Lectura del libro del Eclesiastés 1, 2; 2. 21-23
¡Vanidad, pura vanidad!, dice Cohélet. ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! Porque un hombre que ha trabajado con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo. También esto es vanidad y una grave desgracia. ¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol? Porque todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón. También esto es vanidad.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.» Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?» Después les dijo: «Cuidaos de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas.» Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha" Después pensó: "Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida." Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?" Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios»
Sermón
Cuando, de joven sacerdote, llegué a estudiar a Roma mi italiano era bastante deficiente: un poco de gramática y vocabulario de manuales. Un compañero me recomendó entonces que la mejor manera de aprender el italiano coloquial, el que usaba todo el mundo, era leer Topolino, es decir el Ratón Mickey, una revista semanal que en aquel entonces costaba 400 liras, hoy creo que está por las cuatro mil, gracias a la inflación que no perdona a nadie -salvo a la Argentina, por obra y gracia de la convertibilidad-. En realidad Mickey era la historieta menos interesante, lo que valía la pena eran las aventuras del Pato Donald y, sobre todo, cuando aparecía 'lo zio Papperone', a saber tio Patilludo (o tío Rico, en la versión mexicana), siempre preocupado por aumentar sus arcas y temiendo los asaltos de los hermanos Bassotti (los "chicos malos"), impenitentes y siempre burlados ladrones.
El asunto es que la actividad más placentera de Papperone, tio Rico, era darse baños de monedas y billetes en su enorme depósito en las afueras de Papperópolis. Todas las mañanas se zambullía en su oro y nadaba haciendo por lo menos diez piletas. Eso lo vigorizaba y le daba optimismo para enfrentar su jornada. La imagen en realidad es muy antigua. Todos conocemos la frase de 'nadar en la abundancia'. La misma palabra abundancia está construida etimológicamente sobre la palabra latina 'unda', es decir, onda, ola, agua, mar. Lo mismo el término griego que nuestra versión traduce imperfectamente como avaricia: pleonexia, tiene que ver con el verbo pléo, que significa navegar, bogar; y con el sustantivo ploion barco, nave, y aún con el verbo plyno, bañar, de donde viene el latino pluvia, y el castellano 'lluvia'. Una buena lluvia de dinero siempre estamos dispuestos a recibir.
Pero también, y sobre todo, la raíz original del término avaricia en griego -pleonexia- es la del verbo pléso, llenar, y la del adjetivo pleos, lleno -plenus en latín-. De allí sacarse un pleno en la ruleta. De ahí el griego plutos, riqueza, de donde 'plutocracia'.
De tal manera que lo que nuestra traducción vierte como 'avaricia', en realidad lo que quiere significar es más bien, no, 'conservar', 'guardar', 'dejar de gastar', 'almacenar en las arcas o el colchón' lo que uno tiene, sino 'querer tener cada vez más', tratar de llenarse con lo que no puede nunca llenar... y, por ello, desear sin límites. Mejor, pues, debería traducirse pleonexia como codicia. Codicioso el que vive motorizado por el querer poseer cada vez más. Por otra parte la imagen etimológica de nadar, el baño, la lluvia, el mar, la zambullida que se da 'lo zio Papperone' -el tío Patilludo- todas las mañanas en su piletón, su ducha de oro cotidiana, nos hablan, desde el comienzo, que los bienes que ambiciona esta codicia solo tocan el exterior del hombre, su piel. A la manera como el salvavidas, el blindaje, que nos tira el FMI, pero que no cambia el interior de los argentinos. O a la manera como el hijo de papá o aún algún 'yupi' de nuestros días, sin nada más que números en la cabeza y poco en el corazón, se cubre por afuera con el adorno de la cuatro por cuatro o con el maletín de su laptop de última generación o con su almuerzo de trabajo en el Clark's.
Ya los griegos, desde Platón y Aristóteles hasta Dion Casio, vituperaban la avaricia o la codicia como un exceso fatal que descentraba al hombre de su equilibrio, de la verdadera virtud y lo hacía, además, ponerse inevitablemente en pugna con sus hermanos. Basta leer la divertida comedia de Aristófanes, Pluto, del 408 antes de Cristo, para ver lo que pensaba el griego común de la ambición desmedida de bienes y la capacidad de perversión de las riquezas.
Pero, de por si, los bienes materiales no tienen ninguna maldad intrínseca, al contrario. La Sagrada Escritura afirma la bondad de todas las creaturas, del mundo y sus recursos, y aún de lo que el hombre es capaz de fabricar y desarrollar por medio de su saber, de su trabajo y de su técnica. El problema está no en el uso que se hace de los bienes de este mundo, sino en su abuso. O, como decían los medioevales, una cosa son los haberes en si mismos, en cuanto queridos y creados por Dios, y otra en cuanto mal queridos por el hombre. Es el ser humano, al querer desmedidamente aquello que ambiciona, y que bien usado contribuiría ciertamente a su crecimiento y felicidad, quien desordena el mundo de las realidades transables y utilizables
El defecto es, pues, subjetivo, y proviene de una razón psicológica que tiene su fuente no en otra cosa que en el destino metafísico del hombre. Porque, a diferencia del animal cuyos apetitos elementales se sacian rápidamente de forma natural cuando encuentran el objeto propio de sus deseos, el ser humano tiene adentro un hambre, una fuerza de succión, un apetito, que superan infinitamente el apetito de toda forma animal, ya que está hecho en principio nada menos que para amar a Dios, para poder desearlo y, finalmente, disfrutarlo, si dirige rectamente todas sus intenciones hacia Él. El hombre, como decía San Agustín, es un 'capax Dei', un ser capaz de Dios, y ha sido hecho para finalmente gozar de Él. Por eso tiene montado, de nacimiento, en lo más íntimo de su ser, un vacío, nostalgia y avidez de infinito.
Si, equivocado, el hombre busca saciar este apetito en los bienes finitos que encuentra a su alrededor y que son incapaces de llenarlo, esta sed se transforma en desordenada y desordenadora búsqueda de lo infinito en lo finito, de lo ilimitado en lo limitado; y, en el campo de los bienes materiales, en insaciable ambición de poseer.
Tanto más que el poseer está unido al poder y ambos, a su vez, enlazados con el placer. Poder, placer y poseer se hacen imanes inextinguibles de la codicia, del deseo humano. Y esa codicia, volcada hacia bienes materiales de por si reducidos y escasos por más que se multipliquen en esta sociedad del consumo, no pueden sino enfrentarse con las ambiciones, también insaciables, de los demás.
El mundo clásico, más reducido aún que el nuestro en bienes adquiribles, tenía aguda conciencia de la conflictividad de la codicia, de la avaricia, en su choque inevitable con la de los otros. Mediante la autoridad coercitiva y la justicia se intentaba poner límite a estas ambiciones y lograr la inestable convivencia de la polis, de la ciudad. Los filósofos querían añadir a ello la prédica de la virtud, de la limitación que a estas ambiciones innatas debía imponer la razón, el equilibrio, la moderación de cada uno... en última instancia las virtudes cardinales, como las organizará en su Ética Aristóteles. Sin la virtud, por más policías que haya, la convivencia es imposible. Sin embargo, todos se daban cuenta de que éstas eran soluciones precarias, no siempre al alcance de la mayoría. "La mayoría -afirmaba el mismo Aristóteles-, se deja llevar por las pasiones." Fuera de unos pocos sabios la fuerza de la codicia afectaba tanto la insumisión de las mayorías empobrecidas y sometidas, como al poder y el poseer de los de arriba. Tampoco convencían las razones de quienes a la manera oriental, budista o yoga, predicaban la represión, el sofocar en uno mismo todo deseo, todo querer -¡si estamos hechos para querer, para gozar, para disfrutar!-; o las de los que tildaban a los bienes materiales de intrínsecamente malos, a la manera dualista de las religiones persas.
Aún así, ese mundo clásico, en sus mejores pensadores, apuntaba a que el hombre persiguiera la satisfacción de sus deseos más en los altos placeres del espíritu que en los bajos de los bienes materiales. "El hombre sabio es más capaz de encontrar saciedad en la búsqueda de la sabiduría y la belleza que en los gruesos placeres que procura el oro" -afirmaba Plutarco-. Eso sigue valiendo en nuestros días: le cuesta mucho más caro encontrar placer y felicidad al que no tiene nada adentro, vacía su mollera y estragado sus gusto en los bajos instintos, que al que ha tenido la posibilidad de refinar su espíritu. Con dos pesos me compro el Quijote o leo una poesía o un buen libro en una biblioteca o escucho música en radio clásica o en el paraíso del Colón (que cuesta menos que una entrada a una cancha de futbol o a un festival rock) o visito un museo o escucho una conferencia o paseo a la orilla del rio o gozo del estar con mi legítima mujer y con mis hijos -bien educados-, y la compañía de los amigos buenos.... (Que, por supuesto, hay que saber elegirlos y no se compran por plata). En cambio, si no tengo nada en la cabeza, he de gastar gruesas sumas de dinero si quiero alcanzar los placeres del jet set, de los lugares de moda, de los 'gatos' de lujo, de los deportes al día... o he de vivir en el resentimiento o la envidia por no poder alcanzarlos. Cuanto menos cultura tengo adentro, menos refinamiento de espíritu -cuanto más bruto-, más necesito las cosas de afuera que cuestan plata para obtener presunta felicidad... Y "aunque la mona se vista de seda mona se queda". La incultura, ya lo decía Platón, es mucho más cara que la cultura. Por eso no hay mayor bien que la verdadera educación. Lo cual no tiene nada que ver, por supuesto, con la pseudoeducación -una de las más caras del mundo-, que da el Estado en la Argentina: sin valores, sin disciplina, sin ética, sin raigambre en la historia, sin esfuerzo, sin exigencias....
Basta leer a los profetas bíblicos: Isaías, Oseas, Amós... para darnos cuenta como también en el pueblo judío preocupaba el problema de la codicia, de la ambición, de la avaricia, con su secuela de injusticias y, en última instancia, de endémicas pobrezas.... Las injusticias que tocaban al pobre, sin duda, pero también las que aquejaban al rico que quería hacer bien y trabajar... Las injusticias sobre todo que provenían de la codicia de los dueños del poder, de las clases políticas, de los invasores extranjeros, de los parásitos de las burocracias imperiales, sacerdotales y capitalinas... Después del fracaso de la monarquía, a la vuelta del exilio, cuando los liberados por Ciro retornan a su tierra, a su amada Jerusalén, a fines del siglo VI AC, no quieren repetir el fracaso de la anterior experiencia. Es en este tiempo cuando, tanto los sacerdotes del destruido templo, como las escuelas de juristas llamadas deuteronomistas, desarrollan esos códigos de convivencia, de equidad, que forman gran parte del Pentateuco y que encontramos especialmente en el Éxodo, en el Levítico, en el libro del Deuteronomio... Esa cantidad de leyes culturales pero también civiles que desaniman al más entusiasta lector de la Biblia cuando llega a ellas si no está especialmente interesado en leyes.
Encontramos allí una legislación casi utópica -en realidad casi nunca llevada de hecho a la realidad-, que hubiera querido transformar al pueblo de Israel en una sociedad equitativa, sin miseria, sin esclavos, sin proletarios ... Instituciones como el jubileo -el año sabático-, como el retorno periódico de la propiedad a las manos originales, como la limitación de los latifundios, como el respeto a los límites tribales y familiares, como la protección a los huérfanos, a las viudas, como el respeto al extranjero... son un muestrario interminable de las buenas intenciones de esos legisladores y que, aún hoy, en su lectura cristiana, pueden servirnos de inspiración a nuestra conducta de discípulos de Cristo.
Sin embargo dichas leyes fueron tan ineficaces como las propuestas de La República de Platón o la Política de Aristóteles. Es que, a pesar de que, en el resumen genial de los diez mandamientos, el mandato del amor a Dios sobre todas las cosas debió haber rectificado el querer codicioso de todos los israelitas, de hecho este amor parecía perderse en un puro ritualismo personal que solo llegaba, en la mayoría de los casos, a la exterioridad de los sacrificios o a las leyes de pureza, sin consecuencias sobre el resto de la vida.
Como a un rabino experto en leyes se ha acercado hoy, en nuestro evangelio, este heredero frustrado, pidiendo a Jesús que dirima su pugna con su hermano. Pero Jesús sabe perfectamente que él no ha venido a realizar ningún nuevo intento, destinado al fracaso, de justicia social, de código de convivencia, de reforma constitucional.... "Amigo -'hombre' dice el griego original (ánzrope)- ¿quien me ha hecho juez o 'repartidor' (meristén) entre vosotros?"
Cristo ha venido a algo mucho más importante que impartir una doctrina social, una ética, una política: ha venido a rectificar los corazones hacia el objeto real de sus innatas ambiciones, a mostrarle el alimento, el pan verdadero saciador de todos sus apetitos, a encaminarlo hacia Dios y, en todo caso, a hacer depender la justicia, las relaciones con los demás hombres, del superior mandato del amor a Dios, de la ambición de cielo, de la codicia de santidad. Más aún: ha venido a insuflar al hombre, mediante la gracia, la posibilidad real de elevar el amor humano a la caridad, es decir al amor a Dios, de Dios y desde Dios. No a bañar al hombre en el piletón de oro de Tio Patilludo, sino en el agua y fuego del bautismo interior.
Es una pena que en contra de estos textos explícitos de rechazo de Cristo de meterse en asuntos temporales, por más justos y lícitos que sean, haya eclesiásticos que continúen berreando por una supuesta justicia social -entendida a su modo-, que barrería con todas las pobrezas, cuando -aparte su desubicación evangélica-, sabemos precisamente que, en gran parte, ha sido esa prédica utópica, desconocedora del hombre y, lamentablemente, de las ineludibles leyes que rigen la economía, la que ha sumido y sigue sumiendo en la pobreza a las sociedades que los escuchan, sumando sus voces, por otra parte, a la de tantos políticos, sindicalistas y demagogos voluntaristas e izquierdosos que no han hecho sino degradar la moral pública, ahuyentar las inversiones, deteriorar la propiedad privada, privar de incentivos a los que quieren trabajar bien, y fomentar la intromisión parasitaria de funcionarios ineptos y corruptos en la actividad privada...
Pero no caiga yo en lo mismo que critico. Hay suficientes laicos capaces técnicamente de buscar las fórmulas económicas correctas, basadas en la libertad y la honesta competencia, para que tengamos nosotros los curas que meternos en esos temas.
La Iglesia docente, en la secuela de Cristo -y justo en estos momentos en donde del único tema que se habla es del económico-, ha de predicar, antes que nada, el Reino, la búsqueda de cielo, la verdadera Esperanza, la rectificación de todos nuestros deseos de infinito -que desviados hacia las cosas de este mundo traen tanto desorden-, hacia Dios. En todo caso nuestro deber de solidaridad cristiana con el que sufre. Eso lo supo siempre hacer la Iglesia, dando al mismo tiempo al hombre -aún en condiciones extremas de pobreza impensable para nosotros argentinos que ocupamos el puesto 38 entre los países más ricos del mundo-, la posibilidad de hacerse santos. Esa santidad, único bien que vale la pena y que, gracias a Dios, se puede encontrar en pobreza o riqueza, salud o enfermedad, desdicha o prosperidad... La dignidad del hombre no depende de lo que posee; su perfección no está ligada a la ropa que viste, a las tarjetas de crédito que luce en su billetera, a las universidades extranjeras que frecuenta, a sus lugares de veraneo... sino a esa fibra interior de amor a Dios y a los demás que, a imagen de Cristo, aún en la pobreza extrema de la cruz, acumula bienes y vida para la Resurrección.
Y aún a esta vida la hace más amable.