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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1987. Ciclo A

18º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 14, 13-21
En aquel tiempo: Jesús, al enterarse de la muerte de Juan el Bautista, se alejó en una barca a un lugar desierto para estar a solas. Apenas lo supo la gente, dejó las ciudades y lo siguió a pie. Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos. Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: "Éste es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud, para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos". Pero Jesús les dijo: "No es necesario que se vayan, dadles de comer vosotros mismos". Ellos respondieron: "Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados". "Traédmelos aquí", les dijo. Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y a los niños.


Sermón

El Padre Francisco Dalmazzo , salesiano, muerto no hace muchos años, tuvo la suerte de, en su infancia, conocer a Don Bosco y ha dejado escritos en sus memorias, varios episodios que le tocaron vivir junto a él. Entre otros, cuenta que, estándose un día confesando, antes de la Misa de la mañana, con el mismo Don Bosco, en la capilla de una casa que el mismo santo había fundado y donde recogía a huérfanos, poco antes del desayuno, se acercó uno de los chicos mayores encargado de la comida y le dijo: ” no se puede dar desayuno, no hay pan… el panadero no nos quiere fiar más… ” “ Junten todo lo que haya en el comedor ” contestó Don Bosco. Y siguió confesando tranquilamente. Acabada la Misa, y después de la acción de gracias, los muchachos fueron saliendo, uno a uno, de la capilla y Juan Bosco se puso a la puerta, como de costumbre, para ir repartiendo a cada uno su desayuno. Le trajeron un canasto con todo lo que pudieron encontrar. Dalmazzo, que se había puesto a su lado miróa y vio que, adentro del cesto, no había más que diez o doce pancitos. “ Don Bosco -relata- da uno a cada muchacho que sale, les dice una palabra, les dirige una sonrisa y ellos le besan la mano. Todos reciben un pan y son trescientos y yo, concluido el reparto, vuelvo a mirar la canasta y veo la misma cantidad que al principio, sin que hubieran traído más pan, ni cambiado la cesta...”

Otro episodio -también contado por Dalmazzo-. Era el ocho de septiembre, una fiesta de la Virgen. La Iglesia estaba llena de muchachos: seiscientos que iban a comulgar. Se había preparado un gran copón lleno de hostias que Don Bosco iba a consagrar durante la Misa. Pero el ayudante -que no era como los míos- se olvida de llevarlo al altar. Recién se acuerda cuando ha pasado el instante de la consagración y su distracción no tiene remedio. Al llegar el momento de la comunión Don Bosco abre el sagrario y solo encuentra un pequeño copón con unas pocas hostias. Después de breve vacilación mira la imagen de la Virgen , toma el copón y se dirige resueltamente al comulgatorio a dar la comunión a sus seiscientos comensales. Ni uno se queda sin comulgar y, cuando termina, aún hay hostias para volver a guardar en el sagrario.

De muchos otros santos -por ejemplo, Don Orione, casi contemporáneo a nosotros- se cuentan hechos análogos, perfectamente comprobados. Es ridículo, pues, pensar que, como predicaba un lamentable obispo argentino el año pasado, la multiplicación del pan por Jesús consistió en que, ante las palabras de Cristo, todos los presentes, venciendo su egoísmo, compartieron con los demás lo que cada uno tenía y, así, nadie quedó sin hambre. Un milagro comunista, digamos.

Es verdad que los antiguos eran mucho más crédulos que nosotros respecto a los milagros. Lo prodigioso no se contraponía tan claramente a lo natural. Formaba, de alguna manera, parte de lo cotidiano, del imaginario popular. Pero, por eso mismo, no tenían necesidad de inventar milagros, ni estos les llamaban excesivamente la atención. Ni los evangelistas -en el caso de la vida de Jesús- se apresuraron a escribirlos todos, como para demostrar los poderes mágicos que Cristo tenía. Nada que ver. Tanto es así que milagros que a nosotros nos impresionarían mucho más -como el de la resurrección de Lázaro- no se le ocurre ponerlos por escrito, sino, tardíamente, a Juan, y en función de una enseñanza sobre la Vida.

Lo mismo que la resurrección de la hija de Jairo, que solo cuentan Mateo y Marcos; o la del hijo de la viuda de Naim, que solo narra Lucas.

En cambio este milagro menor del pan -y que Cristo realiza al menos dos veces- es contado por los cuatro evangelios, pero no por el milagro mismo.

Ni siquiera nos cuentan cómo se hizo: si en las manos de Jesús o en la de los apóstoles o formando una montaña de panes -como lo hubiera gustado contar un periodista o a un curioso o un amante de espectáculos-.

No: el milagro está fuera de toda duda y saben bien los evangelistas que Jesús hizo éste y muchos más que no tienen ningún interés especial en recordar. Si los evangelistas están tan entusiasmados con éste del pan en especial es porque, más allá de lo sorprendente del milagro, la historia ofrece la posibilidad de ser relatada y leída como una instrucción sobre otro pan, que ofrece Jesús permanentemente a la multitud: la Eucaristía.

Y, fíjense, Mateo -el de nuestro escrito de hoy- que no dice ni una sola palabra de cómo ocurrió el milagro, se complace, en cambio, en recordar los ‘gestos' que hizo Jesús cuando pronunció la bendición y partió el pan. Al leer estas frases ¿quién no recuerda que son los mismos gestos que Jesús realizó durante la Última Cena y los que realiza el sacerdote cada vez que celebra la santa Misa?

Al decir que “ Jesús partió los panes ” se usa una forma de hablar que, para los primeros cristianos a los cuales escribía Mateo, tenía un significado muy especial. En los primeros tiempos, lo que hoy llamamos Eucaristía o Misa, se llamaba “fracción del pan”. Así que todos los lectores u oyentes de aquella época -sin interesarse por el milagro como tal- comprendían, enseguida e inequívocamente, que esta narración de la multiplicación de los panes aludía a lo que se realizaba cada vez que se reunía la comunidad para asistir a la “fracción del pan”. Como lo hacemos nosotros hoy y todos los domingos.

Por eso son importantes los detalles que rescata, del hecho, el evangelista: la gente que tiene que salir del ruido y la corrupción de la ciudad, del bullicio de los negocios y de los dirigentes y de los periodistas y de los doctores, para buscar a Jesús.

Lo encuentran en ‘el desierto', palabra también usada a propósito por Mateo -forzando la geografía, porque, propiamente, por allí desiertos no había-. Pero el término ‘ éremos ', desierto, tiene las resonancias del antiguo Testamento: el desierto del Éxodo, el maná, el camino a la tierra prometida.

¡Y desierto puede ser tantas cosas! El silencio buscado a propósito, el hastío de la vida, el sufrimiento, la desolación, la tristeza de una existencia sin sentido ni heroísmo. Y, a pesar de todo, allá está Jesús.

Y Jesús -cuenta Mateo- siente compasión de esa multitud. ‘Se estremece de pena' frente a ella, escribe el original griego, …y se pone a curar a los enfermos.

Y, aquí, otra vez, no le interesa a Mateo ni la acción terapéutica ni lo milagroso de estas curaciones de Jesús. Todos se acercan –nos acercamos- a Jesús porque nos sentimos débiles –eso quiere decir en griego ”ar-rostos” ‘sin fuerza' y en latín “in-firmus”, ‘sin firmeza'-. Y Él nos cura, nos fortalece, nos devuelve las fuerzas para seguir luchando, para volver a la ciudad con nueva salud y energías.

Y, para ello, nos da un Pan que no se puede ir a comprar a la ciudad y que solamente tiene Jesús, y que reparte por medio de sus discípulos. Pan que, humanamente hablando, no se contabiliza, no es nada -cinco panes, dos pescados, delgada hostia- pero que, al final, es el único que verdaderamente sacia, y aún sobra, para darnos Vida y alegría en el camino hacia la Tierra Prometida, hacia el banquete celestial.

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