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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2000. Ciclo B

20º Domingo durante el año
(GEP 15/08/00)

Lectura del santo Evangelio según san Juan     6, 51-59
Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo» Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente» Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.


Sermón

            Difícil es precisar el cuándo de la aparición del hombre sobre la tierra. No solo porque los indicios paleontológicos de su existencia remota son escasos, difícilmente datables y desactualizados continuamente por nuevos descubrimientos, sino porque esos pocos restos óseos fosilizados poco nos dicen sobre la calidad realmente humana de sus dueños. ¿Habrá sido probadamente hombre ya el 'homo habilis' aparecido hace unos tres millones y medio de años? ¿el 'homo erectus', hace un millón y medio? ¿seguro que el hombre de Neanderthal, el 'homo sapiens neanderthalensis', hace más de cien mil años? Algunos lo ponen en duda. Y aún poco podemos decir de los primeros hombres modernos, los representados por el de Cromagnon, el 'homo sapiens sapiens' que somos todos nosotros, pero de cuyos primeros pasos sobre la tierra hace más de sesenta mil años casi nada sabemos. Salvo algunas pinturas rupestres, Altamira, Lascaux, Rouffignac, hace 20 000 años y una que otra punta de flecha, arpón, hacha primitiva, ninguna huella nos han dejado de su pensamiento, de su lenguaje, de su manera de entender la realidad, relacionarse, mirar la naturaleza. Pequeños grupos de seres humanos agrupados en familias, cuanto mucho en tribus, con una esperanza de vida de apenas treinta-treinta y cinco años, itinerantes, nómades. Las hembras cuidando las crías y el campamento y ocupándose de recolectar frutos y hierbas silvestres; los varones cazando, fabricando algunas armas primitivas y defendiéndose de fieras y depredadores y, sobre todo, de otros hombres. Poco tiempo habría pues para desarrollar lenguaje, pensamiento, convivialidad. Durante milenios casi una especie primate más, solo un poco más hábil, más apta para la subsistencia, más astuta para sobrevivir al acecho de la naturaleza y a la competencia de otras especies y otros congéneres...  

            Hablar de pan hoy en día, a cualquiera significa de forma inmediata tanto el integral y envasado en plástico transparente que sacamos de los estantes del supermercado y luego conservamos en el congelador y calentamos en nuestras tostadoras, como el que se sigue comprando -gracias a Dios- en las panaderías y llega todavía crocante a nuestros desayunos, por más que ya a mediodía se haya transformado en goma. Nada que ver recordarán los mayores con el pan que se comía anteriormente a Perón, dorado y crocante por fuera, liviano y blanquísimo por dentro, cuando todavía no existían las absurdas leyes laborales que impedían que la harina se dejara leudar bien durante largas horas antes de meterlas en el horno, como ahora se hace sin esperar... Nada que ver con las exquisitas baguettes que se pueden comer hasta en el último pueblo de Francia y que aquí ni por las tapas parece que ningún panadero es capaz de imitar más allá de su forma exterior...

            Pero ya sabemos que, en nuestra tradición, el pan es mucho más que eso: durante mucho tiempo fue lo principal de la comida. 'Pan y agua', eso era poco pero suficiente. En la vieja España el pan era tan el alimento por antonomasia que todo lo demás: huevos, verduras, embutidos, carnes, era llamado companático... En nuestros días el pan es apenas lo que acompaña la comida. De todos modos aún hoy usamos el término pan como sinónimo de alimento. Y, más aún, sabemos que el término pan puede utilizarse de manera simbólica: "ganarás el pan con el sudor de tu frente", "pan y trabajo", se pide a Cayetano, "el pan de cada día" rezamos en el Padrenuestro, usando la palabra para designar todo aquello que hace al sustento del ser humano...

            Eso lo sabemos todos y por eso no nos resulta difícil elevarnos del sentido del pan material a su significación alegórica designando todo aquello capaz de alimentar y hacer crecer, no solo la vida material del hombre sino su existir humano y aún espiritual, como hizo la primera lectura respecto a la Sabiduría.

            Sin embargo, aún antes de elevarse a su significado simbólico, pocos se detienen a considerar la importancia que tuvo, en la historia del hombre, la aparición del pan en su realidad concreta.

            Porque precisamente el cultivo de esas gramíneas domesticadas por el hombre para aprovechar sus granos harinosos -llamados cereales en Occidente en honor a la diosa Ceres, la Deméter romana, la diosa Tierra dadora de la vida- el cultivo de estos cereales para producir pan para los hombres y servir de pienso a sus animales, es el que marca, hace ocho mil años, el paso del casi ignoto hombre del paleolítico del cual hablábamos al principio, al hombre moderno. Es la llamada gran revolución del neolítico, tanto o más importante para la evolución del hombre, que la revolución industrial de los siglos 18 y 19. Porque la aparición del pan tanto de centeno, como de cebada, como de trigo, es lo que permitió al hombre aumentar la natalidad, pasar de las pequeñas tribus a las aglomeraciones urbanas, sedentarizarse y abandonar el nomadismo, dividir el trabajo, diversificar los oficios, acumular alimentos -para lo cual se introduce la cerámica y con ella la inventiva de las formas y de los colores- intensificar las relaciones sociales y comerciales, -para lo cual tarde o temprano se exigirá la escritura-, intentar la construcción de grandes edificios, silos, cisternas, reservorios; descubrir y aprovechas el bronce y el hierro para fabricar hoces y arados; abrirse al ocio que dará cauce al pensamiento, al arte, a la belleza; prolongar la vida de los hombres y, lentamente dar inicio al camino de las grandes cosmovisiones, de los descubrimientos, del paulatino crecimiento de la técnica que desembocará poco a poco en el hombre actual conocido por la historia... Es el pan el que saca al hombre de las oscuridades de la prehistoria y lo hace entrar en los focos de luz del pensamiento organizado, de la vida ciudadana, de la convivencia política, del dominio de la naturaleza, del calidoscopio bello del arte... Es el pan, en nuestra tradición occidental -como el arroz en el lejano Oriente- el que funda la aparición del 'homo sapiens sapiens', tal cual hoy lo conocemos... Es el pan el que ha permitido que surgieran Aristóteles, Platón, Herodoto, Eurípides, Sófocles, Pericles, Fidias, Praxíteles, en el origen de nuestra civilización contemporánea. Es el pan el que ha permitido que existiera Israel, con sus sabios y profetas, con su lengua, con su identidad nacional, con su comunidad sacerdotal, con sus tradiciones y saber de Dios y de los hombres plasmados en la Biblia, centralizados en el grande y hermoso templo de Jerusalén... Es el grano, el pan guardado y conservado y tomado en el momento oportuno, el que da tiempo -más allá de la búsqueda frenética de la subsistencia animal- para pensar, para admirar y gozar, para cantar y amar. Tiempo para orar y contemplar. De tal manera que es el pan el que ha permitido, en medio de la historia, forjar al pueblo de cuya estirpe y en cuyo lenguaje y pensamiento crecería, predicaría e introduciría nueva vida al mundo el Verbo, el Señor Jesús y, a la mente de todo hombre, abrirse a su don y su mensaje.

            Nada de ello hubiera surgido sin el pan. Puede ser que hoy en día en la dieta de los países desarrollados el pan haya dejado de ser el principal alimento y sea, por el contrario, el primer excluido de los regímenes dietéticos, pero nada le quitará jamás la honra de su fundamental papel histórico y la hondura de su simbólica.

            El pan, no solamente capaz de llenarnos el estómago y alimentarnos individualmente, sino promotor de la convivencia, de la sociabilidad, del trabajo solidario, de la comunión no solo de los cuerpos sino de los espíritus; fundador pues de la sociedad, creador de comunidad... No es ajeno a este proceso el que, de los actos fisiológicos humanos, el único que no se oculta y por el contrario es ocasión de encuentro, de reunión familiar, de festejo amical, de participación humana, sea el de comer, el del primitivo partir el pan que hoy se traduce en el compartir la mesa...

            La simbólica del pan pues excede el puro alimento fisiológico, se abre por si mismo a lo humano y por lo tanto a lo comunitario: el animal no come propiamente pan, se alimenta de pienso, devora la presa, picotea el grano o la miga disputándoselos a otros... El pan es en cambio signo inequívoco de lo humano y especialmente en lo que de más alto tiene su vivir: la convivencia en el amor... En las sociedades tradicionales el padre es el que trae el pan a la mesa: con él, trae no solo comida, sino vida familiar, crecimiento en el saber y en el amar... La vieja mesa de nuestra juventud, presidida por el papá ¡que fuente no solo de alimento para los músculos y la sangre, sino para la mente y el corazón y, especialmente, para el sentido de familia! ¡Qué empobrecimiento vital, significa para el muchacho de nuestros días la desaparición de la compartida mesa, horno a microondas, comida al paso, cada uno por su lado, final del pan comida del cuerpo, del pan comida del alma, repartido en la mesa de todos los días por papá y por mamá! Final de la familia...

            Lógico era que, cuando en el plan divino, llegada la plenitud de los tiempos preparada por la revolución neolítica del pan, Dios decide insuflar su propio espíritu, su propia vitalidad, al corazón de los hombres y, para ello, fundar una nueva sociedad, la Iglesia, haya decidido hacerlo valiéndose justamente de la simbología de la mesa y del pan.

            Porque la revolución del neolítico -como hoy la de la revolución industrial y la cibernética e informática- si bien han permitido el crecimiento y la expansión de las mejores cualidades y potencialidades del ser humano, también se han abierto a lo peor que es capaz de surgir de sus estratos subconscientes y de sus opciones libres. Nos lo muestra la historia: imperios sanguinarios, esclavitudes pavorosas del cuerpo y del alma, supersticiones insensatas, cegueras del espíritu, extinción de hambres profundas en provecho de las epidérmicas, cerrazones a la trascendencia, también han surgido tumultuosas de estas revoluciones, de estos pasos gigantescos de la humanidad. No siempre ha crecido realmente la vida, aunque haya aumentado la edad promedio y la salud y la saciedad y la información y el dominio del hombre sobre la naturaleza. No siempre ha crecido lo humano como humano y tantas veces se ha caído y vuelto a caer en lo inhumano. ¡Carencias de lo humano, en realidad creado para abrirse a los sobrehumano, a Dios, al abrazo y convivencia con su amor...!

            Ese amor que ahora llega en Jesucristo para plenificar y sanar al hombre, ahora si para ser su verdadero pan, para promover en la historia y en cada uno la revolución cristiana, el crecimiento y madurez definitivos, el vivir plenamente humano de lo sobrenatural en el seno de la Iglesia...

            Jesús es ahora el verdadero pan. Las enseñanzas en la mesa y su comida, verdadera fuente del vivir. El pan del neolítico funda la sociedad de los hombres con sus luces y sus sombras, con su final perspectiva de muerte. El pan de Jesús funda la Iglesia, la comunidad cristiana, proyecto, por ahora, semilla, de la definitiva sociedad reunida en el eterno banquete celestial...

            La diosa Tierra, la madre Naturaleza, Deméter, Ceres, dadora de los cereales y de su farináceo pan impotente para infundir la definitiva vida, ahora es superada y curada por Jesús y su propio sólido pan.

            La eucaristía, presencia de la vida de Jesús entre nosotros, surge ahora como fuente de imperecedera vitalidad, de decisiva revolución: no en la grosera materialidad de su aspecto de pan, sino en la eficacia plena de lo que siendo significa. Pan que une -en el amor a Jesús y entre nosotros- a todos los que creemos y comunicamos con El. Pan que, en la mesa del Padre, se reparte en forma de palabra y en realidad de contundente comida y comunión. Eucaristía que nos integra a la Iglesia. Pan dador de vida inmortal.

            El padre trae el pan a la mesa, el Padre nos trae en el altar a Jesús...

            El símbolo del pan -realidad viviente de Cristo en quien Dios nos regala su propia vitalidad-, la Eucaristía, nuestra católica santa Misa, ha de ser cada vez que de ella participemos, el inicio de esa revolución que debe provocar en nosotros su palabra y su amor, transformándonos de humanos ¡ay, cuán puramente humanos y a veces inhumanos! en cristianos; de hijos de hombre, en hermanos de Cristo e hijos de Dios, plantando en nosotros semillas de verdadera vida que, luego, en nuestro existir cotidiano, transformemos en frutos de amor y de entrega, de responsabilidad y coraje, de oración y conversión, para que también nosotros seamos pan para los demás, repartamos pan: pan de vida, de auténtica convivencia, amical y familiar y eclesial y, si fuera posible, social y política, anticipando entre nosotros el mundo y la sociedad para siempre cambiados del definitivo banquete, aderezado en pan y vino de eternidad.

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