Lectura del libro del Eclesiastés 1, 2; 2. 21-23
¡Vanidad, pura vanidad!, dice Cohélet. ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! Porque un hombre que ha trabajado con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo. También esto es vanidad y una grave desgracia. ¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol? Porque todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón. También esto es vanidad.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.» Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?» Después les dijo: «Cuidaos de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas.» Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha" Después pensó: "Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida." Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?" Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios»
Sermón
Todos hemos aprendido, cuando estudiábamos la historia de las ciencias, que el cercano antecesor de la química había sido la alquimia. Y nos imaginamos a los alquimistas como obscuros nigromantes en medio de sus crisoles y retortas buscando la piedra filosofal con la cual serían capaces de transformar cualquier mineral en oro. Los consideramos, casi despectivamente, burdos personajes, ciencia en pañales, guiados por el mito de Midas y de la pura ambición de riqueza. ¡Fabricar oro y hacerse ricos por medio de técnicas primitivas y en su mayoría ineficaces.
David Teniers el Joven (1610 – 1690)
El alquimista. El Prado.
En realidad la alquimia era algo más que una técnica fabril 1. Era, en todo caso la praxis que, como fundamento, estaba asentada en doctrinas cabalísticas y esotéricas. Al buscar ‘la piedra filosofal', que era la capaz de transformar lo materia más vil en oro, de ninguna manera estaba guiada por una torpe propósito de codicia puramente económica utilizando métodos de índole más o menos químicos. El alquimista no buscaba transformar la materia a la manera como lo hace la física y la química modernas, son que intentaba transformarse a si mismo. El objetivo del alquimista no era el oro material, sino la metamorfosis del espíritu. En la alquimia hay como un intento de unir la técnica con la ascética o la mística. Se trata de transformar al hombre no a las cosas.
Y es en esto que la alquimia se diferencia fundamentalmente de la química. No en su mayor o menor nivel de progreso científico. Sino en sus objetivos humanísticos, su mirada filosófica, el contexto moral de sus investigaciones y experimentos. Aunque este aspecto humanístico estaba depravado precisamente por la doctrina cabalística y confiaba esta transformación a las fuerzas naturales y no a la gracia nos descubre que el indagar las fuerzas de esta naturaleza para el alquimista no era algo que pudiera separarse de lo ético, de las finalidades supremas.
Hoy en día la educación prescinde de lo ético y aún lo humanístico en todos sus campos. Las ciencias –al menos la que se imparte en nuestros colegios y universidades- se encaminan en su gran mayoría al puro dominio de la materia. Cada vez más arrinconados están aquellos estudios que, a través de la historia, de la literatura, del arte ayuden al científico o al técnico a tener un visión global y profunda del ser humano. De diversos campos surge la denuncia de que la formación que se imparte a los educandos mira sobre todo a su futura inserción en la civilización de la producción y del consumo. En todo caso, a la creación de la ‘riqueza'.
Cuando se investiga algo, lo que interesa es, acotadamente, lo estudiado, no el sujeto que estudia, no aquellos a quienes llegará, de diversas maneras, los frutos, tanto en forma de conocimiento como de logros técnicos, de lo descubierto.
Esa no era la actitud del alquimista. Y, en realidad, estrictamente, tampoco el objetivo, no digo de las naciones comunistas, pero si del marxismo como tal, para quien –heredero de las doctrinas hegelianas- el trabajo no solo transforma los objetos sino que es capaz de crear al ‘hombre nuevo'.
Pero es verdad que, cualquier observación científica tendrá el máximo de garantía de verosimilitud cuanto menos esté determinada por el subjetivismo del observador. Subjetivismo que, por supuesto nunca podrá ser evitado del todo y, menos, desde los postulados de la teoría cuántica.
Pero, aún sin ésta, es de experiencia común el que nuestras sensaciones respecto de las cosas son cambiantes. Según la temperatura de mi mano una cosa me puede parecer, a mi, caliente, a otro, fría. El termómetro en cambio es, salvo error de lectura, infalible. De tal manera que, contrariamente a la alquimia, en la ciencia moderna cuanto menos las observaciones dependan del observador, del investigador, más precisas serán. El ideal será la máxima objetividad científica, lograr un método que no pueda contaminarse por el sujeto que investiga. Mucho menos de su moralidad o su ética.
Eso se logra hoy en día casi perfectamente por medio de la matemática pura, introducida en los algoritmos de las computadoras. Esta metodología matemáticamente pura se desinteresa ya del sujeto, que puede ser todo lo ‘impuro' que se quiera sin influir en los resultados.
Tal metodología en el campo de lo estrictamente científico, parece intachable. No lo es tanto desde el punto de vista de lo humano. Al laboratorio o a la fábrica no le interesará la moralidad del investigador, sino su intelecto indagador y su eficacia. Así podemos crear un monstruo. Un ser humano desarrollado en solo un aspecto de su ser, hecho mucho más que para el cálculo.
Así, el hombre como hombre, cada vez más pierde su centralidad. Interesa lo de fuera, lo que podemos hacer, tener, transformar, no el hombre, no el ser humano como tal. Y, cuando el problema humano aparece, lo sometemos también a técnicos, a psicólogos, a psiquiatras, a sociólogos, para que los manejen objetivamente con sus métodos y si fuera posible hasta con sus computadoras.
Jean Piaget 2, científico y psicólogo suizo, denuncia la gravedad del problema aún en el campo de la mera ciencia. Sin interés por el sujeto “no podrá avanzar ni siquiera la investigación pura” –dice- “que exige creación, genio, intuición e, inclusive, afirma, cualidades morales”. Ninguna computadora puede reemplazar al hombre.
Es interesante que, entre los verdaderos científicos, exista como una vuelta al hombre, al interés por lo humano. Hace poco “Time” 3 entrevistaba a una serie de investigadores que afirmaban que lo que interesaba ahora no era tanto la investigación a secas sino ‘el sentido' de la investigación, para que los resultados prácticos de la ciencia tuvieran significado para el hombre.
Frente al tremendo poderío de la técnica moderna que con tantos logros, a la vez ha causado tantos desastres y puede causarlos peores aún, uno de estos científicos afirmaba: “ si no se toma por este nuevo camino, la ciencia desembocará en un callejón sin salida y el progreso de la investigación se volverá en contra de la vida .”
Edward Matchett 4, discípulo del psicólogo vienés Viktor Frankl, en su libro “ Hacia una tecnología del nuevo mundo ”, sostiene que, en la construcción del mundo futuro, es indispensable equilibrar el ‘afán de placer' , del cual hablaba Freud, y el ‘afán de poderío' del cual hablaba Adler, con el ‘afán de significado' .
Y así es, porque el hombre es hombre en cuanto se pregunta el para qué de las cosas, el hacia dónde de su vida. ¿No es acaso una de las angustias más punzantes de cualquier hombre el no saber para qué vive, para qué existe? El ‘afán de significado', dice Frankl, es el constitutivo de lo humano.
Pero de tal manera esto pertenece a las características del hombre que si despojamos a la ciencia de objetivos superiores, de auténtico sentido, este vendrá de fuera, lo impondrán otros y es probablemente que esos significados lo imponga la gnosis cabalística, el hermetismo judío, el impulso prometeico y adámico.
Y todo esto ¿va a qué?, preguntarán Vds. Al problema de los bienes materiales, del progreso económico. Por un lado vemos que la pobreza es alabada en el evangelio. Por el otro vemos que el Papa y los obispos hablan de que hay que ayudar a hacer ricos a los pobres. ¿En qué quedamos, pues? ¿Hay que hacer a los ricos pobres o a los pobres ricos? ¿Las riquezas son malas o buenas? ¿Los bienes exteriores son valiosos o hay que renunciar a ellos?
Y, nuevamente, los bienes materiales son buenos –como la ciencia que de ellos se ocupa- en la medida en que sirvan o no al significado, al sentido de la vida humana. Es evidente que, en los pueblos subdesarrollados, la falta de medios materiales hace que muchas capacidades queden frustradas y que esos pueblos puedan ser llamados, como dice Frantz Fanon (1925-1961) 5, ‘bárbaros' o ‘infradotados'. La carencia de medios para desarrollarse hace que muchos hombres dotados de talento deban resignarse a no crecer, a permanecer en la pobreza no solo material sino humana. No es ajeno a nuestra experiencia personal el ver a niños con aspecto de que, en otro medio, hubiera podido perfectamente inscribirse en colegios caros y universidades, revolviendo basura.
Pero, al revés, afirma el mismo Fanon, en los países muy desarrollados, con exceso de medios materiales, la conciencia del hombre se identifica con las cosas que posee y se produce una ‘pérdida de ser'.
Entonces ¿qué? ¿Ni muy ricos, para no volcarnos totalmente a las cosas y vivir sumergidos en los bienes de consumo, identificando nuestro ser con la posesión de mi departamento, de mi auto importado, de mi televisión en colores, del poder y del placer que me posibilita el dinero? ¿Ni muy pobres, para que no me falte lo indispensable y no viva la angustia del hambre, del techo, de los remedios, del vestido? ¿Una ‘aurea mediocritas'?
Ni una ni otra cosa. El problema no está allí, como decía hace poco Juan Pablo II en Brasil, contestando a un grupo de intelectuales brasileños. Se puede conservar la dignidad aún en la pobreza de un campo de concentración. Se puede ser digno y humano aún administrando grandes bienes de fortuna.
La cuestión no se centra en lo pobre o en lo rico. Retrata bien la dignidad de los protagonistas en medio de oscura pobreza el film de Ermanno Olmi “ El árbol de los zuecos ” (1978). O el señorío de la madre de Don Bosco, a pesar de su miseria. O las dignísimas pobrezas españolas que describe en sus obras José María de Pereda.
En la noche de Navidad, campesinos pobres ofrecen regalos a una familia de mendigos itinerantes, Ferdinand Georg Waldmüller , 1854 – Museo Provincial de Styria, Graz, Austria.
Ya sabemos que cualquiera de nuestros abuelos o bisabuelos vivía con mucho menos que cualquiera de nosotros y es muy probable que, en altura moral y humana –y aún felicidad- difícilmente podamos parangonarnos a ellos.
Y no quisiera ser odioso y tener que comparar la grandeza de alma de cualquiera de mis hermanas carmelitas, sin calefacción, sin televisión, con apenas su jergón y su mesita en su celda helada, con cualquier señorita que cambia de vestido todos los meses y, en medio de la calefacción y bien alimentada masca chicles frente a su televisor en colores, mientras piensa distraídamente en el muchacho con el cual anoche bailó.
Nuevamente, cuestión de significado, de sentido, no de posesiones. ¿De qué vale dar a la gente cada vez más cosas si no sirve realmente para elevar el significado de su existencia?
A veces trato con muchachas pobres del interior que, criadas en medio de dignas y cristianas familias, vienen, atraídas por Buenos Aires, huyendo, a veces, de pobrezas casi miserables. Llegan modestas, ignorantes, pero buenas. Se colocan en una casa de familia, en un negocio, ganan su sueldo no despreciable. Al poco tiempo uno las ve, vestidas como porteñitas, aunque quizá sin su aplomo y, para quien bien observara, algo disfrazadas. Han gastado todo su sueldo en trapos, en zapatos, en revistas y fuera de su ambiente, renunciando a sus buenas costumbres, se lanzan inermes al mundo engañoso de la diversión. ¿Han salido de la pobreza? ¿Qué han ganado?
Pero, aún los nuestros, los de aquí, ¿qué les enseñamos? ¿detrás de qué los manda nuestra sociedad actual, nuestros libros, nuestra enseñanza, nuestros ejemplos televisivos?
Prosperar. Tener y disfrutar. Recibirse para ganar.
Es verdad: el tener me posibilita también el acceso al mundo de la cultura. Pero ¿automáticamente? ¿En que gastan nuestras clases pudientes, nuestros nuevos ricos, nuestros políticos arribistas?
Gran porcentaje de ‘no lectores', de oidores de músicas imposibles, de diversiones estropajosas y libertinas, sale de nuestras clases más o menos adineradas.
La mayoría realmente teniendo más ¿accede a la cultura, se humaniza?
¿No hay tantos sociólogos, psicólogos y filósofos contemporáneos que hablan de vida fútil, consumística, egoísta en nuestros países del llamado primer mundo?
Aún nosotros, estudiando el transcurrir de nuestros días, podemos notar cómo derivamos sumergidos en una vida inquieta, desasosegada, que nos quita el tiempo para lo importante, para los nuestros, para la lectura, la oración y aún para la verdadera salud, no la que estira nuestra piel o le da color sino la que no nos agranda las coronarias. ¿Y será verdad que las multinacionales, en general, prefieren en los puestos gerenciales a hombres sin familia o con familias fracasadas que sean capaces de entregarse más enteramente a las primeras?
Sin más que, de por si, todo es pasible de ser bien utilizado. ¿Quién no se da cuenta de las posibilidades al bien, a la bellezas, a la verdad, a la cual nos abren los medios masivos, la técnica? Pero la realidad es que las mayorías tienden a utilizarlas mal. Solo el hombre virtuoso, interiormente grande, es capaz de resistir la seducción del abuso y mal uso de los bienes exteriores. Y ha habido santos que lo han hecho: santos reyes, santos pudientes.
Pero aquí ya estamos hablando no solo de virtudes humanas, sino, de ‘significados', de ‘sentido'. Porque no cualquier ‘sentido' se adecua al ser del hombre. No podemos dar sentido, alquimistamente, a nuestras vidas. El sentido, el para qué, de nuestra existencia, no es objeto de elección. Nos viene dado por nuestra naturaleza. Mejor nos viene propuesto por nuestro Creador. Hemos sido creados ‘para algo'. Ese ‘para algo' no es nada más ni nada menos que la Vida verdadera, la eterna, la de Dios. Todo lo demás acciones, bienes exteriores y aún bienes interiores y virtudes están subordinados a esta finalidad que nos excede.
Quién presta oídos y finalmente descubre al Dios que nos llama, es capaz de darse cuenta de que ese ‘para qué' de nuestro existir no está unido indisolublemente a las riquezas. Que todo es ‘vano'. “¡Vanidad de vanidades!” Evanescente, vapor, efímero, sombra.
¿No valdrá la pena de una buena vez ocuparse de ser y no de tener y, como los antiguos alquimistas, pero recurriendo a la gracia no a nuestras fuerzas y riquezas naturales, buscar la piedra filosofal que nos transforme en oro de Cristo, en partícipes de las riquezas eternas, de la verdadera Vida? Sabiendo por otra parte, que a aquel que busca el Reino de Dios todo lo demás le será dado por añadidura.
“¡Insensato, esta misma noche te reclamarán lo que de ti hayas hecho en el amor a Dios y a los demás, no lo que has acumulado en tus graneros!”
1 Véanse los estudios de Mircea Eliade (1907-1986) y Serge Hutin (1929-1997)
2 Jean Piaget , Introducción a la epistemología genética , Paidós, Buenos Aires 1975
3 2 Abril 1973
4 Edward Matchett (1929 – 1998), libro citado , Instituto del Diseño Industrial, Universidad Nacional de Rosario, 1973 y “ Creative action the making of meaning in a complex world ” (London 1975).
5 Frantz Fanon (1925 – 1961) pensador panafricanista neomarxista del siglo XX, Sus trabajos, principalmente "Peau noire, masques blancs" París, 1952 y "Les dammés de la terre" 1961 inspiraron muchos movimientos marxistas de liberación anticolonialista.