Lectura del libro del Eclesiastés 1, 2; 2. 21-23
¡Vanidad, pura vanidad!, dice Cohélet. ¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! Porque un hombre que ha trabajado con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que dejar su parte a otro que no hizo ningún esfuerzo. También esto es vanidad y una grave desgracia. ¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol? Porque todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón. También esto es vanidad.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo: Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia.» Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?» Después les dijo: «Cuidaos de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas.» Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha" Después pensó: "Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida." Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?" Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios»
Sermón
¡Vanidad de vanidades, todo vanidad! Es la frase con la cual se encabeza el libro bíblico del Eclesiastés escuchado en la primera lectura y cuyo tema es la precariedad de la existencia y la futilidad de las ambiciones humanas.
Libro de enorme influencia -el Eclesiastés- en la literatura mundial y en el pensamiento cristiano y que ha inspirado obras tan célebre como, en el siglo XV las famosas "Coplas por la muerte de su padre" de Jorge Manrique: "Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando como se pasa la vida como se viene la muerte, tan callando." "Ved de cuan poco valor son las cosas tras que andamos y corremos, que este mundo traidor aun primero que muramos las perdemos".
El desconocido autor judío del Eclesiastés, siglo IV AC, contemporáneo a Alejandro Magno, ha visto en la breve historia de su vida, cambios espectaculares. En su tiempo, Jerusalén, que, había permanecido siendo una ciudad de ambiente provinciano, apegada a su templo y a sus tradiciones, sufre mutaciones enormes.
El origen de estos cambios había sido, precisamente Alejandro Magno, por una parte, con la introducción de la cultura griega, helénica, y, por el otro, con sus campañas fulgurantes y la caída estrepitosa de reinos centenarios.
Egipto de un lado, Mesopotamia, del otro, junto con sus satélites fenicios, elamitas, sirios, mediterráneos, han sido de golpe conquistados y unificados en un gran imperio mundial por Alejandro. Llevado por sus ideas más o menos aristotélicas, más o menos estoicas, después de su victoria sobre Darío III Codomano en Isos, Alejandro concibe el sueño de un gran estado mundial del cual él, endiosado, sería la encarnación. Es conocido el episodio del banquete en Opis, junto al Tigris, cuando Alejandro da una gran fiesta ecuménica, en donde, mezclados, sacerdotes griegos, macedonios y persas confunden sus libaciones y él, Alejandro, pronuncia su famosa oración al amor, cantando la fraternidad mundial, la ruptura de todos los nacionalismos, la amalgama de todas las religiones. Una especie de sueño masónico avant la léttre.
El idioma griego se transforma en el lenguaje de comunicación internacional, y los lazos comerciales bajo una sola moneda dan cohesión a todo este inmenso territorio, que va desde Grecia hasta los extremos confines de Egipto e India. Algo así como el inglés, el dólar y la globalización en nuestros días, sin la ayuda de las comunicaciones y medios de hoy, pero más o menos con el mismo espíritu.
Y a pesar de la división del imperio, después de su muerte, entre los generales de Alejandro, los diadocos, ese sueño de unidad permanece: siguen manteniéndose los principios de unificación lingüística, cultural y comercial.
Israel se encuentra en el epicentro estratégico, pero sobre todo económico, de la confluencia de estos nuevos intereses. Los viejos judíos ven que Jerusalén, poco a poco se ha ido helenizando, transformándose, de la gran aldea que era, en una gran ciudad cosmopolita, globalizada. Las generaciones jóvenes se han adaptado al nuevo mundo globalizado y tejen enormes fortunas. Jerusalén se enriquece. Se edifican enormes palacios para los nuevos ricos, para los banqueros, para los grandes comerciantes; aparecen teatros, hipódromos, gimnasios, escuelas con filósofos griegos y pedagogos extranjeros. La nueva cultura universal y la prosperidad parece ir tragando lo que restaba de las viejas tradiciones nacionales judías.
Precisamente el libro del Eclesiastés es escrito hacia el año 250 antes de Cristo, reinando en Egipto Tolomeo II, uno de los sucesores de los diadocos, como reacción a esta situación.
Lo hace de una manera nueva para el que, de la Biblia, conoce solo el Pentateuco o los escritos de los profetas. Su lenguaje se parece más al de un filósofo estoico o cínico, que al de una maestro de Israel. Sus escritos son sentenciosos, reflexivos. Aunque carezca de las luminosidades del nuevo Testamento vale la pena algún día tomarse el trabajo de leerlo. Es uno de los escritos más breves de la Biblia.
El autor del Eclesiastés ha visto demasiadas cosas como para dejarse fascinar por las novedades políticas y económicas de su momento. Había hechos que conmovían los espíritus: no solo la cantidad de gente desprotegida y desarraigada, sin soportes ni ayudas -que antes encontraban en sus aldeas y familias y sus pequeñas propiedades- y que ahora quedaban marginadas por el nuevo orden, sino que los mismos bienes que se perseguían y a veces se conseguían se revelaban de tenue consistencia. Por ejemplo: dos hechos que marcaron la época y que el Eclesiastés evoca entre líneas: en lo económico, el célebre palacio de Persépolis, símbolo de las riquezas y del lujo orientales, y que había sido uno de los objetivos alucinantes de la conquista de Alejandro y que, tan pronto conquistado, había desaparecido en forma de cenizas destruido por un incendio; en lo político, el mismísimo Alejandro, símbolo viviente de lo humano divinizado, del poder político, de la juventud y de la fuerza, que había muerto tempranamente, el 13 de junio del 323, a los treinta y tres años de edad.
Y esa muerte y sus funerales restan céIebres en las crónicas de la antigüedad. Se tardaron dos años en construir la enorme carroza que trasladó sus restos desde Babilonia al templo de Zeus-Amón, en el oasis egipcio de Siuah. Diadoro de Sicilia la describe: "En cada uno de sus ángulos la carroza estaba adornada de una Niké de oro llevando un trofeo. Su Techo, formado de escamas de piedras preciosas, descansaba sobre columnas de oro con capitel jónico... Dentro de ese monumento funerario, verdadero templo ambulante, se había colocado el ataúd de oro que encerraba el cuerpo de Alejandro recubierto de aromas... El carruaje iba conducido por 64 mulos robustos, enganchados en grupos de 16 a cada uno de los cuatro timones del carro. Cada uno de los animales adornado de una corona dorada y de un collar de piedras preciosas con campanillas de oro".
El cronista siciliano cuenta también como la fama del imponente cortejo atraía desde muy lejos a una turba de curiosos, enteras poblaciones, que anhelaban contemplar esta maravilla y hasta caminaban días y días detrás de él.
Es posible que el autor del Eclesiastés, haya estado entre ellos. Recordando al Alejandro vivo que marchara triunfalmente en sentido inverso por esos mismos caminos diez años antes, por primera vez le habrá surgido a la cabeza su famosa frase, "Vanidad de vanidades": tanto oro y pedrería para un pedazo de carroña.
Lo rememorará a su tiempo Jorge Manrique: "Esos reyes poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, con casos tristes llorosos fueron sus buenas venturas trastornadas... ¿Qué se hizo el rey Don Juan? Los infantes de Aragón ¿qué se ficieron? ¿qué fué de tanto galán, qué fué de tanta invención como trujeron?... ¿Qué se hicieron las damas, sus tocados y vestidos, sus olores?"
De hecho todo el Eclesiastés es un llamado al lector a no dejarse engañar por la prosperidad y aparentes luces del nuevo orden del mundo. Escondida detrás de los oropeles de la riqueza, de la ciencia griega, de los banquetes y los placeres de los hombres, siempre permanece la poquedad del ser humano, su fugaz vida destinada a la muerte. Allí está la experiencia del palacio de Persépolis disipado en humo; allí la magnificencia del gran hombre disuelto en ceniza. Precisamente el término "vanidad" traduce al hebreo hebel, que significa "aire", "viento polvoriento", "vapor", "humo". Eso es lo que finalmente queda del hombre y todas sus ambiciones, a pesar del poder, riqueza y placer que haya podido acumular en esta vida.
El Eclesiastés, por ello propone a los judíos no dejarse engañar por la fascinación del nuevo orden y volver sus ojos a los valores trascendentes, a lo que permanece, y en este mundo disfrutar -en lo que se pueda- la felicidad que da la familia, los amigos, las pequeñas cosas, sabiendo por otra parte, que también eso se acabará.
"...los placeres y dulzores de esta vida trabajada que tenemos , no son sino corredores, y la muerte, la celada en que caemos", seguirá glosando Manrique.
Cristo, en el evangelio de hoy, continúa ese mismo pensamiento. No quiere ni que él ni sus discípulos se inmiscuyan en problemas que finalmente no tienen ninguna envergadura respecto a lo importante: se niega a intervenir como hacían los rabinos de su época en un litigo sobre una herencia familiar. Es una pena que sin tener competencia especial para ello hombres de Iglesia desde su investidura opinen sobre cuestiones de economía o política y descuiden lo único que justifica su autoridad que es el encaminar a su grey hacia la vida verdadera.
De todos modos, el evangelio y el cristianismo jamás desconocerán la significación que tienen los bienes materiales para el vivir del hombre, ni los aportes que la prosperidad y la técnica pueden hacer a una existencia más plena y humana; ni dejarán de señalar las injusticias y postergaciones materiales, para que los buenos cristianos intenten remediarlas. Pero, en la línea del Eclesiastés, mostrará siempre la subordinación plena que toda riqueza y bien exterior habrá de tener respecto a los fines definitivos.
El hombre está hecho para Dios y para llegar a Él en la fe, en la esperanza y en la caridad a El y a los hermanos, conociendo a Cristo y respetando sus mandatos. Los bienes de este mundo solo tienen valor permanente en la medida en que son instrumentados para un existir más santo. Si ellos, en vez de ser medios, se transforman en fines de la vida humana, condenan al hombre insensato a permanecer en su caducidad y, finalmente, lo precipitan desnudo y sin nada a la muerte.
El cristianismo no desprecia los bienes de este mundo en la medida que bien sepamos usar de ellos, pero advierte seriamente que pueden transformarse en trampa mortal si a ellos nos apegamos, tanto en su búsqueda, como en su añoranza, como en su uso. Termina Manrique:
"Este mundo bueno fue, si bien usásemos dél como debemos; porque, según nuestra fe, es para ganar aquél que atendemos"