Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 44-52
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo".
Sermón
Hace un mes y medio, al norte del valle del Jordán, en las afueras de la ciudad de Bet Shean, la antigua Escitópolis en época romano-bizantina, un grupo de arqueólogos ha hallado una vasija de barro repleta de monedas de oro, unas trescientas: más de un kilo del metal. Una verdadera fortuna para aquel que, vaya a saber por que motivos, la escondió, hace tantos siglos, enterrándola en el suelo, y nunca más volvió a recuperarla.
No se trata de una gran noticia, sin duda. De este tipo de enterramientos y escondites está -o estuvo- lleno medio-oriente. Hay muchísimos árabes dedicados a estos menesteres exploratorios y que vuelven locos a los arqueólogos profesionales arruinando toscamente los filones arqueológicos. Aún en nuestro país existen buscadores de tesoros intentando hallar supuestas joyas y vasos sagrados ocultos en la época de la expulsión de los jesuitas, o arrojados por los incas en recónditos lagos. Yo me pongo contento nomás cuando, en un traje que no uso hace mucho tiempo, meto la mano en el bolsillo y aparece un viejo billete de diez pesos.
De tal manera que la breve parábola con la cual comienza nuestro evangelio de hoy no necesita mayor explicación.
Tampoco la de las perlas. Recordemos las dos famosas perlas de Cleopatra que casi valían la mitad de su reino, Egipto; o la célebre Peregrina, de la corona española, de 43 kilates y con la cual Carlos V costeó gran parte de sus guerras europeas; sin hablar de las del maharajá de Baroda, que disfrutaba observándolas mientras su pueblo se moría de hambre.
Por supuesto que el maharajá no tenía derecho a obligar a su pueblo a soportar los sacrificios que significaba tener la colección de perlas más renombradas del mundo. En la vida real la perla, más allá de su bello y nacarado aspecto, capaz de realzar la guapura del cuello de hermosas mujeres, es fácilmente suplible por las cultivadas, que comenzó a producir en serie el japonés Mikimoto hacia 1920; y las gargantas de las mujeres hoy no necesitan de galas y perifollos, pasibles como son a las más económicas plásticas remodelaciones de la cirugía y la cosmética. La perla en si no tiene ningún valor intrínseco por el cual matarse, o dar toda su fortuna, como lo hace el negociante de nuestro cuento. Pero en la parábola que describe Cristo, su simbólica sobrepasa su valor de presea y, casi como al pasar, nos llama la atención sobre la desproporción de aquello que Jesús nos ofrece, su Reino, y todos los valores pasajeros y aleatorios que podamos acumular temporáneamente en este mundo.
Ni el tesoro que encuentra uno en el campo que ya está de antes dispuesto a comprar; ni la perla con la cual inesperadamente se topa el comerciante como el negocio más suculento de su vida, guardan relación con las expectativas normales de sus trabajos, de sus existencias. Con que el campo le diera su buena cosecha de cereales, con la cual fabricar el pan de su familia y proveer de pienso a sus animales; con que su comercio de perlas lo mantuviera en su nivel normal de vida de mercante de joyas -se ha hallado una inscripción en Frigia, Asia Menor, del siglo II, en la lápida de un mercader que lo encomiaba por haber 72 veces ido a Roma ¡con los horribles medios de transporte y posadas de la época!, para surtir a los joyeros de la capital ¡qué vida, pobre tipo!- solo con mantenerse, ambos personajes harto contentos hubieran estado con la suerte que les había asignado la vida.
De allí que el evangelio no quiere marcar tanto en el relato el empeño de ambos protagonista en dar todo lo que tenían para conseguir la fortuna imprevistamente descubierta del Reino, sino indicar precisamente esa desproporción entre los deseos rutinarios de los protagonistas de los relatos y lo que, sin haberlo previsto, ni apetecido, ni buscado, encuentran, y les transforma en insuperable alegría la existencia.
Miremos nuestra propia vida. Observemos nuestros objetivos, nuestros anhelos, nuestras inclinaciones... ¿Hacia adonde apuntan nuestros proyectos, nuestras expectativas? ¿El próximo viaje que haremos a Europa? ¿dar esa materia final que nos falta para recibirnos? ¿qué salga ese negocio que últimamente se nos ha presentado como tan prometedor? ¿concretar algo con esa chica que nos gusta? ¿qué desaparezca esa enfermedad mía o de aquel que quiero y que me llena de molestia o de zozobra? ¿poder comprar finalmente aquello que estoy esperando hace tanto tiempo? ¿qué termine bien ese juicio? ¿lograr ese ascenso? ¿qué no me quede solo en la vida, o que no se mueran antes que yo mis seres queridos?
Sí; deseos normales, de buena gente que somos; y que estamos dispuestos a tratar de obtener con decencia y, aún a renunciar cristianamente a ellos si se nos lo pide, sin por ello reprocharle demasiado a Dios. En realidad y aunque desde niños nos enseñaron que existe el cielo, no es éste una meta que incida demasiado en nuestros planes. Nuestra mente y nuestros corazones no piden a la vida ni a Dios mucho más que lo que ella buenamente puede darnos. Un vivir sano, si es posible largo -mientras podamos llevarlo adelante con dignidad mental y suficiente salud-; buena mujer o marido, buenos hijos y nueras, falta de apreturas económicas ¿qué más? Millones de seres humanos han vivido conformándose con ello, sin ninguna ambición metafísica ulterior... Y, en realidad, pocas filosofías o religiones han hablado de ningún más allá que en realidad no sea una proyección desvaída y fantasmagórica de la verdadera vida que para todos, en el fondo, es la de este mundo.
Ni siquiera la Biblia, en al antiguo testamento, proyecta la existencia -y ni aún la relación con Dios- allende el existir en este tierra. La gran promesa a Abraham es que morirá cargado de años, y rodeado de hijos y de abundancia de ganado; Moisés solo aspira a ver, antes de morir, la tierra prometida; el Pentateuco no tiene la más mínima aspiración a un vivir ajeno a la biología de esta carne...
A quién detendremos en la calle y le preguntaremos, sin riesgo de caer en el ridículo, "¿Vd. quiere llegar a la vida eterna?" Recuerdo hace unos años un jugador de fútbol bastante conocido y fundamentalmente cristiano que habiéndose salvado de un terrible accidente automovilístico declaró después ingenuamente por radio "¡Por suerte Dios no me llamó al cielo!"
Ciertamente que no se trataba de la misma posición de San Pablo que afirmaba que si bien por un lado deseaba abandonar este mundo para encontrarse cuanto antes con Cristo, por el otro quería seguir trabajando aquí para conseguir mayor cantidad de adeptos al Reino.
Pero lo cierto es que aquello a lo que nos llama Dios mediante Jesús excede de tal manera todos nuestros deseos, nuestra gana, se hace tan imposible de concebir que, quizá por ello, sea tan poco inmediatamente atractivo para el hombre común. En estas economías de mercado donde son las opciones de la gente las que marcan la dirección de las ofertas, por más ayudadas que estén por la propaganda, uno a veces se pregunta si realmente hay mercado para este producto que ofrece Cristo: la vida eterna, el cielo. Nuestros circuitos cerebrales y biológicos no están preparados para apreciar todavía y disfrutar lo que significa la vida de Dios; estamos hechos para placeres y aspiraciones más pedestres, más inmediatos.
Es por ello que la Iglesia acompaña su oferta principal con productos accesorios, como esos premios que los supermercados y casas de negocios ofrecen para promover las ventas de lo que realmente quieren mercar. Y no digamos que es poca cosa lo que la Iglesia nos regala como de taquito, de añadidura, de yapa: una magnífica doctrina moral para vivir como corresponde en este mundo y una sabiduría filosófica sin parangón en las ideologías contemporáneas; sus obras de caridad y ayuda a los más necesitados; la morigeración de las costumbres y la promoción de la felicidad en este mundo en la protección de la familia y de los derechos del hombre; una historia aún puramente humana de grandes héroes, hazañas civilizadoras, realizaciones artísticas, progresos científicos Todas esas razones por las cuales, aún sin tener el más mínimo asomo de fe, cualquiera es capaz de reconocer en la Iglesia Católica una de las creaciones más formidables de la historia.
Pero, aún cuando nunca se haya detenido a pensar en la gloria -y aún pensando en ella poco le haya significado- ¿qué católico no habrá experimentado también, en la sagrada liturgia, en la oración, en sus encuentros silenciosos con Dios, en la ayuda que significó en su angustia el saberse próximo al Padre, en el encuentro -en medio de la desolación- de sentido y luz para su vida, en la ternura inefable de la caricia siempre presente de María... qué católico no percibió ese no se qué de lejana nostalgia de cielo, de anticipo de algo venturoso, de pregusto inefable de delicias mayores, que, en la fe, apuntaron a algo que, aunque intangiblemente aún, no se podía dejar de alguna manera de advertir...?
¿Y quién no ha vivido, en este mundo chato y cholulo que quieren imponernos, la adrenalina vivificante del entusiasmo de una entrega a algo que vale la pena, la exaltación de un sacrificio por algo más grande que aquello que sacrificaba, el atisbo de la silueta majestuosa, por fin, aún entre brumas, de un jefe con el cual uno quisiera estar al lado, en primera fila, en la batalla y si fuera necesario, con El morir? ¿Quién, por más achanchado que esté, no es capaz de vibrar en lo íntimo frente a una empresa de santidad? ¿quién no será capaz de dejar la vida por algo realmente grande, cuando lo mismo me la quitan hora a hora, día a día, en pavadas que me desgastan y vacían...?
Sí: el reino de los cielos es demasiado bello, hermoso, fuera de toda categoría, para que incida en mi vida y en mis afanes y apetitos de modo atrayente, en medio del titilante reclamo de las vidrieras iluminadas de mis pequeñas ambiciones y de las ofertas abundosas de este mundo, pero la pedagogía de Dios, desde las parábolas sabrosas y cercanas de Jesús, hasta los distantes anticipos de cielo que Dios sabe alcanzarnos, en aproximaciones de fe, en pantallazos de esperanza, en fuegos de caridad, en sabores de sacramentos, bien capaces son de, con toda alegría, hacerme vender todo lo que poseo para adquirir el campo del escondido tesoro, vender todo lo que tengo para la preciosa perla comprar.