Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 41-51
Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo.» Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"» Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo»
Sermón
A nadie se le oculta que, de las noticias que han ocupado en los últimos días nuestro interés, la elección de la muerte por parte de un prestigioso médico argentino es una de las que más perplejidad ha causado. Todas las noticias de muerte son impactantes, pero el hecho de que se incendie en su despegue un avión de alta tecnología o un atentado vesánico en los subterráneos de Moscú o en las calles vascas, o el choque de dos colectivos en la ruta, aún en el horror y lástima que provocan, entran dentro de las pautas comprensibles de la falibilidad de todo lo humano o de su pecaminosidad. Pero el que un profesional ¡de la vida! aparentemente sano opte voluntariamente por morir no entra dentro de los moldes generales de nuestra comprensión de la humana realidad.
De todos modos no nos interesa como tal el caso particular, del cual desconocemos las motivaciones profundas y que dejamos, en la inescrutabilidad del fuero interno, al juicio y a la misericordiosa mirada de Dios. Hoy nos interesa, desde el evangelio, indagar sobre lo qué es la vida y cual es su objetivo y plenitud en las intenciones de Aquel que la creó.
Vida, salud, enfermedad, son algo que inmediatamente asociamos con las ciencias biológicas, con la zoología, la fisiología, la medicina... Hablamos del 'desarrollo de la vida' y pensamos en la larga línea evolutiva que, a partir de las bacterias o células primitivas pasando por lo vegetal y lo animal ha culminado en la aparición del ser humano que somos nosotros: este cuerpo vivo complejo, con sus órganos y miembros, especialmente con su privilegiado cerebro y que nace, crece, se reproduce, envejece, muere...
Las definiciones de la vida que hoy manejan los científicos y que giran alrededor del particular metabolismo de los vivientes son diversas y sería en este ámbito pedante recoger algunas de ellas. Pero sigue siendo válido, a pesar de su antigüedad, el recurso a la sencilla descripción del viejo Aristóteles: "llamamos a los seres vivos por aquello que es manifiesto en ellos: el que se muevan por si mismos, el que sean auto-móviles". Lo que no se mueve por si mismo: una pluma al viento, una roca que se desliza por una pendiente, no lo llamamos vivo y, cuando un animal deja de moverse desde dentro en todos sus aspectos, inmediatamente lo consideramos muerto. "Por donde se ve que, hablando con propiedad, son vivientes", sostiene Aristóteles, "los seres que se mueven a si mismos": una planta que crece y extiende sus ramas y raíces, un animal que se desplaza en busca de alimentos, de progenie... Pero claro, ya sabemos que esto de moverse a si mismos tiene sus bemoles: en el futuro, un aparato cibernético, un autómata, un robot sofisticado capaz de iniciativas y aún de reproducirse, ¿entrará dentro de esta definición?. Los mismos animales, guiados solo por sus instintos, por percepciones y respuestas programadas por su herencia genética, ¿puede decirse realmente que se mueven a si mismos? Ya decía Tomás de Aquino -discípulo de Aristóteles, muchos siglos después- que el vivir era un concepto analógico que se aplicaba de distinta manera a los seres vegetales, a los animales y a los vivientes dotados de razón. Animales y vegetales se mueven por si mismos en un sentido muy rudimentario, afirma Tomás: tanto los fines de sus vivires como la ejecución de sus acciones vitales los reciben ya programados desde fuera, no los inventan: Son ciegos ejecutores de sus movimientos y programaciones, no autores de éstos. De tal manera que solo en un sentido muy amplio puede decirse de ellos que se muevan por si mismos. De allí que, por encima de la pura vida vegetal o animal, está la de aquellos seres que se auto-mueven también en cuanto son capaces de fijar ellos mismos sus fines y elegir creadoramente los medios para obtenerlos. Por lo cual "el modo más perfecto de vivir", concluye Tomás de Aquino, "es el de los seres que están dotados de inteligencia, únicos que real, auténticamente son capaces de moverse a si mismos".
Con lo cual, curiosamente, en la línea aristotélica, Tomás de Aquino hace escapar al concepto de vida del ámbito estricto de la biología y de la medicina -de lo que llamamos las ciencias de la salud y los quirófanos- y lo proyecta al mundo de la razón, de la libertad, de las relaciones de amor entre los hombres... Ese campo, precisamente, que está en crisis en nuestro mundo contemporáneo, en donde, a las programaciones y dependencias instintivas y fisiológicas que son fruto de nuestra animalidad y que como tales a veces tan poco espacio dejan al dominio de la razón, se añaden las dependencias y programaciones que en el mundo del trabajo, de las urgencias crematísticas, de las ideologías, de la propaganda, a través especialmente de la simbiosis del cerebro humano con los nefastos medios de comunicación, complotados para reducir el campo de la libertad del hombre y por tanto el de su auténtica vitalidad. Todo eso deja poco espacio a la verdadera automoción, al libre albedrío, al ser dueños de nuestros actos y pensamientos que son la condición del verdadero vivir. Vivir, estar sano, no es para el hombre simplemente andar bien de las ariticulaciones y de las coronarias.
Pero, aún en el mejor de los casos, aún cuando el hombre alcanzara -por medio del conocimiento, del perfecto dominio de sus pasiones, y del control técnico de su cuerpo, de su psique y de su mundo- máxima libertad y comunicatividad, este máximo sería finito, encerrado en los límites de la naturaleza del hombre, ceñido a las exigencias del tiempo y del espacio y, por eso, aherrojado en una particular manera de vivir como hombre.
Así lo dice Tomás de Aquino: "pues aunque nuestro entendimiento tenga la iniciativa en orden a conseguir algunas cosas, otras hay que de antemano le impone su naturaleza" -y no lo dice, pero lo supone: le imponen sus errores y su desviadas pulsiones innatas y adquiridas- (...) y, por consiguiente, "si en orden a algunas cosas se mueve a si mismo, respecto de otras es necesariamente movido". Y concluye Tomás: "Solo el ser que por naturaleza es su propio entender -y amor- y que no recibe de nadie lo que tiene, alcanza el grado supremo de la vida. Este ser es Dios y por eso la vida alcanza en Dios el grado máximo".
Con lo cual ya estamos bien lejos de la biología que enseña y practica la medicina y se practica en sanatorios, fundaciones y hospitales y nos elevamos a la biología que se identifica con la teología.
De allí que solo si de alguna manera pudiéramos conectarnos con el vivir divino alcanzaríamos la verdadera vida, la plena salud.
El pueblo judío pensaba que eso era posible a través de la palabra liberadora de Dios en los mandamientos, en la Torah, en la Ley de Dios. Por eso, así como el pan material era por antonomasia el alimento que sustentaba la vida biológica, así esa Ley que elevaba al ser humano a la vida divina era llamada por los rabinos el verdadero pan. "No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios", ya había señalado el Deuteronomio. Para la enseñanza rabínica el pan se transforma lisa y llanamente en símbolo de la Torah, de la Ley: Ser "arrastrados por Dios hacia la Torah", hacia el pan celeste, era para los judíos la conversión, alcanzar la vida, la salud, que viene de Dios.
Pero, a ojos vistas, la Ley, el antiguo testamento, la Torah, en su heteronomía no había garantizado la vida de nadie y, si había logrado en pocos hombres de Israel transformar difícilmente sus vidas en dignas y honestas y marcar pautas éticas y conocimiento de Dios excepcionales, ello no había superado demasiado otras éticas paganas y de ninguna manera había transformado la sociedad ni alcanzado a las mayorías, condenados a la ignorancia y al abandono ético y religioso. Era un conocimiento de Dios y una moral de pocos y que ni siquiera levantaba a los que la practicaban a la esperanza de una vida trascendente y a la participación plena de la Vida de Dios.
Ese es el marco de ideas desde los cuales hemos de entender la discusión de los judíos con Jesús. Este hombre Jesús pretende que él, no la ley, no la Torah, no 'el maná entregado en el desierto a Moisés', es el verdadero dador de vida. Este hijo de José, cuya madre y padre todos conocen, tiene la pretensión inusitada de sustituir la palabra divina entregada al grande, al legendario, Moisés.
Jesús reafirma hoy soberanamente esa su función de ser el portador de la verdadera y definitiva palabra que viene del cielo y da la Vida. Las palabras anteriores, la Torah, la enseñanza del Padre, la moral, el antiguo testamento, la ética, solo tienen sentido en cuanto llevan a Jesús. "Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza viene a mi". Los conocimientos humanos, la cultura, la honestidad, la probidad, la ciencia, son anteriores a Jesús. Se quedan solo en una vida humana que termina en la muerte -y a lo mejor que busca la muerte, como en el penoso caso que inició nuestra reflexión de hoy- si no se encuentra con Jesús, si no se deja 'arrastrar' -'atraer', traduce más débilmente nuestra versión- por el Padre hacia él.
Porque toda la naturaleza y lo que la ciencia humana descubre en ella, todo el universo y lo que canta en él el artista, el pintor, el músico, el poeta, todo el vivir humano y lo que siembra y florece en amistad, en lealtad, en contracción al estudio, al trabajo, todo lo que en el ser humano es capaz de heroísmo, y emerge en amor a los suyos, a la patria, a la familia, no son sino maneras que tiene Dios de ir seduciendo al hombre hacia la verdadera Vida y arrastrarlo hacia ella. Esa también era la función de la Ley en el antiguo testamento. Quien obnubilado por la belleza de esta vida caduca se encierra en ella, no escucha la voz del padre y no se deja atraer hacia El. Quien se detiene en la pedagogía caduca de la Ley no llega a la salud. Así lo decía recientemente Juan Pablo II en su encíclica Evangelium vitae: "La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de una existencia que supera los mismos limites del tiempo" (EV 34)
Pero la verdadera Vida, la vida de Dios, solo la hallamos en la Palabra de Dios hecha hombre, en Jesús. Esa Palabra que, según el prologo del evangelio de Juan, "desde el principio existía junto a Dios", esa Palabra en la cual desde el principio, según el mismo prólogo, "estaba la vida". La Vida con mayúsculas. De allí que diga la misma encíclica: "La plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo".
Por eso Jesús es el pan vivo bajado del cielo, no la Torah, no la ética, no la cultura, no la honestidad, mucho menos el pan material, la salud física, el trabajo, lo económico -por lo cual están tan preocupados nuestros obispos y que, como mucho, son condición, quizá, para poder estar atentos a recibir el verdadero pan-. (Lo cual es discutible, porque el pan que es Jesús se puede recibir tanto en prosperidad como en adversidad, en palacio de reyes como en un campo de concentración, en un gimnasio o practicando esquí como en una cama de hospital, en la mansión del maharajá como en el humilde hospicio de Teresa de Calcuta...) Es una lástima que los hombres de Dios pierdan el tiempo en cosas secundarias. "Buscad el reino de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura". Buscad el verdadero pan.
No el que fabricamos los hombres, no. No el que da la medicina en píldoras y bisturís, no. No el que planean prometeicamente los grandes bonetes de la globalización y los poderes mundiales y, mucho menos, los pigmeos locales fautores de nuestros códigos de convivencia y leyes protectoras de delincuentes y liberadoras de asesinos... Nada de eso da la verdadera vida que viene de Dios. Jesús es el auténtico pan de vida; el pan vivo bajado del cielo. Por eso solo el que cree en Él tiene la vida eterna.
Su vivir es la manifestación plena de la vida de Dios. Ese moverse a si mismo divino que se manifiesta en la plena libertad del amor, automovilizada en amor. Jesús es el amor de Dios hecho hombre. Todo su vivir todo su decir, todas sus acciones son la manifestación de esa vida plena del Dios que es amor. La clave del nacer, el predicar, el sanar, el vivir y finalmente el morir humano de Jesús, es la vida de Dios libérrima que se entrega en amor. Eso es el pan de Dios.
Vivir la vida de Jesús, asimilar su pan, es hacernos unos con él en oración, en manera de ser, de pensar, de actuar en libertad, automoviéndonos, liberados de la presión de nuestros instintos, de nuestras compulsiones, de nuestros errores y dependencias, de nuestras angustias económicas... No es estudiando la ley, los preceptos, los mandamientos, el catecismo, ni digiriendo la hostia con nuestro jugos gástricos, como asimilamos el pan de vida que desciende del cielo, sino haciéndonos unos con Jesús.
Por eso nada lleva a la verdadera vida, si finalmente no desemboca en Jesús, nada es importante si no conduce a Jesús, nada tiene valor -ni la plata, ni la salud, ni la cordura, ni la cultura, ni el trabajo, ni nuestras amistades, ni nuestros principios, ni nuestra buena conducta, ni nuestra ciencia, (todos bienes que terminan en la muerte)- si no nos sirve, atraidos por el Padre, para acercarnos más a Cristo Jesús.