Sermón
Quienes ya no somos jóvenes vivimos los acontecimientos políticos actuales como una de esas pesadillas en donde, con apenas variaciones, se repiten exactamente en el mismo orden y con los mismos personajes espeluznantes, escenas mil veces soñadas. Nuestra capacidad de esperanza no solo se ha debilitado, sino que nuestro escepticismo crece hacia tremendistas augurios.
Vemos a los jóvenes, que recién salen de su cáscara, excitados por las promesas de los políticos y discutiendo gravemente, como si tuviera importancia, por quién habrán de votar y entusiasmados por la magia prometedora de las utópicas teorías liberales, socialistas, marxistas o democráticas –con el mismo entusiasmo quizá que nosotros mismos cuando teníamos su edad- y, cuando, entonces, no sentimos el temor que nos surge de oscuros presagios o premoniciones, tendemos más bien a sonreír con superior indulgencia o a mover la cabeza con aire anciano de entregado.
De la alarma por lo que vendrá, la esperanza ilusa o la resignada entrega, no sé cuál es la peor actitud. Quizá la mejor sea la de la esperanza, al fin y al cabo de ilusiones también se vive. Pero las tres posiciones adolecen del mismo defecto y es que todas viven del futuro.
Todos, mal que bien, vivimos del futuro. Pero, fíjense Vds. a qué extremos hemos llegado en nuestro país que hoy nada se puede hacer, nada se puede comenzar a construir ni decidir, en este cambio casi brutal de rumbo que sufre nuestra nación, hasta las ominosas elecciones de octubre, hasta la asunción del nuevo poder en marzo. Mientras tanto: una especie de paréntesis lleno de confusión, de palabras, de caos, de nada.
Pero digo que esto no es solo característica de estos aciagos meses sobre los cuales boyamos flatulentamente. Es un poco característica humana y hasta progreso de la evolución biológica. Desde la planta que solo vive su presente, hasta el animal superior que es capaz de anticipar sus movimientos en busca de la presa o de la hembra.
El hombre, en su cerebro superior, emerge casi totalmente del instante y es capaz de protender su mirada hacia el día, el mes, el año venideros. Más allá de la semilla que planta, avizora la cosecha. Más allá del camino que emprende y los mojones intermedios, es capaz de otear hacia la tierra prometida. No es la vida ‘in-yectada' de la planta, sino la ‘pro-yectada' de lo humano.
Pero este sentido anticipador que se transforma en motor de lo humano puede también deformarse en trampa, y atraparnos en la quimera inconsistente de paraísos venideros –siempre venideros y siempre fuyentes-, o en el terror inútil de anticipados miedos.
Porque nuestra vida tiende a vivirse de esa manera futurible: “¡Oh! ¡Cuándo me compren aquel juguete; cuando llegue a séptimo grado; cuando entre a la facultad; cuando consiga aquel trabajo; cuando me reciba; cuando me case; cuando sea novicia; cuando sea profesa; cuando se casen mi hijos; cuando me jubile…! ¡Sí, entonces sí! ¡Cuando llegue el sábado, cuando llegue el lunes…! ¡Entonces sí! Y, mientras tanto, el presente se muta en presuroso e inadvertido fluir de instantes a los cuales damos raudamente la espalda.
Ya sabemos que el tiempo pasa y el destino final del hombre está en el más allá de este tiempo. Pero ¿quién no sabe también que el presente, al fin y al cabo, es la única realidad tangible y substanciosa y que, si el futuro vale algo, es porque será –esperamos- capaz de transformarse en presente. Y porque esté presente lo prepara.
Pero, es claro: es más fácil imaginar bellos futuros que vivir bellamente el hoy. En los futuros de nuestras fantasías no hay dolores de cabeza, ni frio, ni cansancio, ni polvo. Como las fotografías de propaganda de las agencias de turismo, sacadas desde el mejor ángulo, con la mejor luz, pegadas en los muros limpios y aire acondicionado de la oficina del agente de viajes. El presente, en cambio, viene siempre onerado por la realidad que estrecha la ilusión. El paisaje soleado se nubla, vuelan los tábanos, entra el polvo en los ojos.
Pero, en última instancia el presente es lo único que arriba cierto y macizo en consistencia útil, en vocación y tarea, en divino llamado. No es en el futuro –al menos mientras no se haga presente- donde podemos estudiar, mejorar, estar alegres, gozar, trabajar, amar, hacernos santos. Es aquí, ahora, en este mismo momento, que nunca es pura carencia, sino que siempre viene valioso y aprovechable -y tantas veces alegre y disfrutable si no le exigimos más de lo que nos puede dar-.
Pero ¡cuántos hoy, cuántos ahora, dejamos pasar de largo, por mañanas que, a lo mejor, nunca vendrán.
Y ¿quién no tiene la experiencia de esos presentes que no pasaron simplemente y quedaron atrás como la estación en la cual ‘el rápido' no para, sino que se embebieron en un no sé qué de permanente, porque fueron vividos intensamente y de verdad. El tiempo que no pasó los dos tomados de las manos; el milagro del hijo en los brazos; ese rato de oración en donde las agujas se pararon; ese sí pronunciado un día en el altar y que aún nutre mi matrimonio; esa entrega hecha hace años a Dios que aún renueva en juventud mis votos; ese momento de música o de descubrimiento o de paisaje o de poseía o de conversión o de éxtasis que aún viven en mi viejo corazón.
Al principio eran como beduinos que vivían pacíficamente de sus cabras y ovejas trashumantes, en el goce simple de la vida sencilla, con sus alegrías y penas reales, en la bonhomía de un existir sin excesivos avatares. Era casi como el Paraíso. Pero, pobres beduinos, se asomaron un día a las ciudades cananeas, egipcias, babilonias y vieron las riquezas de la ciudad y los lujos de la civilización. Desde entonces los hebreos se transformaron en una raza inquieta. No miraron más lo que tenían. Ambicionaron lo que no poseían. El ‘árbol de la vida' y el ‘árbol del fruto de la ciencia del bien y del mal'. Y ya los demás frutos no les parecieron ricos y apetecibles.
Los judíos en el descubrimiento fatal y utópico dejaron su viejo paraíso de nómades y, desde entonces, anduvieron errantes persiguiendo una tierra prometida que nunca lograron del todo conseguir y que, obtenida, pronto perdieron, y que siempre los hizo mirar, no el hoy, sino el mañana que vendría. Dios era para ellos, no el Dios presente, amigo, compañero, sino el que había de venir, el que les traería justicia, el que castigaría un día futuro a los enemigos de Israel, el que, en el ‘día de la ira', el ‘día del Señor' instauraría el Reino, donde ellos, los judíos, se instalarían en tronos y dominarían para siempre a los demás.
Inquietud en parte legítima y que abriría a los judíos a la expectativa de lo que, definitivamente, traería Jesús.
Porque, en realidad, Dios había permitido que, de fracaso en fracaso, de desilusión en desilusión, los hebreos fueran cada vez más abriendo su corazón a ambiciones más grandes solo para dejar espacio al encuentro con el Señor. Pero, extraviados, interpretaban este desasosiego y anhelo cuantitativa, terrenamente.
Tanto que, cuando por fin vino Jesús y trajo el día del Señor los discípulos no se dieron cuenta. ”¿Cuándo vas a instaurar el Reino?” le preguntaban. Y al principio creyeron que, después de la muerte y la resurrección, Jesús iba a volver inmediatamente, y allí sí vendría el fin del mundo y la instauración del Reino.
San Pablo es el primero que, poco a poco, se va dando cuenta de que, en realidad, esa vuelta de Jesús no se haría tan pronto. Más aún, que en realidad, estrictamente, no necesitaba volver porque, de alguna manera misteriosa, ¡nunca se había ido! “ Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo ”. “ El Reino ya está entre vosotros ”.
Esto descubre Pablo: el Reino ya está aquí; el espíritu de los últimos tiempos ya ha sido derramado a la Iglesia; los momentos definitivos no están en el futuro, ya son presentes; no es cuestión de esperar, el Reino está viniendo en cada instante.
El juicio no está al fin de los tiempos: cada momento es valioso y se presenta frente al tribunal de Dios en el mismo momento en que se vive. Jesús no vuelve allá lejos, al fin de la historia. Ni siquiera al fin de mis días en mi propia muerte. El ladrón de la parábola que puede venir en cualquier momento no es -en Lucas- una figura de la muerte que puede sorprendernos, sino que se hace imagen de la urgencia que pone Jesús al cristiano de vivir su ‘hoy', su ‘ahora' intensamente.
El ladrón está viniendo cada segundo. Cristo no nos abre solo una esperanza ‘hacia' un día que vendrá: nos abre las compuertas de lo eterno en el ahora.
“ A cada día le basta su inquietud ”. No porque no haya que preocuparse prudentemente del futuro, sino porque el presente recupera, en Cristo, su consistencia, y se hace trampolín de eternidad.
Cada minuto de la vida vale la pena, con sus penas y sus alegrías humanas, -aún en esta impasse hasta Octubre o Marzo que ninguno sabe si verá-. Si lo vivimos en comunión de eternidad.
No vivamos de ilusiones de futuros humanos que a lo mejor no vendrán. O vendrán ni tan lindos como los soñábamos, ni tan terribles como los temíamos. Vivamos el contento o la dificultad, pero real, del hoy, en la alegría del don, del pro-yecto hacia Dios, del instante que en Dios no se pierde, en la urgencia de ser ‘ahora', de hacerme santo hoy.