Sermón
Una pequeña barca. Apenas un punto sacudido por el viento en medio del enorme y caliginoso lago de Tiberíades.
Es la hora más fría y más oscura. Aún no ha despertado el alba.
Y, lentamente, avanza, frágil navío, contra el viento. Un puñado de hombres a bordo. Gusto a sal en la boca. Puños crispados sobre el remo. Fatiga. Miedo.
¡Pequeña barca de la Iglesia en el Tiberíades de este mundo!
¡Chalupa diminuta de los cristianos, en el embravecerse de las aguas!
¿No que es difícil remar contra corriente? ¿No que es difícil ser cristiano en Buenos Aires, en 1972?
Porque, sentirme cristiano en Misa es relativamente llevadero. Todos los que estamos aquí con nuestro más y nuestros menos creemos ¡gracias a Dios!: aún ese señor un poquitín hastiado que está a mi lado deseando la misa termine; aquella buena señora de edad que lucha contra sus continuas distracciones; ese jovencito, junto a la columna, que tampoco hoy se atreverá a acercarse al confesionario; la muchacha soñadora que hoy vino haciendo un sacrificio ¡porque tenía tantas cosas que hacer y amigas a quien llamar!; la presumidita quinceañera que este domingo asiste a Misa porque ‘lo siente' –que una monjita progresista le dijo que, si no lo sentía, no tiene que venir-… Sí, gracias a Dios, todos creemos y así, todos juntos, uno al lado de otros, aunque no nos conozcamos, ¡que fácil resulta creer! ¿Quién tendrá vergüenza de recitar con los demás el Padrenuestro? ¿Quién de estar en la cola de las confesiones? ¿Quién de ponerse de rodillas ante nuestro augusto Señor; esbozar una señal de la cruz; taparse los ojos para rezar?
Sí, aquí cristianos, viento en popa, desplegadas velas.
Pero…
Bien otra cosa pasados Pedernera, Rivera Indarte, Rivadavia… Bien otra cosa detrás del Domingo, traspuesto el umbral del lunes.
Bote a remos. Cara a la ventisca.
“Señor jefe, creo en Dios” “No me interesa: termine ese balance”. “¡Es que hay un Dios y nos ama!” “¿Cuántos ganaron ayer al Prode?” Pero. “Cristo ha muerto por nosotros.” “¿Se enteró de lo de Susana Giménez? Y “allá adelante nos espera una Eternidad”. “El Vietcong no quiere tregua.” “Dios es nuestro Padre ¿se da cuenta? ¡Nuestro Padre!” “La carne subió de vuelta y la papa ¡qué barbaridad!” “Cristo y María están en cuerpo y alma en el cielo”. ¿Qué me dice de la renuncia de Manrique?” “En las iglesias, bajo forma de pan, está presente el Señor del Universo.” Pero “Fíjese lo que son las cosas, ayer, cuando caminaba por Corrientes…” “La maestra parece hoy estar de mal humor”.
¡Si parecen dos mundos diferentes! Impermeables el uno al otro. Incomunicados.
Ante no era así. Al menos no tan así. Cuando Europa y Occidente fueron verdaderamente cristianos, también se hablaba de las cosas corrientes, las noticias del día, el hijo del vecino, el trabajo, la cosecha, el tiempo. Pero a nada de eso Dios resultaba totalmente ajeno como hoy. Nadie se sentía un marciano, un bicho raro, por el hecho de ser y parecer cristiano.
¿Y no es cierto que cada vez se siente más la tensión entre el tratar de ser verdaderamente cristiano y verdaderamente porteño?
¿Cuántos cristianos de verdad hay en mi clase? ¿en mi oficina? ¿entre mis vecinos y conocidos? ¿allí donde trabajo? ¿en el subterráneo donde me muevo?
¿Cuántas veces he debido renunciar a decir lo que pienso para evitar la broma mordaz, la cargada? ¿Cuántas he debido transigir con mis principios cristianos para que no se me tomara por mojigato? ¿Callar por vergüenza cuando debí haber hablado; quedarme, pusilánime, debiendo haberme retirado; sonreír, cuando debí haber protestado airado?
Y ¡qué de tentaciones!: si “todos lo hacen”, si “por honestidad, las cosas me van mal”; si, “por no coimear o no aceptar coimas, estoy como estoy”; si “al fin y al cabo no parecer tan grave” si, finalmente “no voy a ser yo el único gil”.
Y, al fin, ¿para qué? ¡puras dificultades! Que el sexto mandamiento, que ir a Misa los domingos, que confesarse, que no a la píldora, que patatín-patatán.
Y si tan siquiera Dios me escuchara cuando le rezo. Pero parece que ni eso. Que le he pedido mil veces mil cosas y nunca me las concede.
Si hasta a veces dan ganas de… ¡Total! Miren allí a aquel que no cree, tan feliz, tan bien que le ha ido todo. Y, esa loca, miren que bien se ha casado. ¡Para qué tanto ser buena!
Y por lo gran cosa que son los curas y las monjas. Miren cuántos que se casan, que abandonan, que dejan de creer, que dicen sandeces, que se hacen comunistas…
Si Dios quiere que crea ¿por qué pasan estas cosas? ¿por qué las permite? ¿por qué hacernos esto tan difícil?
Bote de remos. Cara al viento.
Las olas siempre han sacudido a la barca. El mundo –el mundo de los hombres heridos por el pecado- siempre ha agitado a la Iglesia. Quizá sea verdad que hoy la tempestad –tempestad disfrazada de indiferencia, de superficialidad, de pavada- sea más violenta que nunca. Pero es justamente en la tormenta donde se prueban los buenos pilotos. Y el armador elige los mejores capitanes para los más procelosos mares.
Sí que es más arduo ser hoy católico. Pero eso lo sabía el Dios que te creo y pensó en ti justo allí donde estás, desde toda la eternidad y, conscientemente, te puso en la existencia en esta época, en este Buenos Aires, en este año, para que remaras, para que llevaras a los demás la luz de su mensaje, para que te hicieras hombre, para que te hagas santo. El comandante lo ha querido así. Porque aquí y ahora podés probarte en lo que valés. Merecer tu galardón.
Y ¡enhorabuena! Que para este momento te ha elegido. Duro tiempo, ¡que para la más ardua batalla ha escogido a los mejores soldados!
Que aún, sobre las olas, cosas peores caminaremos, si Él nos llama.