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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1982. Ciclo B

19º Domingo durante el año
(GEP, 11-8-91)

Lectura del santo Evangelio según san Juan   6, 41-51
Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo.» Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"» Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo»


Sermón

Cuando comenzamos, hace dos domingos, la lectura de este capítulo sexto de San Juan, decíamos que nos hallábamos como en el punto central, crítico, de la presentación que el evangelista hace de Jesús. Hemos visto, en los últimos domingos cómo Cristo que, hasta entonces, era mostrado como “el Mesía”, revela ahora, profundizando el significado del mesianismo puramente temporal que esperaban los judíos, que es también el “Hijo del Hombre”, este personaje humano sin duda, pero que no desde lo humano sino desde lo divino, desde lo sobrenatural, vendría a llenar las aspiraciones que los judíos vanamente habían ambicionado realizar solamente en lo terreno y mediante sus propias fuerzas.
Estas aspiraciones, estos deseos, ambiciones, apetencias, anhelos de los judíos, se habían ido modelando y forjando en el pueblo de Israel, no solo en lo que tenían de común con el resto de los hombres, sino en la sabia pedagogía de la revelación véterotestamentaria.
Porque el deseo de la tierra prometida, la gana de salud, de riquezas, de alegrías, de poder, de honores y de goces, eran la herencia común que los unía con el resto de los hombres en una misma fuerza de ansias y de afanes que han existido y existirán siempre en todo ser humano mientras nuestra especie perdure sobre la tierra y la Revelación había iluminado y armonizado esos deseos que tantas veces entraban en conflictos personales y sociales y los había jerarquizado en una escala de valores en donde primaban el deseo de la amistad con Dios, de justicia con el prójimo, de moderación y orden, de dignidad y mutuo respeto.
Pero ni la salud, ni las riquezas, ni el poder por un lado, ni la paz con Dios y con el prójimo por el otro, habían sido nunca plenamente logrados, en la larga historia de la humanidad y de Judá.
El Antiguo Testamento había quedado más en una pedagogía del deseo, de la promesa, de la ambición que en una auténtica realización y respuesta a todos estos anhelos sistemáticamente frustrados del hombre y del pueblo judío.

Jesús, ahora, para dar nombre a todas estas avideces y ansias que constituyen la característica propia del hombre perpetuamente insatisfecho utiliza la imagen fisiológica del hambre, metáfora que ya habían utilizado Isaías y el Sirácida.
Hambre caracterizada porque no hay nada en el mundo que pueda saciarla plenamente. Es precisamente por eso que Jesús aquí menciona al ‘maná’. Ese alimento dado por Dios a Israel en el desierto y que ‑según el libro de la Sabiduría‑ “adaptándose al deseo del que lo tomaba se transformaba en lo que cada uno quería”. Símbolo pues de todo lo que le hombre puede conseguir en este mundo como respuesta a sus deseos.
Pero, ni siempre hay maná para los hombres –porque la mayoría de sus deseos han quedado y quedaran, en casi todos, total o parcialmente frustrados‑ y, aún cuando lo hubiera, la muerte negativamente, la filosofía trabajosamente y la Revelación luminosamente nos dicen que ningún maná elaborado a la medida del hombre, dado por la técnica o por el progreso o por la medicina o psiquiatría o por las constituciones o por el mismo Dios, podrá apagar nunca el hambre de fondo que constituye el motor absoluto, la codicia fundante, la avidez medular, que esconde, como cardiopatía innata, el corazón humano.
Y, si el hambre es la imagen o metáfora de todos estos deseos de cosas sin las cuales no se puede vivir o cuya carencia hace que la vida sea menos vida, el pan es el símbolo universal de lo que sacia toda hambre, todo deseo.
Pero no basta el pan de las realizaciones humanas, figuradas en el maná “capaz de brindar todas las delicias y adaptado a todo los gustos”. No bastan las conquistas del Rey mesiánico, de las revoluciones, de los inventos, de las pastillas panaceas, de los amores, de los ascensos, de las pensiones, de los viajes a la luna. “Sus padres comieron el maná y murieron.” ¡Y seguirán muriendo!
Con todo lo que pueda conseguir y conquistar el hombre seguirá careciendo de aquello sin lo cual no puede realmente vivir, al menos esa vida para la cual ha sido plasmado y de cuyo pan hambrea, aún sin saberlo, en el fondo de todas sus hambres y aún de todas sus humanas saciedades.

Porque el hombre ha sido creado con voracidad de Dios y, decir Dios es decir eternidad y, decir eternidad es decir Vida, Vida verdadera. Y porque esa Vida pertenece solo a Él, únicamente Él puede dármela, solo Él puede alcanzarnos el pan que nos permita vivirla.
El hombre tiene avidez de ella, sí, pero el pan que la sacie no puede hornearlo él tiene que dárselo Dios. “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”.
Nosotros no podemos alcanzar ese pan, ‘desciende del Cielo’, ‘baja del cielo’, afirma insistentemente el evangelista.

Ven, San Juan va enriqueciendo su descripción de la figura del ‘Hijo del hombre’. En Jesús que, contrariamente a lo que piensan los judíos, no es hijo de José, hijo de lo puramente humano, hijo del trabajo, sin hijo del Padre celeste que lo envía a través de una madre virgen. En Él llega la verdadera vida. En Jesús de Nazaret el Padre pronuncia Su eterna palabra y alienta Su espíritu. En Jesús se injerta en el cosmos la Vida del mismo Dios.
Jesús se transforma así en el portador y transmisor de esa Vida, Vida que precisamente se entrega a nosotros en su muerte.

Así termina el trozo que hemos leído hoy ahondando el misterio: la muerte humana del Hijo del Hombre es lo que nos hace llegar, a todos los que lo aceptamos en la fe, su Vida divina. La palabra ‘carne’ aquí significa justamente lo humano y se refiere a la muerte:
El pan que yo daré es mi carne entregada para la Vida del mundo”.

Ven todavía Juan no ha entrado a hablar de la Eucaristía; está revelando paulatinamente el misterio de la figura de Jesús: primero, Mesías; luego, hijo del Hombre; ahora el hijo del hombre cuya misión es saciar todas nuestra hambres y darnos la verdadera Vida ¡a través de su muerte!
Quien no entienda toda esta parte previa, no entenderá nada de lo que diga Juan a continuación, ahora sí, de la Eucaristía.

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