Lectura del santo Evangelio según san Mateo 14, 22-35
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". Curaciones en la región de Genesaret. Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.
Sermón
Aunque no haya tenido tanta repercusión como el descubrimiento de la biblioteca de Qum-Ram, en el Mar Muerto, con sus papiros y pergaminos contemporáneos de Nuestro Señor, uno de los hallazgos más importantes de la arqueología bíblica ha sido el de la antiquísima ciudad fenicia de Ugarit, destruida por el temible Salmanasar III en el siglo XIV AC.
Ugarit había sido una gran ciudad, mencionada en los archivos egipcios y de Mari, situada sobre el Mediterráneo, en la costa fenicia, al norte de Biblos, frente a Chipre. A partir de la fecha de su destrucción lentamente terminó por desaparecer del mapa. Sus ruinas habían quedado soterradas firmemente bajo la tierra cultivada.
Como tantos otros descubrimientos, el de Ugarit fue debido a la casualidad. En la primavera de 1928 un labrador sirio, 'alauita', descubrió, mientras araba, una gran losa a pocos centímetros de la superficie. Llevado por la curiosidad la levantó con la ayuda de sus hermanos. Resultó ser una cámara sepulcral. Muy deteriorada, ya robada en la antigüedad por violadores de tumbas, pero con restos de cerámica aparentemente micénica.
Estos indicios arqueológicos llevaron allí a una expedición francesa, dirigida por Claude Schaeffer. Después de pocos días de excavaciones se dieron cuenta de que se hallaban en medio de una gran necrópolis, un extenso cementerio. Esto llevó a Schaeffer a plantear la cuestión de dónde había estado su ciudad correspondiente. No lejos de allí, a unos pocos cientos de metros al este, se hallaba un promontorio cubierto de hinojo -la especialidad de la zona- , y que era conocido localmente como "la colina del hinojo", Ras Shamra. Schaeffer decidió que era el lugar más lógico para albergar las ruinas de una ciudad desaparecida. Tan pronto actuaron picos y palas empezaron a aparecer restos de objetos y construcciones.
El 14 de mayo de 1929 se descubrió una gran cantidad de tabletas escritas en cuneiforme. El lenguaje de estas tabletas, finalmente descifradas, resultó estar estrechamente emparentado con el hebreo bíblico, tanto en su gramática como en sus figuras literarias y estructura poética. Las excavaciones revelaron también dos grandes templos, uno de ellos dedicado a Baal. En 1956 se descubrió otra colección de tabletas. Pero, cuando se desencadenó la crisis de Suez en 1956, con la invasión de Egipto por parte de los franceses, británicos e israelíes, los investigadores franceses fueron invitados a abandonar Siria. Las tabletas pasaron al mercado negro. Schaeffer pudo localizarlas muchos años después en las cámaras de seguridad de un banco suizo. Finalmente fueron adquiridas por el Institute of Antiquity and Christianity en Claremont. (Los americanos siempre en la vanguardia de todo.) En 1973 hubo un último descubrimiento accidental de tabletas, esta vez como resultado de unas construcciones militares sirias en la zona. Lamentablemente muchas de ellas quedaron ilegibles debido a una errónea manipulación.
Pero quizá lo más importante de estas excavaciones y lo que nos presentan esos documentos y edificios detenidos en el tiempo hace tres mil cuatrocientos años es que, por primera vez, podemos acceder a una literatura que directamente nos habla de los dioses fenicios o cananeos que, hasta entonces, solo podíamos conocer por sus referencias en la Biblia.
Precisamente podemos reconstruir, parcialmente, en esas tablillas, la historia de Baal, el gran adversario de Yahvé, el dios hebreo, en la época de Elías y Eliseo. Dios de las tormentas, del cielo, identificado con el sol, y luego, por los griegos con Zeus y por los romanos con Júpiter, esta deidad era el gran custodio de los pueblos fenicios, pueblos marinos. Y lo era, justamente porque luchaba por un lado, contra la sequía, produciendo la lluvia -tal cual se lo ve en la Biblia compitiendo con Yahvé (I Reyes 7, 1-6; 20-46), y por el otro, dominando el mar -personificado por Yam- sosteniéndolo en su límite: pensemos que las grandes ciudades fenicias -Sidón, Tiro, Biblos, Ugarit- se encuentran sobre la costa y están abiertas al océano. Es la experiencia de cualquiera frente a una tempestad con las olas espumantes avanzando contra la roca, la escollera o la arena: el oscuro temor de que el oleaje todo lo devore. No digamos nada de un maremoto. Pues bien era Baal quien contenía con su fuerza el poder devorador del mar, de Yam. Lo mismo cuando protegía a las naves fenicias impidiendo que las hundiera con sus fauces en medio de la borrasca. En algunas monedas se ve a Baal representado con larga barba y abundante cabello, cabalgando un hipocampo alado, con rayos como lanzas en las manos y dominando la furia del mar.
En una tablilla de Ugarit del siglo XV-XVI AC leemos que, después de varios intentos infructuosos de vencer al mar, a Yam, un genio entrega al príncipe Baal un arma mágica. Y dice el texto: "Baal tomó la maza doble que le alcanzó Kotaru. La maza salto en las manos de Baal como un águila en sus dedos, golpeó en los hombros al príncipe Yam, volvió a saltar y le golpeó en la mollera, en la frente, en el cuello, machacó su cabeza. Yam cayó a tierra, se doblaron sus huesos se descompuso su rostro. Arrastró Baal su cadáver y redujo a Yam, acabó con él"
Porque el mar, en la antigua mitología, está representado de diversas maneras, no solo como tal, tipo Neptuno o Poseidón, sino como una serpiente, como un dragón de muchas cabezas, como una ballena monstruosa tipo la que se tragó a Jonás. También Leviatán, Rahab, Kingu, seres monstruosos, son representaciones orientales de los poderes perversos del mar, del caos, de la nada.
Porque, para gran parte de la antigüedad y sus grandes mitos, el agua representaba al caos primitivo. Era del agua informe, muerta, de donde surgía la tierra, la vida, en la medida en que el sol divinizado -Baal, Zeus, Shamáh, Apolo, Ra, Amón, sus distintos nombres- la fecundaba, calentándola, amansándola, haciendo con ella manantiales de riego, de limpieza, de renovación. Aún así, en el fondo, el caos acuático primordial, símbolo del mal, estaba siempre amenazante, tratando de volver todo a la muerte, borrar todo límite, toda señal de vida, retornar todo al caos. Y Baal luchaba para que ello no sucediera.
La Biblia usa estos mitos como símbolos para construir su propia teología. También Dios, en el poema mítico del primer capítulo del Génesis, ha de dominar el caos, el horizonte sin fin y sin forma del abismo primordial entendido como agua. Nuestras traducciones dicen "y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas". El hebreo no utiliza la palabra 'aguas', sino el mitologema Tehom, que recuerda el nombre de Tiamat, el mar primordial de los babilonios, contra quien lucha Marduk, el Baal mesopotámico. Después Dios separará las aguas con una especie de fanal -el que la Biblia llama 'firmamento'- que sostendrá las aguas de arriba. A las de abajo les ordenará: "Acumúlense las aguas de abajo en una sola masa y aparezca suelo seco". Y es el mismo Dios quien, enojado con el hombre, abrirá luego las compuertas del firmamento para extirpar la maldad con el diluvio, el retorno al caos, del cual solo se salvará el legendario Noé, el justo, y su familia, en su gran barco o arca construido según los planos del posterior templo de Salomón.
En los salmos que nosotros rezamos cotidianamente, para exaltar el poder de Dios, se recurre todavía a esta mitología, casi calcada de la figura de Baal. En el salmo 74, por ejemplo: "Tú hendiste el mar con tu poder, quebraste la cabeza del monstruo de las aguas; tú machacaste las cabezas de Leviatán y las hiciste pasto de las fieras" y, en el 89: "tú domeñas el orgullo del mar, cuando sus olas se encrespan las reprimes; tú machacaste a Rahab lo mismo que a un cadáver". "¿Acaso soy yo el Mar, soy el monstruo marino, para que pongas guardia contra mi?" se queja Job (7, 12) a Dios cuando se siente abandonado por El. Y el profeta Isaías anuncia para los días finales: "Aquel día castigará Yahvé con su espada dura, grande, fuerte, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón que hay en el mar." Son imágenes que todavía utilizará el Apocalipsis. (¡Nuestro vitral del fondo!)
De allí que, más allá de la facticidad histórica de nuestro relato evangélico, es obvio que Jesús ha utilizado la situación, y los evangelistas han compuesto la escena, para que traiga a los discípulos y luego a los lectores las reminiscencias bíblicas y simbólicas de semejante situación.
Pero Jesús de ninguna manera lucha contra las aguas, sino que las pisotea, las usa de alfombra y, soberana e imperiosamente, las llama a la calma. Aquí, en Mateo, sin ni siquiera decirles nada. Basta que suba a la barca para que respetuosamente la tempestad se escabulla y se meta en el molde. No habrá jamás maniqueamente en el pensamiento cristiano una especie de lucha entre el poder del mal y el poder de Dios. El mal está tan alejado y es tan impotente frente al poder divino como la nada, la oscuridad, la muerte, el error y el pecado, frente al ser, la luz, la vida, la verdad y la gracia. Es la debilidad del hombre, es su falta de confianza en el Señor, es su querer bastarse a si mismo, el que puede cerrarlo al influjo de la omnipotencia divina y volverlo débil, vulnerable frente al mal, atraído por el vértigo de la nada. Pero Jesús en sí, no tiene posible rival. Ni lo tiene cualquiera que se aferre a su mano o se embarque en su nave, en el arca, en el templo de su Iglesia.
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Sí: Jesús, en esta escena, se presenta, bien hombre, pero como la manifestación plena de Dios y no vacila, incluso, en atribuirse su nombre. "Contestó Moisés a Dios: «si voy a los hijos de Israel y les digo: 'El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros'; cuando me pregunten: '¿Cuál es su nombre?' qué les responderé?» Y dijo Dios a Moisés: 'Yo soy el que soy'. Así les dirás a los hijos de Israel: 'Yo soy' me ha enviado a vosotros". "Yo soy", "Egó eimí", dice la traducción griega.
Y, ahora, cuando ven avanzar a Jesús victorioso sobre la tempestad caminando sobre el agua y atemorizados los discípulos gritan "¡Es un fantasma!" Jesús les dice nada menos: "Tranquilizaos, Yo soy -egó eimí-; no temáis."
Jesús Dios: hijo de Dios e hijo de María.
¡Y qué lindo gesto, qué viril, la fuerza de ese brazo que extiende la mano y sostiene a Pedro! ¡Qué distinto este Señor que como en una pulseada tensando los músculos sostiene la debilidad de Simón, cuyo brazo de pescador acostumbrado al remo y tirar la red tampoco debía ser un bracito de alfeñique, al Jesús dialogante, complaciente, sonriente, feminoide, lleno de concesiones, que gusta a veces predicar a los clérigos de hoy!
¡El poder de Dios! Su fuerza, Su coraje. No solo debemos pedirle la fe, el amor. Hemos de pedirle su valentía, su energía, su maza. Pero ¿nos damos cuenta acaso los cristianos que no son nuestras fuerzas las que actúan cuando procedemos como verdaderos discípulos de Cristo, y tripulamos su nave? ¿estimamos el poder divino que nos presta la gracia de Jesús? ¿Tenemos derecho a frustrar batallas, a huir combates, a ponernos en fuga, a rehusar enfrentamientos, a perder esperanzas, a desalentarnos, a rechazar cruces, aún cuando no tengamos aparentemente defensas, aún cuando estemos aparentemente hundidos, acorralados, sin salida, aún cuando debamos usar el mango del rebenque sin lonja, o la empuñadura de la espada rota, o la culata de los fusiles sin balas? ¿Podemos mostrarnos débiles cuando se trata de enfrentar a los enemigos de Cristo y vengan llenos de armas y calumnias y espumarajos en la boca, o, peor, llenos de sonrisas y de halagos? ¿Amilanados, con semejante Señor y Dios?
¿Tenemos derecho a tolerar nuestras propias debilidades, nuestros torpes pecados, nuestras conductas cobardes, nuestras serviles componendas con el mal, teniendo de jefe a tan gran Señor? ¿No existen verdaderos varones ni verdaderas mujeres que no se avergüencen de presentar al mundo una Iglesia vacilante, sin cinturones ni tirantes, pura sonrisa boba, cuando nos guía el brazo fibroso de Cristo y el nudoso de Simón? ¿Tendremos cara para ir a anunciar a nuestro Rey, Señor de tempestades, que hemos dado la espalda, que hemos callado, que estamos ahogados, que nuestras tropas están en fuga, su ejército derrotado, sus hombres rendidos, sus banderas tomadas? La única noticia que podemos llevarle es: o la de la victoria; o la de la triunfal derrota de los mártires en cruz, de los que viven, luchan y mueren con un '¡Viva Cristo Rey!' en la boca; de los que frente a nadie se postran sino ante el Señor, para decirle -juntos en la barca, en el templo, en la santa Iglesia-: "¡Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios!"