Lectura del santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo» Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo» Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos»
Sermón
Su aspecto se volvió de un blanco fulgurante -del latín fulgur, rayo- ex-astrá-pton, dice el griego, de astrapé, también rayo, relámpago, de allí nuestro término astro-.
Blancura de los astros, que proviene de la superficie candente de sus gases ionizados, hidrógeno y helio, su fotósfera, con temperaturas que van de los cuatro mil a los nueve mil grados.
El rayo, -el fulgurum, el astrapé- es algo más modesto: aunque la diferencia de potencial entre las nubes y el suelo alcance el valor de algunos millones de voltios y saltan chispas de varios miles de amperios de intensidad, como solo duran algunas milésimas de segundo, la cantidad de electricidad producida es muy pequeña y las temperaturas que provocan a su paso no superan los mil grados y por brevísimo tiempo...
Las enormes temperaturas del sol, nuestro astro cercano, como las del resto de las estrellas, son producidas por un proceso de reacción nuclear autocontrolada, descrita por el premio Nobel de la física del 67, Hans Albert Bethe, en donde a razón de 4,5 millones de toneladas por segundo 4 átomos de H se transforman en dos de helio, liberando una lluvia de neutrinos y cantidades fabulosas de energía en forma de fotones.
El paso del rayo, en las tormentas, cuanto mucho, produce algo de ozono.
Algo de eso puede provocar el hombre. Cuando, por ejemplo, artificialmente impactamos con neutrones al núcleo de uranio, este se rompe en pedazos; pero la masa resultante es menor a la masa del átomo inicial. Esa masa faltante, según la conocida fórmula de Einstein, masa por velocidad de la luz al cuadrado, se ha transformado en energía. Si tenemos suficiente uranio, la llamada masa crítica -unos 10 kilos, en este caso-, los neutrones liberados en esta fisión hacen fragmentarse a los átomos vecinos, que liberan aún más energía y continúan aceleradamente el proceso. Es lo que se llama reacción en cadena o sencillamente explosión. Eso también se puede hacer, y mejor, con plutonio en vez de uranio.
Esta explosión, en un radio contado en kilómetros por masa crítica, produce varias clases de efectos: primero: elevación repentina y violenta de la temperatura a unos tres mil grados: con el consiguiente derretirse de las estructuras metálicas que están en el camino y el desplazamiento repentino de grandes masas de aire; y, segundo, radiactividad: radiaciones gamma de la misma explosión y emisión de partículas alfa y beta, que contaminan la atmósfera, las aguas y el terreno y por años hacen inhabitable la zona.
En una carta fechada en Agosto de 1939 Albert Einstein se había dirigido al presidente Roosvelt comunicándole que la fisión del átomo permitiría fabricar una bomba de estas características.
A un costo de más de 2000 millones de dólares de aquella época el proyecto Manhatan, dirigido por Oppenheimer, con por lo menos 150.000 personas trabajando directamente en él, logró el 16 de julio de 1944 en Alamogordo, hacer explotar exitosamente el primer prototipo.
Se fabricaron entonces, al menos, dos bombas de 4 toneladas y media cada una, y tres metros de longitud, una de uranio, de setenta centímetros de diámetro, otra de plutonio, el doble de ancha. A la primera se la bautizó Little boy a la segunda, más gorda, Fat man.
Mañana se cumplirán exactamente 50 años de cuando el bombardero norteamericano Enola Gay, por orden del presidente Truman, lanzó a Little boy sobre el blanco civil de Hiroshima.
Al segundo la temperatura de la ciudad se había elevado a 3000 grados centígrados: no tan caliente y fulgurante como la superficie del sol, pero suficiente para hacer desaparecer la ciudad y evaporar a sus cien mil habitantes.
Al fin y al cabo, el masivo bombardeo aliado de Dresde pocos meses antes, con bombas convencionales, solo había conseguido levantar la temperatura de la ciudad a 350 grados y destruirla solo en un 75 por ciento, lo cual por supuesto, fue suficiente para cremar a toda su población civil.
Sí: en Hiroshima, por una fracción de segundo, el aspecto de la gente, antes de transformarse en vapor, se volvió de un blanco fulgurante y una nube letal los cubrió con su sombra.
Es claro que eso no tiene nada que ver con la escena del evangelio que hemos escuchado hoy, a no ser que ese rayo siniestro de muerte inventado por Adán, construido en Babel y blandido por Caín no haya sido transfigurado por Cristo y haya llevado a todos esos hombres al encuentro con él. Al fin y al cabo no es casual que las dos grandes comunidades católicas de Japón en ese tiempo, habitaran justamente Hiroshima y Nagasaki, y allí desaparecieron.
Lo del evangelio de hoy es diferente. El evangelista utiliza elementos simbólicos para hablarnos de Jesús, ese Jesús que en este lugar del evangelio comienza su decisiva etapa de la subida a Jerusalén. Así como en la etapa anterior había presentado a Jesús en la escena del bautismo; en esta etapa última lo vuelve a presentar con la escena de la transfiguración. Son escenas parecidas: en los dos casos se oye desde el cielo la frase "Este es mi hijo muy querido".
Porque claro los evangelistas no tienen el recurso de la filosofía griega que usa nuestra teología, como para decir, como se dirá recién tres y cuatro siglos después, en los grandes concilios, que en Jesús hay una sola persona divina y dos naturalezas, una divina y otra humana. Los evangelistas para hacer teología trabajan con imágenes, con escenificaciones, con símbolos del antiguo testamento. Y cuando construyen estas escenas no están contando simplemente historia o haciendo periodismo: hacen teología a su manera.
Lucas había mostrado poco antes las perplejidades de Herodes, "¿quién es éste?, ¿Elías, Juan, un profeta?". ¿Quién es Jesús? El mismo Pedro, solo había alcanzado a decir: "Tu eres el Mesías". El nuevo caudillo, el duce o el fuhrer que vendrá mesiánicamente a llevar al pueblo a la dicha, a la prosperidad, al orden nuevo.
Y ahora Lucas lo vuelve a mostrar corto, dormido, sin saber lo que dice. Pedro no va más allá del viejo testamento, de Moisés y Elías, y simplemente quiere restaurar los viejos y legendarios tiempos de aquellos grandes profetas, simbolizado en la fiesta de los tabernáculos o de las tiendas, que, junto con Pascua, era una de las dos grandes festejos de Israel.
En efecto, esta fiesta de las tiendas a la cual se alude en nuestro evangelio de hoy, era en su origen una solemnidad agraria: la celebración del fin de la cosecha, de la recolección, de los trabajos y labores; era el momento del disfrute: se cantaba y danzaba, todo era jolgorio. Mas tarde se le sumó el significado de festejar la finalización de la construcción del templo de Salomón y, luego aún, el recuerdo de las épocas felices por excelencia cuando en el éxodo, en el desierto, Israel en sus tiendas estaba en comunicación directa y familiar trato con Dios. "Quien no ha visto la alegría de esta fiesta -dice el Talmud- no ha visto verdaderamente alegría en su vida". Como las viejas costumbres habían nacido en el campo, donde en esas festividades se construían chozas o carpas que facilitaban las tareas comunes, al trasladarse la celebración a Jerusalén se siguió manteniendo la costumbre -y aún hoy se mantiene entre los judíos practicantes- de construir chozas de ramas en los patios y azoteas. Por eso se la llamaba la fiesta de las chozas o de los tabernáculos o de las carpas.
Eso es lo que quiere festejar Pedro cuando se refiere a la construcción de tres chozas o carpas. Cree que Jesús es un nuevo Moisés, un nuevo Elías, el Mesías, y que ya allí las cosas están acabadas, completadas, terminadas. Todos sus sueños humanos y las esperanzas de Israel, cree Pedro, han de recolectarse ahora, ha llegado el momento de la cosecha, de la inauguración del Templo.
Y en parte será así, pero no como Pedro lo piensa. Jesús habla del éxodo, si, del desierto -éxodo es el término que nuestro leccionario traduce partida-, pero ese éxodo suyo no es la fiesta que Pedro imagina, es la partida que Jesús habrá de consumar recién en Jerusalén, en la Pascua.
No una cualquier realización, éxito, logro humano, no una entrada conquistadora en tierra prometida de este mundo, no la construcción de un templo fabricado por manos de los hombres, no la instauración de la ética o la moral o la justicia en este tiempo, sino el paso muy superior de lo humano a lo divino.
Eso se expresa en la blancura o fulguración de su aspecto -los astros, la luz, símbolos véterotestamentario del ámbito propio de Dios como hemos escuchado en la primera lectura- Y también se afirma en la mención de la gloria, o de la montaña, signo universal del encuentro del cielo y de la tierra, o de las nubes, alados carros de Dios... Y, finalmente, la voz que viene del cielo y que, ya no puede ser más explícita: no 'este es el Mesías', sino "este es mi hijo, el Elegido, escuchadlo".
Y de tal manera ésto supera al viejo testamento, resumen espléndido de todas las expectativas de lo humano, que cuando se oye la voz, Moisés y Elías, representantes de lo viejo, han desaparecido, Jesús está solo. Ya no hay que escucharlos más a ellos sino solamente al hijo de Dios.
Porque Cristo no viene a traer meramente una sabiduría, una enseñanza humana, "Maestro, qué bien estamos aquí". No es la culminación, la cosecha, la recolección de ningún esfuerzo del hombre, una fiesta de los tabernáculos, de las chozas. Ni tampoco el final feliz, el epílogo o apéndice del antiguo testamento; sino que es el inicio de un capítulo nuevo, de un libro nuevo, que mira a la transformación, transfiguración, metamorfosis del hombre, por el paso de la Pascua, por el éxodo o partida a cumplirse en Jerusalén, hacia un destino incomparablemente superior a cualquier cosa que pueda el hombre conseguir por si mismo: la gloria, la salvación, la filiación divina, la perenne trinitaria felicidad.
Porque lo puramente humano, Adán, termina siempre por transformarse en Babel, en Caín: de una u otra manera, en muerte; o en el mundo virtual construído por la técnica, la propaganda, los ordenadores y los mass media, o en el mundo real deflagrado en Hiroshima y Nagasaki, en Bosnia o en Rwanda, o más pedestremente en injusticia y hambre...
Solo Cristo, el hijo de Dios, puede transfigurar a la humanidad, dar sentido a su ciencia y a su técnica, y aún llevar a la vida a los que Adán y Caín condenan a la muerte.