Ez 16, 2-4. 12-15
Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 24-35
Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo llegaste?". Jesús les respondió: "Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello". Ellos le preguntaron: "¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?". Jesús les respondió: "La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado". Y volvieron a preguntarle: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo". Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo". Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan". Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.
Sermón
Desde la más remota antigüedad, por motivos crasamente fisiológicos, la comida se ha asociado siempre con la vida. La búsqueda de regímenes saludables macrobióticos, vegetarianos o lo que fuere, las lecitinas, las vitaminas, las jaleas reales, los pólenes dadores de salud, son la continuación de la búsqueda de alimentos y remedios maravillosos que el hombre siempre ha buscado desde que se dio cuenta, bien al principio, que salud o enfermedad, robustez o lasitud, vida o muerte, tienen muchísimo que ver con la boca y el estómago. Y también fue y es experiencia de la humanidad -y, aún antes, de los primates, de los animales en general- que las clases y pueblos dominantes, capaces de alcanzar las mejores porciones en los repartos de alimento, eran y son los que mejor, más sana y largamente viven. Si fuertes porque comían o comían porque fuertes y podían quedarse con lo mejor, no interesa: el asunto es que poder, fuerza, comida y salud, se asociaron desde muy antiguo.
Y, si los grandes señores, los reyes y los ricos vivían bien porque comían bien ¡qué clase de comida no habrían de comer los dioses inmortales para, justamente, conservarse sin morir! La ‘ambrosía' y el ‘néctar' de los dioses que Ganimedes escanciaba a las divinidades del Olimpo para mantenerlos perennemente vivos (Y ‘ambrosía' viene de 'ámbrotos' , ‘inmortal'; y ‘néctar' de ‘ necrós' , ‘muerte', ‘lo que impide la muerte').
Ganimedes
Los más antiguos mitos, para reflejar esa repugnancia a la muerte y esa afirmación de la vida que anida en el corazón de todo hombre, han utilizado en todas las culturas la imagen de la comida, del alimento. En todas ellas aparecen héroes que se ponen a la búsqueda de un alimento de vida y, por una razón u otra, nunca lo encuentran o, encontrándolo, lo pierden.
A modo de ejemplo, el poema de Gilgamesh , 2500 antes de Cristo, sumerio. Gilgamesh es el primer hombre, el hombre arquetípico, quien, tempranamente horrorizado frente al destino del hombre en la contemplación de la muerte de su amigo Enkidu , se pone a la búsqueda de la inmortalidad. Guiado por la Cervecera de los dioses, después de mucho caminar y cruzar ríos y montañas, finalmente encuentra la planta de la inmortalidad en el fondo del mar. Consigue arrancar sus frutos y regresando a la orilla, extenuado, se pone a descansar en la playa. Mientras duerme, una serpiente surge del mar y se los arrebata.
Gilgamesh
O el mito acádico de Adapa . También hombre primordial, Adapa se enfrenta con el enojo del dios del cielo Anu . Anu invita a Adapa a comer. El dios del agua, Ea , advierte a Adapa que Anu le va a ofrecer alimento y bebida de muerte. Pero, mientras tanto, otra divinidad, Tamuz , convence a Anu de que perdone a Adapa. Anu así lo hace y prepara para Adapa manjares y bebida de vida. Pero Adapa no lo sabe y cuando se los ofrecen los rechaza, privándose así de la inmortalidad.
Adapa y árbol de la vida
El símbolo de la comida de la inmortalidad perdida o rechazada recorre los mitos de todos los tiempos y civilizaciones.
También el hombre arquetípico del relato bíblico pierde el acceso al ‘árbol de la vida', el alimento de la inmortalidad, por desobedecer a Dios, por comer, en cambio, el fruto envenenado de la falsa autonomía y falsa libertad de la ‘ciencia del bien y del mal'.
A esta necedad que lleva al hombre a extraviarse del camino del Dios verdadero que quiere la vida para él -contrariamente a los dioses de Gilgamesh y de Adapa- la Escritura contrapone la auténtica ciencia que lleva a la vida. ¿Y cómo no iban entonces a representar a esta sabiduría como comida? Es lo que escuchamos en la primera lectura: “ Venid, comed de mi pan y bebed del vino que yo mezclé ”? Y como la sabiduría, para el israelita, se identifica con la ley de Dios, la Tora –‘árbol de la vida', se la llama-, se compara frecuentemente con el pan necesario para el sustento de la vida.
Cuando Ezequiel es llamado por Dios para la misión profética, la predicación de la palabra capaz de salvar a Israel del desastre y de la muerte, en su visión, debe ‘comerse' el pergamino enrollado, el libro donde están escritas las palabras de Dios.
Pero esa sabiduría y esa ley que debía comer el judío apenas le servía para vivir bien en este mundo, para alcanzar el ‘shalom', la paz y la prosperidad en esta tierra. Un destino ulterior, una posibilidad más grande, una saciedad definitiva, es algo que entrará en discusión solo en las últimas etapas del antiguo testamento.
Es en Cristo cuando, finalmente, Dios nos propone una posibilidad de vida que no es la mera prolongación indefinida de la existencia humana –que podrá, para nuestra desgracia, lograr alguna vez la medicina- sino el acceso real a la vitalidad y felicidad del mismísimo Dios.
Ya no es ‘algo' que da Dios. Es el mismo Dios ‘dándose', en Cristo, Jesús de Nazaret.
Y en esto insiste nuestro evangelio de hoy, contra concepciones tan espiritualistas de Jesús que negaban su realidad humana carnal. No es el Verbo, puro espíritu, el que nos da esa vida: es el Verbo ‘hecho hombre' en Jesús Y no serán nuestras meras obras ‘espirituales' las que nos llevarán a la Vida, sino nuestro cristianismo encarnado en carne, sudor y lágrimas, en palabras y obras, en combate y fatiga cotidiana, en bronca, ternura y compasión del hombres.
Es la vida humana de Jesús, es su amor y su entrega de hombre, la que se hace signo y sacramento del amor de Dios y, por lo tanto, de la Vida divina. Los cristianos para los cuales Juan escribe este pedazo del evangelio de hoy tendían a olvidarse de lo humano de Jesús, pensaban en él tanto como Dios, como Verbo, que se olvidaban de su vida terrena, de sus ser de hombre, del fruto de la Vida que cuelga del árbol de la cruz.
Porque allí está la carne y la sangre que dan la Vida eterna. Comer a Jesús es, antes que nada, en la fe y en las obras, adherirnos a Él y vivir como Él y, finalmente, morir como Él. Pero eso no serviría de nada si nuestras acciones fueran puramente humanas, si por el bautismo ya no hubiera en nosotros un principio de actuación divina y si un alimento no nos pusiera en contacto real con el flujo de Vida divina que resucitó a Jesús. Y ese alimento es, ciertamente, la concreta, real y tangible Eucaristía. Que de eso también está hablando Juan en los versículos que hoy hemos leído.
Comer, por supuesto, que no es un acto digestivo. Se mantiene el valor simbólico: es el comer el rollo de la palabra de Dios como Ezequiel; es asimilar la Ley; es unirnos íntimamente a Jesucristo. Pero la Eucaristía no es meramente simbólica: es la presencia real, cercana, vital, personal, de Jesucristo a nosotros. Es su verdadero darnos la mano, su mirarnos a los ojos, su abrazarnos, llamarnos por nuestro nombre y entregarnos Su Vida y Su amistad.
Por supuesto que está en nosotros el hacer de nuestra comunión un verdadero encuentro, un responder a su apretón, un dejar abrazarse, un mirarlo también a los ojos y decirle que si. Y mostrarlo luego en obras.
El que así come de ese pan, vivirá eternamente.