Lectura del santo Evangelio según san Mateo 14, 22-35
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". Curaciones en la región de Genesaret. Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.
Sermón
Los vitrales
Todos sabemos que Occidente y aún el cristianismo dependen en su ideal de la belleza del pensamiento griego. Para el griego lo bello (kalós), unido al bien, a lo bueno (agazós) representa el ideal supremo de lo humano. El hombre que es como debe ser es, a la vez, kalòs kay agazós, bello y bueno. En griego en un sentido mucho más fuerte que el de nuestros algo desvaídos términos castellanos. En la etimología sánscrita del griego 'kalós', belleza, (kalja), late el sentido de 'poderoso', 'vigoroso', 'excelente', 'robusto', 'sano'. De este significado se pasa a lo estético, y se asocia la belleza a los conceptos de orden (taxis), de simetría, de armonía -que significa 'ajuste', 'adaptación'-, de rítmo -cuya etimología se refiere a la cadencia regular de las olas del mar balanceándose contra la costa-.
De allí que, pronto, hacia el 500 AC, cuando el saber filosófico quiere referirse a la belleza, en Pitágoras, descubre en ella el ritmo del número. En todo lo bello vislumbra la armonía, la sinfonía de las cosas: el mecerse de las ondas en la playa, la sucesión en las costas de la amada Grecia de cabos y bahías, los coros de las columnas de los templos, la danza pausada de las constelaciones, la mesura del hombre noble... Y así, todo lo bello, para Pitágoras, es, de alguna manera, música. Por eso la música, según él, la verdadera música, por supuesto, ordena y embellece al hombre. Para Platón, todo el mundo, será, en cuanto cosmos, música, en sentido lato.
Kosmos, otro sinónimo de belleza. Sobre todo los estoicos jugaron con el concepto de la belleza ordenando al mundo. El verbo kosmein quiere decir precisamente 'ordenar'. De allí que belleza, orden y universo se hacen sinónimos: cosmos. De allí viene también nuestra decadente palabra cosmético: supuestamente 'lo que hace bello'. Aún los latinos conservaron el concepto: mundo es sinónimo de bello; lo contrario de in-mundo. El cosmos: señorialmente ordenado en todas sus partes, en el organizado girar de sus celestes bóvedas, produciendo la sublime música de las esferas.
Para Platón, finalmente, todo ello no es sino participación de Aquel que es por si mismo la perfecta e infinita belleza -Dios- y hacia la cual apuntan todo el 'eros', todos los deseos más nobles de lo humano. El hombre aspira, según Platón, desde que tiene uso de razón, a la suprema belleza, si no lo deforman las sordideces de las almas innobles, la vileza de la plebe, el tumulto acósmico y desordenador de las pasiones descontroladas...
Hacerse bueno y bello, a imagen de la suprema Bondad y Belleza, es la aspiración del alma ática.
Pero para ninguno de estos pensadores la belleza se queda en lo puramente externo, en la mera belleza del cuerpo. "Eres hermoso", le dice Sócrates -que tampoco era demasiado lindo- al poco agraciado Teeteto. "Eres hermoso Teeteto, y no feo como te dicen, porque el que sabe pensar y hablar bien, como tu lo haces, es bueno y hermoso." (ho gar kalós legon, kalós te kai agazós). El orden interior que da la palabra, la razón, el logos, es el que concede al griego virtuoso, la verdadera belleza.
Aun así, como afirma el extranjero de Mantinea en el Banquete de Platón (210e/212b), "es importante al comienzo educar a los niños y a los efebos en el aprecio de la belleza corporal, en el orden, en el cuidado de sus cosas, de sus utensilios y útiles, en la veneración de las cosas verdaderamente bellas. Desde allí esa belleza se irá introyectando en su carácter. Pero, enamorado de la belleza -continúa el extranjero de Mantinea- el joven ha de comenzar cuanto antes a aprender a amar más la belleza del alma que la del cuerpo. Hay que engendrar palabras, razones tales, que hagan a los jóvenes contemplar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes. Y de allí, todavía, a elevarse a la belleza del saber. Hacerles volver la mirada -dice- ya no solo, como los esclavos, a la belleza exterior de las mancebas y mancebos y ni siquiera de las normas de conducta, sino al inmenso mar de la Belleza en si. 'Mirar' que los haga engendrar muchos y magníficos pensamientos, en inagotable sabiduría, hasta que -continúa-, robustecido y elevado por ella, vislumbre la ciencia única, la Belleza suprema, hacia la cual todas las bellezas de este mundo son como escalones que a Ella llevan".
En realidad la categoría de lo bello no está en el centro de interés de la literatura hebrea. Pero el concepto de belleza se introduce en la Biblia cuando las palabras "yafé", 'externamente bello' y "tob", 'bueno', 'útil', 'válido', se traducen al griego -en Alejandría, en la versión de los LXX, del siglo III AC- con el término 'kalós', bello.
Y así se vierte el v. 31 del capítulo 1º del Génesis, terminada la obra de la creación: "y vio Dios que todo era hermoso (kalà)" De este modo penetra la idea de 'kosmos', de orden, de sinfonía, en el judaísmo. Para esta misma época, ya escribe el libro de la Sabiduría (11, 20) "Todo lo dispones con medida, número y peso". Se hace así presente en la Biblia, la música pitagórica, el logos de los estoicos, la hermosura de los griegos.
Sin embargo, la belleza y las bellezas de este mundo, dice el mismo libro de la Sabiduría en su famoso capítulo 13, son engañosos: "Si, vanos y necios todos los hombres que no fueron capaces de conocer por las cosas bellas que se ven, a Aquel que es... sino que al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a las lumbreras del cielo los consideraron eternos, sin Artífice... Y que si cautivados por su belleza se quedaron en ellos, sepan cuánto les aventaja el Señor de éstos, pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creo... Pues -continúa- de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor"
Quien no sabe desprenderse de la belleza de las cosas para elevar su mirada a la suprema belleza transforma la hermosura pasajera en única realidad, por lo tanto en ídolo. ¡Pobres desgraciados -dice el libro de la Sabiduría (13, 10)- los que ponen la esperanza y sed de belleza en seres sin vida o que pueden perderla. Desdichados también los que pintan un pedazo de madera y colocan en él, que no puede salvarse de los incendios ni cuidarse a si mismo, la esperanza de la salvación"
También el nuevo Testamento conoce la ambivalencia fundamental de lo bello. La fascinación obnubilante de la hermosura de este mundo que es capaz -aunque inevitablemente destinada a marchitarse y sufrir, por más en piedra, granito y mármol que se haga, el deterioro del tiempo y la incuria de los hombres-, es capaz, en nuestra fugitiva vida, de detener en ella nuestra mirada, desviándonos de la imperecedera belleza.
La belleza del mundo y de las flores y de las aves las ve Jesús, si, que sabe admirar la hermosura de la creación. Pero siempre dirigiéndola hacia la gloria del Padre. Esa gloria y belleza de Dios por la cual gime con dolores de parto esta creación -afirma San Pablo-, que, en su misma hermosura, sufre la tensión de la finitud, y del desdoro y fealdad introducida en ella por el extravío del hombre. Esa belleza de Dios que fulgura en el rostro de Cristo -también dice San Pablo ( 2 Cor 4,6)- como la luz -"¡hágase la luz!"- que empezó a brillar en medio de las tinieblas en el comienzo de la creación.
Pero belleza de Cristo en la cual -todavía en este mundo- no es lícito detenerse permanentemente en ella. "¡Que bello (kalón) es estar aquí!" (kalón estìn hemás ode einai) dice Pedro en la montaña de la Transfiguración. Pero el instante dura poco. Jesús lo saca de su estupor extasiado y lo hace bajar otra vez al llano de las bellezas transitorias mezcladas con lo feo: "¡Vamos Pedro, adelante, a buscar la definitiva Belleza, la suprema Belleza!", aunque haya que encontrarla finalmente a través de la fealdad repugnante de la cruz.
La famosa cuestión del Cristo bello o feo que tuvo que enfrentar San Agustín, con su metáfora de las dos flautas en las que el único Espíritu sopla la doble melodía de Cristo, al que corresponde la belleza, según el Salmo 44, -"Eres hermoso, el más hermoso de los hijos de los hombres"-y de quien, sin embargo, dice Isaías: "No tenía apariencia ni presencia; y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombre, varón de dolores y sabedor de dolencias"
El rostro tumefacto de Cristo crucificado -del que fue la máxima manifestación de la belleza de Dios en este mundo- es el mentís final a toda idolatría a las hermosuras de este aquende. ¡Leño erguido de la cruz, eje cósmico que apunta a la sinfonía final de la resurrección, de la belleza divina firmemente establecida y manifestada -según el Apocalipsis (19, 1-8)- en el Cordero inmolado, vestido de lino relumbrante, que ilumina, en belleza y hermosura, junto con la mujer vestida de sol y de luna, la nueva y definitiva creación!
Así entendió siempre la belleza la Iglesia Católica, surgida del encuentro en el Hijo de Dios del realismo judío, del equilibrio griego y, en parte, de la esporádica desmesura del mundo bárbaro. Realismo judío presente en un arte que no se autoalimentaba a si misma en idólatra adoración de su propia hermosura; equilibrio griego que apreciaba la armonía de la línea y del color, del volumen y las formas, de la música y la fineza del espíritu, y que sabía gustar el gozo mesurado de la vida, abierto siempre al revoloteo de las musas; y -sobre todo en Occidente y en el mundo gótico- esa casi desmesura bárbara que impulsaba al cristiano a levantar monumentales catedrales a Dios y a su pueblo mientras ellos vivían en sus chozas o, peor que las chozas, en sus castillos, abiertos al frío de la piedra y del viento helado de las cumbres inexpugnables donde se implantaban...
Las catedrales. También fortalezas de la fe, montañas levantadas en el llano de los pueblos y ciudades, dentro de las cuales hasta el más miserable se consideraba señor, porque hijo de Dios, porque dignificado en la belleza de la liturgia, porque elevado en la música sagrada, porque transportado en la belleza de un arte todo dirigido hacia Dios para adorno de los hombres... Esas naves abiertas hacia el sol naciente, seguras barcas en las borrascas de esta vida navegando hacia el más bello de los hijos de los hombres, hacia Cristo. Catedrales en donde todo hacía levantar los ojos al cielo. Afuera, los pináculos, las torres campanarias, las agujas y los cresteríos, apuntando a las nubes, desde la solidez de sus contrafuertes y sus pilastras. Adentro, las bóvedas y los arcos, donde se perdía la mirada en ojivas y claves, y donde los cuidaban, también desde arriba, labrados en piedra, santos reyes y santos labradores, santas vírgenes y santas mujeres, y la presencia siempre suave y amable, al alcance de la mano, de nuestra dulce Señora.
Todo llevaba al ánima y a los ojos, en escarceos constantes de belleza, a un más allá, a un más arriba, a un no quedarse aquí. Desde la música que surgía de los tubos del órgano apuntando a lo alto y, de lo alto, inundaba las naves del templo y aligeraba el corazón hacia arriba; pasando por el humo del incienso en su lento, sinuoso y perfumado ascenso; hasta los coloridos vitrales que obligaban, a quien quería mirarlos, a levantar la frente y aguzar la mirada, en distancias que hoy en día, el que quiera salvarlas para apreciar la riqueza de sus vidrios de colores, exige binoculares o el zoom de las cámaras... Pero al artesano y artista que pulía, horneaba y coloreaba esos vidrios no le importaba tanto que en ellos se detuviera la vista, sino -en el signo luminoso de la transparencia- llevar los ojos y el espíritu de los cristianos más allá de esa belleza, más allá de esos cristales relumbrantes, hacia la luz origen de toda luz que les prestaba en parte el resplandor de su suprema belleza.
Esa belleza que no debemos perder en nuestros templos, en nuestras ceremonias; esa dignidad que debe reflejarse en nuestra postura, en nuestro canto, en nuestro vestir; esa majestuosidad que lleva al cielo de la verdadera música sacra; no de la que se abraza a si misma en la guitarra, no la que crea falsa euforia en la melodía que empalaga o en el ritmo sincopado y rápido que quita la paz o que unifica a los cuerpos en la misma engañosa unidad de una discoteca...
Madre Admirable inaugura hoy dos vitrales que quieren ayudarnos, en arte y hermosura, a levantar nuestros corazones hacia la belleza de Dios y que bendeciremos e iluminaremos una vez finalizada esta santa Misa. Quiere seguir haciendo de este templo una isla de paz y de encuentro bello con el Señor y Su Madre; quiere continuar ayudándonos a hallar aquí una ventana a la verdadera vida, a la auténtica luz, a la estética celeste....
Los vitrales representan el uno, a San José, el marido y escudero de la Reina y del pequeño Rey. Más allá de los planes y quereres de la carne y de la sangre -más allá simbolizado por el ángel que le habla en sueños-, José, reposa en el querer de Dios, tanto en el trabajo cotidiano, en lo ordinario -presente a sus pies en los instrumentos de carpintero-; como en las vueltas extrañas e inesperadas que nos hace dar el Señor en esta vida -figuradas en las pirámides que lo llaman inopinadamente con su mujer y su hijo a Egipto-.
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El otro, figura a San Francisco, ese gran amador de la belleza del mundo como reflejo de la belleza única de Dios y anticipo de la hermosura de los nuevos cielos y la nueva tierra de la Resurrección. Está representado junto a los símbolos de esa naturaleza creada que tanto amó: el hermano sol y la hermana luna sobre su cabeza; al lado, el hermano lobo a quien amansó y, abajo, los pájaros de quienes disfrutó al mirar y oír cantar y a quienes predicó. Empero no está inclinado hacia la tierra, sino captado en el momento en que, volcado hacia atrás, un mensajero de lo celeste imprime en sus manos, en su costado y en sus pies los estigmas de Cristo. Su figura, sin apartarnos de las legítimas bellezas de este mundo, regalo de Dios a los hombres, nos ayudará a elevarnos siempre hacia Jesús, de quien debemos tomar imagen y ejemplo.
Desde estos vidrios de colores -belleza del arte- José y Francisco -belleza de la santidad- nos invitarán a abrirnos en oración a María y a Jesús -belleza de Dios-.
Que nuestro templo, en este nuevo plus que lo embellece en estos vidrios de colores, sea siempre esa nave de paz que, apuntando al sol y a la armonía, más allá de las tempestades de nuestro corazón y nuestra vida, nos renueve y embellezca el alma, en la música de María y de Jesús, en la oración y los sacramentos, y así podamos salir invariablemente de aquí, a las procelosas aguas de Buenos Aires y de nuestras obligaciones y problemas, embargados de paz, de orden interior y de belleza, sin hundirnos, sostenidos en la fe por la mano fuerte y bella de Cristo.