Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 24-35
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?". Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello". Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?". Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado". Y volvieron a preguntarle: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo". Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo". Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan". Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.
Sermón
En la costa oeste de la Península del Sinaí crece una especie de tamarisco, el ‘tamarix mannifera' que tiene una savia de la cual se alimentan unos insectos hemípteros parásitos, conchillas que pican la corteza para chuparla por medio de unas trompas. De los orificios que dejan brota, durante la noche, un jugo espeso que cae al suelo formando una especie de bolitas blancas, gomosa, dulces y perfectamente comestibles. Allí suelen ser recogidas por las hormigas, temprano a la mañana, porque, con el calor del mediodía, se derriten y son absorbidas por la tierra.
Para las tribus hebreas que con sus pocas cabezas de ganado habían dejado Egipto y tenían que subsistir en esos yermos este fenómeno constituyó una prueba más de la protección que Yahvé les prestaba. E Israel, en realidad, poco a poco, va comprendiendo que Dios no es solamente el genio de la lámpara de Aladino que solo tiene poder para realizar de cuando en cuando algún prodigio, algún milagro, sino que es el supremo Creador, amo y Señor de absolutamente todas las cosas y de quien depende hasta el más minúsculo de los acontecimientos, sea éste producido por causas naturales sea que, excepcionalmente, se saltee alguna para que, aún los más estúpidos, se den cuenta de su presencia.
Con lo cual se corre un cierto riesgo -por eso a Dios no le gusta demasiado lo que nosotros llamamos ‘milagro'- porque algunos se confunden y creen que a Dios se lo encuentra solamente en los milagros, en lo prodigioso, en lo fantasmagórico, y no en los normales acontecimientos de la física, la química, la biología, las ciencias y la historia y, por supuesto, en Cristo y en su Iglesia, en cuanto forman parte de esa historia. Dejan de lado alegremente la ciencia, la filosofía, la revelación auténtica terminada con los apóstoles, el Magisterio de la Iglesia y la Teología, por cualquier hacho pseudomístico o autosugestión supersticiosa o fenómenos histéricos o parapsicológicos: desde los pastores que hacen curaciones en las canchas de football, pasando por los videntes, los manosantas, los pentecostales…, terminando con los espiritistas y el vudú. Creen que Dios está más en esas cosas raras que en el milagro perpetuo de la naturaleza y sus leyes y su Cristo y su Iglesia.
No: Todo eso forma el submundo de lo religioso y, aunque a veces pueda acompañar ‘lo auténticamente religioso' siempre será de manera secundaria y periférica. Solo como signo, como llamado de atención, a realidades más profundas. “ Vds. me buscan –reprocha Jesús- no porque han visto signos, sino por el milagro, porque han comido pan hasta hartarse ”.
Y en realidad, desde el principio, los hebreos tomaron a estas bolitas gomosas llamadas ‘man' o ‘maná', como signo del cuidado, de la protección, de la benevolencia, que, en su historia, Dios, Yahvé, prodigaba a su pueblo. Benevolencia que no había consistido solo en protegerlo de sus enemigo y proveer a sus necesidades económicas de proteínas e hidratos de carbono, sino que se había manifestado en la estructuración de Israel como pueblo, como sociedad humana integrada políticamente por el código mosaico, edificado alrededor de los famosos diez mandamientos. El paso que los antropólogos reconocen precisamente como de la naturaleza o la animalidad o la vida biológica a la cultura o vida humana. Y, ahora, entonces, el pan, el maná, no es solamente lo que sostiene la vida fisiológica, la animal, sino la que sostiene la vida humana, la vida cultural y política. Por eso ya el libro del Deuteronomio eleva el maná a la categoría simbólica superior, a signo más denso, cuando al hablar de los diez mandamientos los asimila al pan: “ te dio de comer el maná para mostrarte –dice- que no solo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahvé ”. Ya el maná aquí es lo que permite no solo la vida corporal, sino la autenticidad humana posibilitada por la justicia y la ley natural que los mandamientos plasman de manera lapidaria.
Las sociedades de hoy, extraviadas por la Revolución, han olvidado este pan: buscan solamente el de la vida fisiológica y, en cuanto a lo humano, creen poder fabricarlo prescindiendo de los diez mandamientos, de la ley natural, y, así, en vez de encontrar vida encuentran frustración, hastío, enfermedades -desde el infarto hasta la ‘peste rosa'- y, en lo político, despotismo o caos, desintegración o masa, egoísmo, divorcio, esquizofrenia, terrorismo, soledad, insatisfacción.
Pero, en fin, quizá la insatisfacción, al fin y al cabo, no sea tan grave, porque la insatisfacción es una especie de hambre. Y solamente come, o busca comer, el que tiene hambre. El hombre, a medida que va satisfaciendo sus necesidades inferiores, suele ir dándose cuenta que van surgiendo otras hambres, otras necesidades.
Y no vamos a entrar aquí en la descripción de esa dinámica que lleva al ser humano a definirse como un ser nunca definitivamente satisfecho y siempre en búsqueda. Ya de eso se ocupan suficientemente la psicología y la filosofía. Pero es experiencia universal y ciertamente también de Israel que, aún saciados con el pan de abundantes cosechas en la tierra prometida, aún viviendo de acuerdo al pan de la Palabra de Dios que era su la Ley, la Tora, aún así, hay insatisfacción y, entonces, pudieron abrir sus esperanzas a una realidad mucho más alimenticia y vital que la simbolizada literalmente en el maná y por el pan que era la Palabra de Dios en la Ley.
De tal manera que, en este proceso, el concepto de maná se espiritualiza más aún y, ya en un salmo tardío, el 78, al pan se lo llama ‘trigo celeste, del cielo' y ‘pan de los ángeles' y es signo, símbolo, de una misteriosa salvación, vida, saciedad divina que Yahvé promete a su pueblo para el futuro.
Saciedad que nosotros sabemos hoy nos trae Jesús. Él realiza -esta vez sí- el milagro de la multiplicación de los panes, después de cruzar el mar, el lago, como Moisés. Pero su interés no es de ninguna manera el prodigio en sí, la alimentación fisiológica de los que lo rodeaban. Su interés es que los judíos sepan mirar el signo, el símbolo y que se eleven, por fin, a la búsqueda de la vida verdadera y definitiva que les viene a traer Él.
Porque ahora el pan, el maná, no es el trigo o la secreción del tamarisco o de la Providencia de Dios que interviene en nuestros metabolismos biológicos, ni tampoco su Ley -la ética o la moral que permiten la vida humana en sociedad y la paz de las naciones- sino que, más allá de la vida puramente fisiológica, más allá de la vida puramente humana, Dios llama, por medio de Jesucristo, al hombre a la Vida origen de toda vida, la suprema Vida, la vitalidad por antonomasia, que es el mismo vivir de Dios.
“Yo soy (1) el Pan de Vida”, dice Jesucristo. Por medio de Él, siguiendo sus enseñanzas, su camino y conectados a Él por el cordón umbilical de los sacramentos que nos hacen vivir en la matriz de la Iglesia, gestándonos en fe, esperanza y caridad, nos vamos alimentando hacia la Vida definitiva, sempiterna y divina que Jesús nos ofrece.
Él es, pues, el verdadero maná que vuelve a simbolizarse ahora otra vez en el pan de la Eucaristía. Pero ya no se trata de jugos gástricos para digerir su fuerza y trasportarla a nuestros músculos. No. No basta ahora masticar y tragar.
El pan eucarístico es la presencia real de la Palabra viva, de la fuerza candente y del amor apasionado de un Cristo que interpela, no a nuestro estómago, sino a nuestro corazón, a nuestra mente y a nuestros puños, para responderle, no en aumento de peso, sino creciendo en vida y en obras, en obediencia y en celo, en testimonio y en combate, hasta que seamos paridos a la eternidad.
1- ‘Egò eimì'. Y el ‘Yo soy' recuerda al mismísimo nombre de Dios: Yahvé, ‘el que es'.