si la recitación del Padrenuestro todavía no se ha hecho en estos actos interreligiosos, es por la negativa de judíos y musulmanes a utilizar una oración cristiana ...

            Ignorante, digo, porque, sin todavía bajar al núcleo del asunto, quienquiera conozca algo de la historia del cristianismos, sabrá que, bien por el contrario de tenerla como una oración pasible de ser recitada por cualquiera, el Padrenuestro era reservado cuidadosamente a los bautizados y aún a contadas solemnes ocasiones, como la Misa o como en el día del Señor. Es muy poco a poco que se extiende su uso: recién hacia el siglo V San Agustín recomendaba a los cristianos que, si no podían asistir a Misa todos los días, al menos se unieran a ella en uno de sus momentos más conspicuos, recitando el Padre Nuestro.

            De hecho en el largo catecumenado que en los primeros siglos precedía a la recepción del bautismo, a los catecúmenos no les era lícito recitar el Padrenuestro. En realidad ni siquiera lo sabían, ya que lo que se llamaba "la entrega del Padrenuestro" se realizaba recién el último día de la preparación previa al bautismo; y uno de los momentos más solemnes y emotivos de la ceremonia bautismal era cuando el recién bautizado, uniéndose a sus hermanos cristianos, por primera vez podía recitar la oración de Jesús. Esa oración en la cual a Dios no se le llama "mi Señor", o "Altísimo", o "mi Creador", o "Su divina Majestad" sino sencillamente "Padre".

            Pero podría decir alguno "¿no es Dios padre de todos los hombres?" "¿no somos hermanos todos los seres humanos?"

            De alguna manera sí, sobre todo lo segundo: ser hermanos es participar de una misma herencia genética; los padres transmiten a sus hijos su misma naturaleza humana, su misma condición de hombres. En ese sentido sea cual fuere la hipótesis científica que se quiera defender sobre el origen del hombre, hay un mismo filum que nos emparenta a todos y nos hace descendientes de los mismos antecesores, de una misma progenie, siendo irrelevantes las diferencias raciales. "Todo hombre es mi hermano" decía, en esta acepción, Pablo VI. Todos somos animales racionales, de la misma especie, hijos de una misma línea evolutiva, descendientes de idéntica paternidad.

            Pero, ven, de esta manera no podemos de ninguna modo sostener que todos somos hijos de Dios. Para ello tendríamos que ser de su misma naturaleza, de su especie, sostener que somos sus descendientes, que llevamos su mismo ser. Algo de eso es afirmado por ciertas concepciones orientales o new age o de la filosofía moderna que sustentan que el hombre es por naturaleza una parte o una emanación o una chispa divina; pero, tanto el sentido común y la razón como la doctrina cristiana, sostienen lo que es evidente a todos: el hombre no es Dios, no es divino: es una criatura, limitada y mortal, con toda la dignidad que le presta su razón, su inteligencia, pero sin una pizca de nada que lo pueda hacer divino o de la naturaleza de Dios.

            Podemos decir, pues, que todos los hombres son hijos de Dios, solo en sentido metafórico, como cuando afirmamos que el artesano es padre de sus obras, o el pintor padre de sus cuadros, o como de cualquiera decimos "sos un padre para mí", o como el pueblo ruso llamaba "padre" al Zar.

            Así ciertamente Dios es padre de todas sus criaturas y muy especialmente de los hombres, en cuanto con su poder creador y su providencia los sostiene en el ser y cuida de ellos y 'los llama' a ser sus hijos.

            Pero no es este el sentido que damos al término "Padre" en el Padrenuesto, ni cuando lo utilizamos en su sentido específicamente cristiano. La fe cristiana sostiene que existe en Dios verdadera paternidad y en sentido proprísimo en cuanto en el misterio de la Trinidad la primera Persona engendra realmente a un Hijo. Eso lo afirmaba solemnemente el Concilio de Nicea en el 325 cuando hablando del Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, proclamaba de El: "engendrado, no creado -gennezénta où poiezénta-, de la misma naturaleza que el Padre".

            De allí que también en su naturaleza humana, por estar hipostáticamente unida al Verbo, Cristo es real y naturalmente Hijo de Dios. "Este es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección". El que es hijo de María es, también, "hijo del Altísimo", como anuncia el Angel a la Virgen.

            Ya en el año 190 el Papa Víctor había excomulgado a Teodoto de Bizancio y en el año 268 el sínodo de Antioquía había hecho lo mismo con Pablo de Samosata que afirmaban que Cristo no había sido hijo verdadero y natural de Dios, sino adoptivo, adoptado en su Bautismo por el Padre.

            Pero justamente, ésto que no se puede decir de Cristo, se dice en cambio de nosotros los cristianos: "El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" dice Pablo a los Efesios. Aún así esta adopción es mucho más que una mera adopción jurídica. "Gratuita aceptación de una persona extraña como hijo con derecho de herencia", la define el Código. La adopción humana crea un derecho, pero no cambia la naturaleza o personalidad física del adoptado. La adopción, en cambio, de la cual habla Pablo es mucho más. El hombre que responde con la fe a la llamada de Cristo, queda enriquecido con la gracia santificante, y ella establece entre la criatura y Dios una relación de paternidad y filiación realísima: " habéis recibido el espíritu de hijos adoptivos que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir Padre" escribe Pablo a los Romanos y lo repite a los Gálatas. En ese sentido es más taxativo aún Juan, que habla, en la conversación de Jesús con Nicodemo, de una verdadera regeneración o renacimiento de lo alto. Tanto que Nicodemo se sorprende y pregunta "¿Acaso puede un hombre entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?" A lo cual Jesús responde "el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios". Ya lo había escrito Juan en su famoso prólogo: "se les dio la facultad de llegar a ser hijos de Dios... los cuales nacen de Dios". Lo cual significa que realmente en virtud de esa regeneración bautismal el ser humano deja de ser puramente hombre y entra en verdadera comunión con el existir divino. Lo declara Pedro con todas sus letras: "los dones de Dios han sido dados a fin de que vosotros lleguéis a participar de la naturaleza divina" (2 Pe, 14). Realidad que nos transforma profundamente no solo desde fuera sino desde adentro tal como lo reafirma Juan en su primera carta: "¡Miren como nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente .... e insiste: si, desde ahora somos hijos de Dios!" (1 Jn 3 1.2.)

            Esta filiación divina crea una fraternidad que también va mucho más allá de la mera fraternidad humana. No somos igualmente hermanos de cualquier ser humano que de un cristiano. Cuando tanto Pablo como Juan como Lucas hablan de 'los hermanos' no se están refiriendo a todos los hombres, se están refiriendo a los cristianos, a los realmente hijos de Dios, a aquellos de alguna manera llevan la misma sangre de Cristo. Y es con ellos principalmente a quien nos obliga el precepto del amor. "Amaos los unos a los otros". Como dice Pedro: "Respeten a todo el mundo, amen a sus hermanos".

            Es por ello, pues, que cuidadosamente la oración del Padrenuestro jamás se recitaba -ni debe recitarse- con no bautizados. Ni siquiera podían pronunciarlo -como ya dijimos- los catecúmenos, los que estaban encaminados ya al bautismo. Recién lo hacían una vez salidos de la tina bautismal. Aún en nuestros días e incluso en el bautismo de los chicos lo primero que hacen alborozados los presentes después del bautismo es recitar juntos, con o en nombre del nuevo hijo de Dios, el Padrenuestro.

            Padre 'nuestro' y no Padre 'mío', porque esa misma oración que me permite desde mí nueva naturaleza divinizada llamar a Dios con el familiar nombre de Padre, me hace también hermano, de modo nuevo, de todos aquellos que comparten conmigo el mismo honor, dignidad y responsabilidad.

            Si en el Padre nuestro no aparece mencionado el nombre de Cristo ni del Espíritu, es porque lo rezamos precisamente 'desde' Cristo, desde la segunda persona de la Trinidad, hermanados con El y coherederos de su Padre -como también dice Pablo-; y porque tampoco el Espíritu está 'frente' a nosotros, sino 'en' nosotros, haciéndonos justamente exclamar 'Abba', 'Padre', desde nuestro ser por Él transformado.

            Es por eso que el Padrenuestro se mueve en el ámbito de intereses que van más allá de lo natural: la santificación o glorificación del nombre de Dios y la venida de su Reino; el cumplimiento de su amorosa voluntad encaminándonos de la tierra al cielo; el pedido de los medios necesarios no solo para mantenernos física sino espiritualmente -a lo cual se dirige el pedido del pan que, en la Misa, se concreta inmediatamente en el don del Pan de la Eucaristía-; para lo cual antes debemos pedir perdón a Dios y perdonar a nuestros hermanos; cerrando todo con la humilde súplica de que no nos deje caer en los lazos de nuestros extravíos, con lo cual coronamos una oración en la cual ya no queda nada más que pedir.

            La inflación ha desvalorizado en nuestras devociones el valor del Padrenuestro: 'de penitencia, cinco padrenuestros y cinco avemarías', 'padrenuestro, avemaría y gloria', 'padrenuestro' en todas las circunstancias, padrenuestro tras padrenuestro. No es que esté mal, si pudiéramos rezarlo siempre como en la época en que estaba permitido rezarlo una sola vez al día y solo en la Misa y, a veces, solo en domingo, el día del Señor.

            Que la excesiva repetición del Padrenuestro y su recitación casi mecánica no nos haga olvidar, de vez en cuando, que él es nuestra maravillosa credencial de cristianos, la oración que nadie puede en derecho recitar más que nosotros, la que, cuando conscientemente pronunciada, nos devuelve a nuestra realidad de hijos de Dios y de hermanos de Jesucristo, llamados a la santidad y a la herencia del Reino.

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