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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

19º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 32-48
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No temas, pequeño Rebaño, porque vuestro Padre ha querido darles el Reino. Vended vuestros bienes y dadlos como limosna. Haceos bolsas que no se desgasten y acumulad un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni la polilla destruye. Porque allí donde tengáis vuestro tesoro, tendréis también vuestro corazón. Estad preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sed como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Os aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así! Entendedlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa. Vosotros también estad preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada.» Pedro preguntó entonces: «Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?» El Señor le dijo: «¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno? ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en este trabajo! Os aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes. Pero si este servidor piensa: "Mi señor tardará en llegar", y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles. El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo. Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más»


Sermón
             

Cronos, Saturno, para los romanos, no era un dios simpático. A los reclamos de su madre Gea, que se lamentaba de la excesiva fogosidad de Urano su marido, en aquel tiempo dios supremo, Cronos, el hijo de ambos, lo mutila ferozmente y ocupa su puesto, casándose con su hermana, Rea. Y como un oráculo le había advertido que, a su vez, uno de sus propios hijos lo destronaría, fue devorando a éstos a medida que nacían. De este modo engendró y engulló sucesivamente a Hestia, Demeter, Hera, Plutón y Poseidón. Furiosa por verse privada de sus hijos, Rea, que llevaba a Zeus en su seno, ocultando su condición, fue a dar a luz a Creta y a su retorno mostró a Cronos una piedra envuelta en pañales. Este se la tragó sin sospechar el engaño. Cuando Zeus fue mayor declaró la guerra a Cronos, lo venció y ocupó su lugar, liberando a sus hermanos.

            Este viejo mito no pasaría de cuento infantil si Cronos no quisiera decir en griego tiempo. De allí cronómetro, crónica, cronograma.

            Tiempo que evidentemente no gozaba de gran simpatía entre los helenos. Mutilador de la fecundidad de su padre y devorador de sus hijos, el tiempo solo podía ser vencido por Zeus, por los dioses. Solo ellos eran los inmortales, mientras que los humanos, pertenecían sin remedio al vulgar género de los mortales.

            Entre mortales e inmortales hay un abismo insalvable que precisamente custodia cronos, el tiempo, encargado de devorar a su propios hijos, nosotros.

            Desdichada condición la del hombre, porque siendo tan mortal como el resto de los seres vivientes sublunares, animales, es el único que tiene conciencia de que existe cronos, el tiempo.

            Porque, antes que un estado objetivo, medido por el Rolex, el tiempo, como decía San Agustín es una dimensión de la conciencia: la distensio animi, la distensión o extensión del alma. Ya que también la piedra o el vegetal o el animal viven en el tiempo. Pero no lo experimentan, lo viven como mera sucesión, como instantes puntuales, presentes contiguos, ahoras colocados uno al lado de otro pero sin nexo. Es el ser humano quien, desde su hoy, al recordar el pasado y proyectarse al futuro, en la experiencia simultánea de su yo, es él el único ser que no solo vive en el tiempo sino que vive el tiempo y lo percibe como tal. O, como decía Heidegger, el hombre es el único ser realmente temporal porque, en su existir consciente, distinto de la pura materia cerrada en si misma, se abre extáticamente a su pasado, a su presente y a su futuro. Pasado, presente y futuro -afirmaba Heidegger-, son mis tres éxtasis, mis tres maneras de estar fuera de mi mismo, las tres maneras de mi ex-tensión. Y en esto remedaba a San Agustín.

            Pero ésto no sería una ventaja, porque lo no humano, la piedra, al no tener conciencia del tiempo que pasa y del viento y el sol que la deseca y la gasta y al fin la pulveriza, tampoco sufre el paso del tiempo. La piedra envuelta en pañales que devora Cronos no pena su desaparición.

            El hombre, en cambio, en la permanencia de su yo que lo acompaña toda la vida más allá de la sucesión y que, aunque pueda cambiar, es siempre el mismo, no muta su nombre, precisamente por ello, tiene conciencia de su mortalidad. Al animal le adviene la muerte: el hombre es capaz de presentirla, de anticiparla dolorosamente. Y el que no se pierde animalescamente en la dispersión del tiempo, y en la banalidad del existir inauténtico, aquel que no solamente asume sus días, gastándolos, sino que asume su vida, proyectándose, no tiene más remedio también que asumir su propia muerte. El del hombre es un 'ser en el tiempo' -afirmaba Heidegger- que si es verdaderamente humano se transforma en proyecto total, en última instancia -¡terrible pesimismo!- en 'ser para la muerte': Zum Tode sein.

            Era la dolorosa constatación del mundo antiguo: el movimiento regular y permanente de los cielos, la esfera de los dioses, la imperturbable regularidad celeste, el hambre constante de Cronos, medía en esta tierra el decurso del desgaste, del cambio, del envejecimiento. Es verdad que el tiempo también servía para madurar, para crecer, pero para el hombre antiguo el tiempo, sobre todo, servía para oxidar, marchitar, envejecer y morir.

            Y desde el alba de su despertar literario el hombre se lamenta por ello. ¡Oh cuan breve, breve tiempo, adjudicas al hombre, Padre de los dioses!, lloraba el ateniense Simónides. ¡Oh tiempo que avanzas inexorablemente y cuya omnipotencia todo lo derrumba, excepto a los dioses!, clama el Edipo de Sófocles.

            Por ello es curiosa la dimensión optimista que, a contrapelo del resto de las concepciones de la antigüedad tuvo del tiempo el pueblo judío. De la concepción cíclica, de la idea del tiempo como un girar perpetuo de los cielos, como un retorno constante a lo mismo, el antiguo testamento se eleva a la visión lineal de la temporalidad y de la historia. El tiempo no es un círculo cerrado que demuele en su rotar infatigable todo lo que tiene dentro, es una flecha tendida hacia un horizonte promisorio, hacia el porvenir, hacia una plenitud. La vejez no está en el futuro, lo viejo es el pasado y el tiempo, de por si, no engendra ancianidad, senectud, sino que se abre a lo nuevo, a lo joven.

            El tiempo no es la dimensión del desgaste, de la entropía, del desmedro, de la usura, del deterioro, sino la dimensión de la esperanza, del crecimiento, de la espera...

            Con el pueblo de Israel nace el concepto moderno de la historia: un tiempo humano que posee un significado, una dirección, un sentido. No porque el hombre sea capaz de superar por si mismo el límite de la muerte, la voracidad de Cronos, sino porque el verdaderamente inmortal, Dios, intervendrá un día renovadoramente en la historia... Será el día de Jahvé, el día del Señor...

            Precisamente Cristo es lo eterno cruzando el abismo de Cronos y haciendo del tiempo no una medida de decadencia, sino incubador de eternidad. El es lo permanentemente vital que se hace tiempo y hace de éste no la medida la vetustez, sino el lugar del crecimiento y la floración.

            Pero la tentación del Gilgamesh -"¡llena tu vientre, goza de la vida!- ronda siempre la mente del hombre: dispersarse en el presente, disfrutarlo mientras se pueda, ocultar la vejez detrás de las cortinas floreadas del geriátrico, sacarla de circulación, engañarse con liftings y cosmética, prolongar el tiempo, aumentar el placer, arrinconar el sufrimiento...

            Pero, por más que prolongue mi vivir y la dimensión de su disfrute, aunque la medicina logre incrementar la esperanza de vida y su calidad, tarde o temprano, siempre llegará el momento en que me quedarán un año, un mes, un día, diez minutos para el momento del finar.

            Puede de todos modos que esto no me interese. Que diga: "moriré y ya está". No necesitamos dramatizar excesivamente la cosa: todos los días muere gente sin demasiado filosofar.

            Pero el cristiano no puede ser indiferente frente al tiempo, precisamente porque en la encarnación de Cristo el tiempo se le ha hecho camino, medida y posibilidad de eternidad. Para el cristiano el problema no es el miedo a morir, sino justamente el miedo a no morir, el que la muerte no sea el fin, sino el momento de cosechar lo realizado en la temporalidad.

            El problema no es el caer de bruces en la nada, sino la inminencia del encuentro con el Señor que viene; la transformación de nuestros días en posibilidad de espera del Señor; la consideración del tiempo no como el hilo que van consumiendo las nornas o las parcas sino como el material con el cual construimos nuestra eternidad. No la medida de la corrosión sino el valioso tiempo de la construcción. No la edad de nuestro envejecimiento, sino el dinero de canje para la verdadera felicidad. El tiempo es el capital que desde Cristo Dios nos da a cada uno para hacerlo multiplicar; los talentos que no hay que malgastar y que, si no los invertimos, van muriendo todos los días en el deshojarse de nuestro calendario.

            Y en la dinámica evangélica se hace estéril, infecundo, envejecedor, precisamente el tiempo que usamos solamente para gastar, para disfrutar, para nosotros, y se cierra así en el ciclo de este mundo, en el estómago de Cronos, y en cambio se hace semilla de vida y juventud el que utilizamos para servicio de amor a Dios y a los demás... Si el cristiano trata de usar el tiempo y a lo mejor a Dios para servirse a si mismo, así irremediablemente lo malgasta y envejece... Si lo utiliza para servir a Cristo administrando sus bienes como fiel servidor en bien de los demás, un día se sentará a la mesa y será servido por su mismo Señor.

            "Perdí el tiempo todo el tiempo que no usé para hacerme santo" -decía Lacordaire en su vejez-.

            Y, al fin y al cabo, se trata de una cuestión interior, de sentido, del irrefrenable optimismo del que sabe que el tiempo no es materia que se gasta, sino dinero que se invierte, aunque externamente nuestro existir parezca decurrir igual que el de los demás.

            John Fisher y Thomas Wolsey fueron al mismo tiempo obispos en Inglaterra. Conocemos sus respectivas historias: uno se dedicó a servir a Dios, a la Iglesia y a la justicia, viviendo santamente y, en su ocasión, defendiendo a Catalina de Aragón cuando Enrique VIII quiso divorciarse de ella. Wolsey, en cambio, ambiciosamente, se sirvió a si mismo, vivió rumbosamente y, para ello, no dudó en ponerse junto a las pretensiones injustas del Rey, para gozar de su favor. Ambos fueron cardenales. Ambos llegaron a la muerte. John Fisher murió en el cadalso alabando a Dios y cantando el Te Deum. La Iglesia lo venera como santo. Las últimas palabras, famosas, de Wolsey al morir -finalmente enemistado con el Rey- fueron, amargamente: ¡Ah, si hubiera servido a Dios como he servido a mi Rey!

            Quiera Dios que también nosotros, en esa juventud que vamos gestando adentro, como dice San Pablo, mientras nuestro hombre exterior envejece, mientras nuestro tiempo en su derramarse hacia el pasado acumula años atrás, se transforme por la gracia, engañando a Cronos, en servicio a Dios y al prójimo y, por eso, a cualquier hora que llegue, en encuentro con Cristo, en éxtasis de eternidad.  

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