1974. Ciclo C
19º Domingo durante el año
3-08-1974
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 32-48
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No temas, pequeño Rebaño, porque vuestro Padre ha querido darles el Reino. Vended vuestros bienes y dadlos como limosna. Haceos bolsas que no se desgasten y acumulad un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni la polilla destruye. Porque allí donde tengáis vuestro tesoro, tendréis también vuestro corazón. Estad preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sed como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Os aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así! Entendedlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa. Vosotros también estad preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada.» Pedro preguntó entonces: «Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?» El Señor le dijo: «¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno? ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en este trabajo! Os aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes. Pero si este servidor piensa: "Mi señor tardará en llegar", y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles. El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo. Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más»
Sermón
Parece mentira, pero ya hace cuatro años del histórico momento en que el hombre por primera vez llegó a la luna -20 de julio de 1969-. Y, desde los sillones d nuestras casas, pudimos seguirlos a ellos y a las expediciones sucesivas, a través de la ventana chisporroteante de la televisión. ¡Cosa de maravilla! Ahora ya nos hemos acostumbrado, pero ¿quién lo hubiera pensado hace treinta, cuarenta años, cuando los jóvenes se enfrascaban azorados en las ficciones quiméricas de Julio Verne, sus viajes fantásticos por los abismos del océano y sus alucinantes aterrizajes lunares? La realidad ha superado al sueño: la ciencia fría al febril magín del poeta.
Cuando el general Roca, vencedor de los indios invitó al indómito cacique Namuncurá –padre de Ceferino- a Buenos Aires allá por el 1884, dicen que Aristóbulo del Valle quiso hacerle hablar por teléfono. Cuando el cacique oyó la voz que salía por el tubo, pegó un salto espantado y, señalando el aparto exclamaba: “¡Gualichu! ¡Gualichu!” el nombre del demonio de las pampas.
Si el pobre Namuncurá de golpe hoy despertara en Kuligovski o cualquier otro ‘rey del confort’ se creería en el centro del mismísimo infierno.
Pero, nosotros, hombres de ciudad y del siglo XX, sabemos que el desprestigiado Gualichu o Satanás nada tiene que ver con nuestras licuadoras, televisiones, estereofonías, ordenadores, lavaplatos, lustradoras, transistores, Jumbo Jets, IBMs, ‘lunarovers’, detergentes, biolavadores, bocinas y grabadores que llenan nuestras casas y nuestras vidas.
Porque todo esto no es sino fruto del pasmoso, mirífico, ‘progreso’.
Otra mágica palabra de nuestra época ¿Quién no quiere el progreso? ¿Quién no quiere ser un hombre progresista? ¿Quién no desea formar parte de una joven nación progresista? ¡Pueblos amantes de la paz y del progreso! ¡Partidos progresistas, diarios progresistas, sistemas progresistas! ¡Curas progresistas!
La humanidad que progresa hacia el futuro por el camino del tiempo. ¡Muera el inmovilismo! ¡Muera lo antiguo, el pasado, lo vetusto!
¡Guay del que no esté al día con la última noticia! “¿Cómo? ¿Todavía no sabes que…?” ¡Pobre el que no haya leído el último bestseller, la que use el vestido pasado de moda, el que aún no haya manejado el último modelo de automóvil, el que no alarga o acorta su sobretodo al compás del modisto francés, la pobre monjita que aún usa sus largas faldas y sus amplias tocas y no sabe las palabras raras de los nuevos predicadores!
No. Hay que vivir en el presente, punta de lanza que va horadando en el tiempo la senda dl futuro. ¡Y quién pudiera vivir ‘ya’ en el futuro! Dorado futuro, increíble futuro de la sociedad sin pobres, sin ejércitos ni policías, del fin de semana en un country de Saturno, del trabajo abolido por los robots y las computadoras, del superhombre rubio, alto, inteligente, todo sonrisa y vitaminas de la edad de oro de mañana.
Sí. Hacia allí –dicen- apunta el progreso. Entre las probetas y las luces mágicas de las calculadoras y el grito exaltado de los cordobazos se está fecundando el germen del venidero paraíso terrenal.
La Utopía (15016) de Tomás Moro o la Ciudad del Sol (1602) de Tommaso Campanella son un garbanzo comparadas con la pedrería y el dorado del porvenir que los fanáticos del progreso y los discursos calenturientos de los políticos nos anuncian.
Pero, señores, parémonos a meditar un solo instante ¿será verdad que el tiempo y la técnica automáticamente van engendrando con su solo crecer y transcurrir hombres y sociedades mejores? Estamos tan acostumbrados a pensar que el modelo de auto de este año es mejor que el del año pasado y que el del año que viene será ineluctablemente mejor que el de éste que tendemos a pensar que todas las realidades progresan al mismo ritmo de los materiales. Pero se da el caso que los objetos que constituyen el área, el eje, del mágico progreso no son sino exteriores al ser humano: el estuche, el paquete del hombre. Un regalo modesto podrá ser realzado por el lujo de la caja, el papel de seda y las cintas de colores, pero el efecto no es más que ilusorio. Las esperanzas suscitadas por el envoltorio solo servirán para aumentar la decepción del contenido.
Debajo de las pieles paleolíticas, de las armaduras medioevales, de las levitas fin de siglo y de los trajes espaciales sigue y seguirá latiendo siempre exactamente el mismo corazón de hombre.
Nadie duda de la superioridad del avión sobre la carreta, ni de la Coca Cola sobre el agua de los charcos, ni de la cirugía sobre los emplastos de las curanderas, ni de las comunicaciones vía satélite sobre las señales de humo. Pero ¿quién se atreverá a afirmar que la ciencia y el progreso han cambiado realmente al ser humano? Yo no he mejorado nada porque Armstrong haya dejado sus huellas en la luna y, acaso ¿no es el mismo espíritu humano el que impulsa las velas de Jasón y sus compañeros a la búsqueda del vellocino de oro, de Colón al desafío del Océano, de Stanley y Livingston a la búsqueda en el Congo de las fuentes del Nilo, de los técnicos de Cabo Kennedy hacia los espacios estelares? ¿No es el mismo el llanto de Medea o de Raquel en Ramá por sus hijos, que el de la hodierna madre de minifalda?
¿Han cambiado acaso los suspiros de los novios, el rencor de los enemigos, la envidia de los mezquinos, el drama de la vejez y de la muerte, la angustia de la soledad, la felicidad de los padres, los juegos de los niños?
¿Qué separa a la mano desnuda que empuña la clava y el garrote de la enguantada que aprieta el pulsante del ultrasónico proyectil atómico intercontinental? ¿Qué diferencia esencial entre la luna de miel en las cavernas, en Bariloche o en los canales de Marte?
Sí. Tenemos más y mejores cosas, pero ¿somos más felices, somos más virtuosos y buenos, gozamos de la luz de la verdad en mayor medida que nuestros antepasados?
Basta mirar a nuestro alrededor, comprar un diario, salir a la calle, leer una novela contemporánea, escuchar la charla de la vecina, para darnos cuenta de lo contrario.
Porque, señores, el único progreso que vale realmente la pena es el que se gesta en el interior de cada hombre: el dominio de sí mismo, la muerte al egoísmo, el encuentro personal con la verdad y con Dios. Y ese no es un progreso que acumula ni que dependa del tiempo.
Salvo la historia de la salvación y la venida de Cristo que ha dado mejores oportunidades a las personas, no basta que pase el tiempo o que se renueven las vidrieras para que nos hagamos mejores -y a veces nos hacemos peores-. Los hijos no heredan automáticamente -como sucede en la técnica- la bondad de los padres. Cada hombre que nace es una empresa nueva. Debe construirse con su propio esfuerzo, con tesón y sacrificio, con desvelos y sufrimientos. El hombre perfecto no está en el futuro utópico de los siglos, está en el futuro cercano de la breve vida de cada uno de nosotros. Y, en este orden de cosas, ser del siglo XX no nos da más ventajas que ser del siglo XVIIII ni el hombre del año 3000 será necesariamente, desde la venida del Señor, más hombre que los que aquí hoy estamos.
Tanto es así -que la perfección humana nada tiene que ver con el progreso y con el tiempo- que el hombre y la mujer más acabados e ideales de la historia –Jesús y María- han vivido ya hace dos mil años. Y ¿quién podrá decir con seguridad que en el futuro aparecerán infaliblemente hombres mejores que Francisco el de Asís, Teresa la de Ávila, Iñigo el de Loyola, Enrique II emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y todo el innumerable ejército de hombres que la Iglesia, en cualquier época, en cualquier siglo, ha reconocido como santos o siéndolos han restado anónimos?
Porque, señores, la santidad es el único progreso que en última instancia vale la pena. Todo lo demás es envoltorio, paquete, hojarasca, papel celofán y cintitas de colores.
Y es inútil hablar del futuro y de los tiempos que vendrán. Porque nuestro futuro, aquel que en el fondo es el único que interesa, el único concreto y real, no está más lejos de los pocos años que el Señor aún nos concederá de vida.
Ninguno de los que está aquí vivirá lo suficiente para ver con sus ojos la dorada edad que nos señalan los índices febricitantes de los utopistas. A cada uno de nosotros, Dios nos da un estrecho margen de tiempo para conseguir el único progreso necesario. El resto del pasado y del futuro pertenece a la historia. Pero no es la historia la que se hará santa y llegará al cielo, sino cada uno de los hombres en sus limitados setenta, ochenta años de vida, en cualquier época o lugar que le toque vivir. Ya sea en el frenético dislocarse de nuestra ciudad Buenos Aires siglo XX, ya sea en el ascético y silente viajar de la técnica a las estrellas, ya sea en el desaliento sórdido de la pobreza del barrio de emergencia.
El Señor no esperará que el progreso dé a luz sus fantásticas utopías para llamarnos a su lado. Nos alcanzará, cualquiera de esto días, vendrá a buscarnos en cualquier momento, no siempre anunciará con tiempo su llegad.
Por eso “estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su Señor que fue a una boda, para abrirle apenas llame. ¡Felices los servidores a quienes el Señor encuentre velando!”
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