Ez 16, 2-4. 12-15
Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 24-35
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?". Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello". Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?". Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado". Y volvieron a preguntarle: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo". Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo". Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan". Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.
Sermón
Si uno tuviera que caracterizar a la religión judía –y luego cristiana- en contraposición a cualquier otra religión del universo, podría decir que, mientras el resto de las concepciones religiosas tienden a ubicar al hombre en el estatismo de su situación, haciéndole aceptar un orden cósmico superior al cual hay que obedecer, o en una situación limitada por el tiempo y el espacio a la cual el hombre debe adaptarse, o en una naturaleza o sociedad sagradas en las cuales el hombre debe, obedientemente, integrarse, como parte de un todo, o sujeto a avatares caprichosos de la vida -a los cuales avatares el hombre ha de aprender a resignarse-; el judeo cristianismo, en cambio, es todo lo contrario. Desde la llamada de Abraham a dejar su tierra, sus dioses y sus tiranos locales para adentrarse en la búsqueda de un futuro lleno de ilusiones, toda la revelación es como una especie de tratar de instar al hombre a ponerse en marcha, a moverse, a no resignarse a lo que es, ni conformarse con lo que posee sino ambicionar el encuentro de una tierra prometida.
“Vete de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré”.
Y, desde las tierras ricas de Ur, de donde era oriundo, el instalado y acaudalado jefe de tribu que era Abraham, deja todo y marcha hacia lo ignoto, para peor transitando el austero desierto palestino.
La tierra prometida. Un futuro que enciende siempre el corazón del hombre y, lejos de resignarlo, lo abre al anhelo, al deseo y a la lucha. Llamado que, sacudiendo la inercia y el estatismo del pueblo de Israel, Dios vuelve a repetir en cada uno de los patriarcas. Instalación tan enemiga del camino, de la marcha y del progreso que, cuando parece que el pueblo elegido se conforma con lo que es, con lo que tiene, Dios lo sacude con calamidades, para que se ponga nuevamente en marcha. Otra vez a luchar. Como si Dios usara de los males que permite en la vida de su pueblo para que este no se quede, no se conforme, busque más allá.
Rubens, Abraham se encuentra con Melquisedec .
¡Se está demasiado bien en el fértil valle del Nilo! Los judíos se establecen; construyen ciudades y arreglan y adornan sus casas como para quedarse allí para siempre. El Señor, entonces, suscita faraones que los persiguen, que los esclavizan, que les hacen el vivir gravoso y duro. Y, otra vez, es la marcha, el avance, el éxodo. Acaudilladlos por Moisés. Allá está, otra vez, a lo lejos, en el futuro, la tierra prometida ‘que mana leche y miel'.
Y es la lucha de los ‘jueces': Débora, Gedeón, Jefté, Sansón, Samuel. Todos mirando al futuro, al día que el Señor cumpla sus promesas. E, inmediatamente, son Saúl, David y Salomón –los reyes, los ‘ungidos', los ‘mesías' legendarios y fundadores del reino-, construyendo, en la batalla, un reino relativamente importante. ¿Concreción de los sueños? De ningún modo. Ya al fin de Salomón los autores bíblicos señalan como un intento de instalarse, de creer que se habían cumplido las promesas, que Dios había creado a su pueblo para satisfacerlo con un reino próspero y que era posible fundar una sociedad justa y feliz que colmara los quereres de los hombres.
“No” –parece decir Dios- “Muévanse; no se detengan, no se estacionen. Todavía más allá, más lejos…”
Boticelli, Los judíos en Egipto
Y permite que se divida al reino, Norte y Sur, Israel y Judá, en una historia paralela de progresos y decadencias, de intrigas, de luchas entre ellos, hasta que Israel cae bajo la espada de los asirios y, luego, Judá bajo la de los babilonios.
Y, mientras tanto, la espera del hallazgo de la tierra prometida, se había convertido en el aguardo de un rey, que tendría las mejores cualidades de David y Salomón. Un nuevo ‘ungido', un mejorado ‘mesías' que restauraría el Reino.
La larga serie de reyes ineptos de la dinastía davídica, el fracaso aún de los reyes buenos y los largos años ¡siglos! de sucesiva dominación persa y, luego griega –Lagidas y Seléucidas-, romana, fueron convenciendo poco a poco a los judíos que nada podía esperarse de un caudillo real.
Se habían visto demasiados reyes, muchos dominadores extranjeros, muchas leyes distintas, tantos sistemas. Y, siempre, la injusticia, la mediocridad de los más, el triunfo sistemático de los sinvergüenzas, la ineptitud de las clases dirigentes y, en el mejor de los casos, las desgracias y enfermedades populares y personales. Y, finalmente, enemigo invencible, siempre, la muerte.
No. Ningún Mesías humano ungido por profeta, espada o urnas podía cambiar la situación. Solamente Dios. Y, en todo caso, con la fundación de un reino que estuviera mucho más allá de cualquier utopía puramente humana y con bienes mucho más abundantes que los que ofrecían ferias y mercados y la teología ingenua de los primeros tiempos.
Y, entre la promesa y la desgracia, entre la ilusión y la desilusión, Dios va creando en el judío un corazón perpetuamente insatisfecho, hambriento, abierto a un futuro cada vez más intemporal, rebelde a las migajas del presente, inflado de ambición y de deseos.
Es así como ya está preparado para abrirse a una superior promesa. Ya no la tierra prometida, no solo la leche y la miel, no solamente el rey justo y la nación poderosa, sino la irrupción de lo divino en lo humano.
Es hacia el año 200 AC cuando, en la literatura ‘profética' (que ahora se transforma en ‘apocalíptica' –‘apocalipsis' quiere decir ‘revelación'- porque quiere revelar una dimensión nueva al ser del hombre), precisamente, en el famoso libro de Daniel , de los últimos del AT, aparece, figurado en el futuro, un personaje divino que, no desde lo humano sino desde Dios, desde lo gratuito y sobrenatural, vendrá a instalar, destruyendo todos los imperios puramente terrenos, un nuevo tipo de sociedad, eterna, indestructible, divina.
Y a este personaje –nuevo tipo de Mesías apocalíptico- Daniel lo llama, en el capítulo 7 de su libro, “hijo del hombre”, “bar nasa”, en arameo, “ben adam”, en hebreo.
En realidad, desde el punto de vista gramatical, el giro ‘hijo de' sirve para señalar a un individuo singular de un género plural. Por ejemplo, decir ‘hijo de profeta', no habla de un descendiente biológico de un progenitor que cumple tal oficio, sino de un profeta individual, de un alguien que cumple este oficio. De tal manera que, literalmente, decir ‘hijo de Adán' no es otra cosa que decir un individuo de la especie humana. Un hombre. Pero Daniel, al remarcar los rasgos de este ‘hijo de hombre' quiere decir algo así como ‘el hombre', ‘el ser humano por antonomasia'.
Es decir, ‘el hombre', es el verdadero ser humano, el prototipo, aquel al cual hay que apuntar y todavía Vds. no son. El ‘hijo del hombre', el Hombre, es el que va a venir, no lo que todavía ustedes son. Ustedes son aún ‘proyecto de hombre'. Embriones de seres humanos. Semillas de lo que pueden llegar a ser.
El Hombre, el ‘hijo del hombre' no ‘es', ‘será', ¡seremos! Y por obra no de nuestras fuerzas, de nuestras habilidades humanas, de nuestro instalarnos en este mundo, don de Dios que anidará en nuestra insatisfacción, en nuestra rebeldía y protesta por lo que somos y tenemos, en nuestra ambición de más y más, en la inquietud de las desgracias que nos aquejan y espolean, en nuestra mirada liberada del hoy de la tierra y puesta en los horizontes verdes y azules, brillantes y esplendentes, de Dios.
Pero las multitudes esperan todavía al Mesías. La esperanza en el ‘hijo del hombre' no es aún común a todos los judíos. El personaje de Daniel –este libro tardío- es poco conocido por la plebe. Por eso buscan, en Jesús, al Rey, al Mesías al que les ha presentado los signos de Moisés y de David, y simbolizado la abundancia del Reino terreno y de la justicia en el reparto del vino, de la salud y del pan.
Sí. “Han comido pan hasta saciarse” y Jesús no quiere que se sacien. Quiere que todavía hambreen y busquen mucho más.
No todo lo que puede hacer bella y hermosa esta vida –el alimento perecedero-, sino “el que permanece hasta la Vida eterna; el que les dará el hijo del hombre”.
Y “¿qué obras haya que hacer para llegar a ella?
No hay que hacer nada -dice Jesús- ¡no se puede hacer nada!. Porque esta Vida eterna que es de Dios está totalmente alejada de toda posibilidad humana. Hay que simplemente aceptarla, como don.
“Creer en Aquel que Dios ha enviado”.
Así recibirán el pan, no el que fabrican la inteligencia, la fuerza, los hornos y la harina de los hombres, sino “ el que desciende del cielo y da vida al mundo”
A pesar de nuestra pesadumbre extrema, este desaliento de los argentinos, sucesivamente decepcionados por revoluciones que no fueron, por Martínez de Hoces que nos hicieron prosperar, por Menéndez que vergonzosamente se rindieron, por Menotti o Vilas que no triunfaron, en una sucesiva decadencia de esperas cada vez más pedestres, quizá puedan hacer elevar nuestros ojos y apetencias a bienes superiores.
Porque así termina todo el largo camino de la pedagogía de Dios en el Antiguo y Nuevo Testamento. Pedagogía de ambición, de inconformidad, de lucha y rebeldía. Con lícitas búsquedas, sí, de tierra prometida –a fuerza del trabajo, la técnica, la ciencia, el progreso, la medicina-. Luchas legítimas, sí, por el reino del Mesías –la justicia, la gran Nación, la expulsión del extranjero, la independencia-. Pero, en última instancia, abiertos al único capaz de saciarnos definitivamente. Mirando siempre la única definición verdadera de ‘hombre'; más allá de este mundo, hambrientos del infinito para el cual hemos sido creados.
Que si nuestros deseos se detiene exhaustos y empequeñecidos solamente en horizontes terrenos, en nación y en patria, por más que invoquemos a Dios para retenerlas, El aventará de un manotazo esas pobres ilusiones y hambres, para que nos abramos al único Bien con el cual nunca tendremos sed. Ambición del Pan de Vida, de Jesús, del ‘Hijo del Hombre'. Del verdadero, acabado y perfecto ser humano que, por gracia de Dios, seremos en la eternidad.