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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1972. Ciclo A

18º Domingo durante el año
6 Agosto 1972

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 14, 13-21
En aquel tiempo: Jesús, al enterarse de la muerte de Juan el Bautista, se alejó en una barca a un lugar desierto para estar a solas. Apenas lo supo la gente, dejó las ciudades y lo siguió a pie. Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos. Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: "Éste es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud, para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos". Pero Jesús les dijo: "No es necesario que se vayan, dadles de comer vosotros mismos". Ellos respondieron: "Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados". "Traédmelos aquí", les dijo. Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y a los niños.


Sermón

Transfiguración

¡La vida, señores, esa mezcla de dichas y de penas, alegrías y sinsabores! ¡Qué misterio el de este pobre ser humano capaz del risueño cascabeleo del regocijo y del lúgubre treno de los llantos!

Porque ¿no es verdad que un poco a eso se reduce nuestro transcurrir entre los dos puntos extremos del nacer y de la muerte? ¿Un recoger alborozado de capullos de bonanza; un enjugar amargoso de lloros de mesticia? Tabores luminosos de transfiguración. Calvarios helados de muerte y sangre.

Trabajos y feriados, clases y vacaciones, noviazgos y peleas, ganancias e impuestos, soles y tinieblas, bodas y velorios, fervores y sequedad, teatros y hospitales, van enhebrando el pasar de las horas, los días y los años del hombre hasta el acabose final e ineluctable de la bocanada postrema.

El tiempo se encarga de dar un mentís solemne a las ilusiones esperanzadas de la dorada juventud. La felicidad plena no es fruto comestible aquí en la tierra. Tienta siempre más allá del alcance de nuestras manos. Es la zanahoria inalcanzable atada rígidamente, siempre, a unos palmos más allá de nuestras cabezas de asnos.

Al principio de la vida parece que todo se tiene al alcance de la mano. El futuro es largo y se atiborra de esperanzas. Las nubes de las penas no suelen ocultar demasiado las luces alegres de los años jóvenes. ¡Se está tan bien y cómodo en esta vida! ¿Quién querrá oír de otras existencias? ¿Quién será capaz de hablar de amenazas de tristeza o de felicidades en el más allá al adolescente que ha recibido como entre sueños el primer sí de los labios de la mujer amada? ¿Qué necesita del cielo el padre joven que acuna en sus brazos a su bebe primero? ¿O el que ha pasado un examen u obtenido un premio apetecido? ¿O ganado cualquier batalla?

O, más burdamente, en nuestro moderno mundo: ¿quién irá a predicar del paraíso al nuevo dueño de un Torino; o al que inaugura su departamento; o al que comienza sus vacaciones bajo el sol playero; o al Negrette (1) el día que se hizo millonario? ¿Para qué el cielo y la vida eterna?

Pero las cuitas y las adversidades son pacientes y, cuando no joroban desde el principio, aguardan -siempre acechando- su momento. Porque, aún cuando las cosas vayan lo mejor posible –y que alguien me muestre, si lo conoce, a alguien a quien, siempre y en todo, las cosas le hayan salido bien- aún suponiendo este raro caso ¿no pasará para él el tiempo? ¿no se encontrará, tarde o temprano, en las postrimerías de su vida? ¿el temor del final inexorable no empañará para nada su alegría?

Y qué, hermanos –decía San Agustín- si os preguntase si queréis ser felices, si queréis vivir sanos, todos me contestarías que desde luego. Pero una salud y una vida cuyo fin se teme no es vida. Eso no es vivir siempre, sino temer continuamente

¡Pobre bicho el hombre! Ávido de ventura e incapaz de obtenerla o de conservarla durante mucho tiempo.

Los antiguos griegos, correctamente, sin conocer aún la Revelación, sacaban, de esta experiencia universal del deseo de felicidad jamás saciado, la prueba de que debía existir una felicidad superior de otro orden que el hombre había de alcanzar en ultratumba. La naturaleza –decían- no puede, sin contradecirse, imprimir en los seres deseos naturales imposibles.

El mundo moderno –que no cree en cambio, ni en Dios ni en la sabiduría de la naturaleza, no tiene más remedio que afirmar cínicamente que este deseo de felicidad plena es un absurdo. “ El hombre es una pasión inútil” , afirma Sartre . Un ansia insaciable y por tanto frustrante que es necesario engañar y distraer gozando al máximo de todos los deleites que la vida depare. Como exclamaban los paganos, según San Pablo : “ comamos y bebamos, que mañana moriremos ”.

Si, señores. Ya que no existe el infinito, engañemos nuestra absurda hambre de infinito. Adornemos -como hacen las cocineras hábiles- nuestra insuficiente comida de pobre con dibujos hechos con verduras de colores. Tomemos esas pastillas para adelgazar que quitan el hambre. Encanijemos nuestras aspiraciones. Llenemos nuestros estómagos y nuestros espíritus con abalorios y baratijas que encandilen nuestros ojos sin llenarlos.

Y eso hacemos. Aturdimos nuestras esperanzas con las luminarias polícromas de la civilización contemporánea. Llenamos nuestras oquedades interiores con el rebullir de las distracciones. Suplimos el auténtico encuentro con nosotros mismos y con el prójimo por el vaniloquio de las compañías y roces superficiales. Engañamos nuestra avidez de profundidad con la magia de los cambios novedosos y de la velocidad. Huimos del pensamiento tétrico e indecente de la muerte acortando lutos, suprimiendo funerales, sepultando a los enfermos y a los ancianos en los asilos y hospitales, ¡bien lejos de nuestras diversiones! Suplimos la reflexión y el pensamiento por las estridencias de las guitarras eléctricas y las figuras huidizas de las pantallas fluorescentes.

Nunca ha existido en la historia de la humanidad un hombre más ansioso de engañarse a sí mismo, de aturdirse, de rehusar el diálogo consigo, de no enfrentarse con el problema final de su existencia, de no querer mirar de frente a Dios, que el de nuestro siglo XX.

Y, sin embargo, en los paréntesis calmos del frenético ritmo de estas vidas; en la reserva silente de los insomnios nocturnos; en el terminar de la fiesta; en el apagar de las luces; en el sabor rancio del aire cargado de tabaco y de la última copa; en el hastío avergonzado del placer oculto; el alma, nuestro ser acallado, despierta, siente su vacío, reclama sus fueros y nos embarga de esa melancolía sorda que no sabemos de dónde viene ni por qué está.

Y, si la vida continúa, ni las más grandes y legítimas alegrías resisten el asalto del tiempo: en la denuncia implacable del espejo, los padres y los amigos que mueren, las primeras píldoras en la mesa de luz, los achaques que llegan, los hijos que nos dejan, las ilusiones que se apagan, el ocaso de la ancianidad que se aproxima.

Si eso fuera todo, señores, alguien se está burlando de nosotros. No me vengan a hablar de un Creador bueno si me ha hecho el chiste cruel de empotrarme adentro esta sed de dicha que descubro, finalmente, imposible de saciar.

Pero, ¡aleluya!: “Creo en la vida perdurable, en la resurrección de los muertos”. Nuestra hambre es legítima. No es un ‘pasión inútil'. Existe una dicha suprema hecha para nosotros, prometida, que una vez alcanzada nadie nos podrá quitar, ningún dolor podrá empañar.

Ni pobreza, ni enfermedad –decía San Juan Crisóstomo - ni nadie que injurie ni sea injuriado, nadie que tenga ira o envidia. Porque toda la tormenta se terminó. Todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz, resplandor y luz. Allí no hay noche ni tarde, ni frío ni calor, ni mudanza alguna. No hay allí vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y aposento de la gloria inmortal, inmarcesible

No ya el monte elevado del Tabor, la alegría pasajera de la transfiguración -pronto trocada en el drama espantos del Calvario-, sino, para siempre con Cristo resucitado, con nuestros seres amados. Cuando podamos decir con Pedro sempiternamente: “Maestro ¡qué bien estamos aquí!”

1- Célebre en la época de la homilía porque primer ganador del PRODE recién oficializado.

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