Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 41-51
Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo.» Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"» Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo»
Sermón
Uno de los hallazgos arqueológicos más interesantes de los últimos tiempos, en tierra Santa, es el de la casa de Pedro, en Cafarnaún y, a pocos metros, la sinagoga de ese lugar, en donde sabemos por los evangelios que Cristo predicó varias veces. Es verdad que los restos que actualmente son visibles pertenecen a un edificio posterior al del tiempo de Jesús, de fines del siglo III, pero debajo de estos restos se han podido descubrir los cimientos del contemporáneo al Señor.
Hasta las más pequeñas aldeas judías tenían su lugar de reunión. En griego reunir se dice sin-ago, y de allí entonces sinagogé, la reunión, la asamblea. Un termino de significado afín al de ek-kaléo, llamar, de donde ekklesía, los convocados, los reunidos, los llamados, de donde viene nuestra palabra Iglesia.
Estos lugares habían nacido cuando, habiendo sido destruido el templo de Jerusalén y desterrados los judíos, en el año 586 AC, los dirigentes entendieron que para conservar la identidad del pueblo judío, fuera del contacto con su tierra y con los ritos jerosolimitanos, era necesario instruir, alimentar constantemente a la gente con la palabra de Dios, con el Pentateuco, es decir, con la Ley, con la Torah. Y a tal punto hablaban simbólicamente de alimentar que los rabinos, cuando se referían al maná, al pan bajado del cielo que había dado Moisés a su pueblo en el desierto para que no perecieran de hambre, decían que el verdadero maná, el verdadero pan era precisamente la Ley, la torah. Esta alimentación en las sinagogas de los judíos en diáspora, dispersos por el mundo, fue lo que permitió que su gente no perdiera nunca su identidad israelita y conservara el sentido profundo de su nacionalidad.
Todos los sábados, pues, los judíos ya desde el siglo IV antes de Cristo se reunían en sinagogas que primitivamente, como el término iglesia, designaba no al edificio sino a la reunión como tal y leían pasajes de la ley y de los profetas que luego el miembro más anciano y sabio de la comunidad comentaba para todos. Con el tiempo este trabajo se especializó y quiénes debían comentar la ley y los profetas tenían que estudiar en centros de estudios especiales donde se recibían de rabinos. Rabino es un título honorífico que quiere decir literalmente "señor mío" o "mi señor" o "mon señor".
Al comienzo, las lecturas se hacían al azar, o de acuerdo a los criterios del jefe de la sinagoga, pero con el tiempo, en Palestina, se empezaron a tener leccionarios que fijaban el pasaje que había que escuchar en cada sábado. Esos leccionarios eran algo así como los nuestros católicos, divididos en tiempos y en ciclos. Nosotros tenemos para las lecturas dominicales tres ciclos, el A el B y el C que se van sucediendo año tras año. (En este nos toca el B). También las lecturas sinagogales de la época de Jesús estaban divididos en tres ciclos anuales que, gracias a recientes investigaciones de una biblista inglesa, Aileen Guilding, se conocen bastante bien.
Pues bien, es notable ver como este largo discurso de Cristo del capítulo sexto del evangelio de San Juan, que estamos leyendo este año durante cinco domingos seguidos y que según Juan fue pronunciado por Jesús en Cafarnaún cerca de la Pascua, corresponde en su temática a las lecturas que según los ciclos de lectura de la sinagoga debían hacerse en esta misma época. Digamos que en el primer año los judíos, cerca de la Pascua, leían el capítulo tres del Génesis, es decir el relato del pecado del hombre en el Edén; en el segundo, se leía el capítulo 16 del Éxodo, es decir el tema de las murmuraciones de los judíos en el desierto y el regalo del Maná y en el tercero, los mismos temas, pero según los relataba el capítulo 11 del libro de los Números.
En nuestra lectura de estos domingos, pues, del capítulo 6 de Juan, nos encontramos muy probablemente con apuntes de la predicación que Cristo, como Rabí, como maestro, como monseñor, habría hecho en la sinagoga de Cafarnaún en base a esos textos sinagogales.
De tal manera que constantemente nos encontramos en este capítulo con referencias a dichas lecturas. Los temas de la murmuración y del maná son obvios, pero también son notables los ecos del relato de Génesis 3. Escuchamos recién, por ejemplo, "este es el pan bajado del cielo para que aquel que lo coma no muera" en referencia indudable al fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal en donde por el contrario la palabra divina había sido: "si lo comes morirás". Lo mismo dice Dios en el Génesis: "ahora solo le falta al hombre echar mano al árbol de la vida, comer y vivir para siempre"; lo cual contrasta con la invitación de Jesús: "el que coma de este pan vivirá para siempre". Ya San Gregorio de Nisa había advertido este contraste entre el pan de vida y el fruto prohibido del Génesis, y presentaba a Jesús, el verdadero pan, como una antídoto a ese fruto venenoso.
Es en este contexto como tenemos que entender nuestro discurso de hoy. Cristo se presenta como aquel capaz no solo de saciar el hambre material del hombre por medio del maná, por la multiplicación de los panes, a la manera de Elías, a la manera del economista; tampoco de organizar la vida de los judíos y conservar su identidad nacional mediante el pan de la Ley, de la Torah, como había hecho Moisés y hacían todos los sábados los rabinos en la sinagoga, como el político; sino que se presenta como el pan capaz de fundar al pueblo definitivo, al hombre nuevo, al llamado por el Padre a la eternidad, como el verdadero Sacerdote.
Y fíjense que a la altura del discurso que hemos leído Jesús todavía no ha hablado de la eucaristía. Está hablando de si mismo: Él -aunque los judíos solo vean su ascendencia humana, su padre y su madre a quiénes ellos conocen- lleva en su ser la presencia y la vitalidad del mismo Dios. No es algo que surge de las posibilidades de la naturaleza, como el fruto del conocimiento del bien y del mal, ni de las posibilidades humanas, de la carne, del mundo, de la técnica, de la moral, de los derechos humanos, sino que baja como don del cielo, como regalo de Dios. Quien se encuentre con ese regalo de Dios que es Cristo y lo coma, es decir lo acepte por la fe, lo aprenda como enseñanza y lo siga como modelo ése ya tiene la vida eterna y El lo resucitará en el último día.