Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 49-53
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra»
Sermón
Es sabido que el homo sapiens, en los remotos orígenes de la especie, desde sus primeros contactos conscientes con la realidad, no la pasó excesivamente bien. Mundo, el suyo, poblado de fieras, de enfermedades, de insectos y parásitos, de una naturaleza agresiva que constantemente descargaba, sobre el casi inerme ser humano, sus sequías, sus heladas, sus glaciaciones, sus calores tórridos, sus noches pobladas de terrores... La paleomedicina, en los fósiles hallados, no solo descubre, en casi todos, malformaciones producto de afecciones y achaques, de mordeduras de carnívoros depredadores, de aplastamientos craneanos... sino la evidencia de que el promedio de vida de los adultos no superaba los treinta o treinta y cinco años, siendo la mortalidad infantil de gigantescas proporciones... El hombre se sumaba a la lucha general por la supervivencia que reina en el mundo animal, pero dotado, además, de la conciencia de esta lucha, de estos dolores, de estas amenazas, angustias y miedos pavorosos. Es verdad que, en el neolítico, nacido del descubrimiento de la domesticación de animales y, sobre todo, del cultivo de los cereales, al permitir estos hallazgos el crecimiento de la población y, por eso, la formación de las primeras ciudades, el hombre logró una cierta mayor seguridad frente a los vicisitudes de la naturaleza y aún de las fieras, protegidos por organización, muros y empalizadas. Pero estos conglomerados no solo crearon enfermedades nuevas, sino que, al dar nacimiento a la distribución del trabajo, produjeron también el surgimiento de las clases y las castas y, junto con ellas, de dominaciones irracionales y servidumbres alienantes, aderezadas con los egoísmos, pasiones y brutalidades propias de nuestra especie. De tal manera que, aún en las grandes civilizaciones de la antigüedad, el hombre -salvo las clases ociosas y dominantes o en aisladas ocasiones-, concebía la vida más como un estado de sufrimiento, lucha y destierro que de verdadero crecimiento y felicidad. No tiene que engañarnos la literatura que, al principio de la escritura, nos llega con panoramas más optimistas, porque precisamente proviene de estratos de cultura superior y de vida más plena que no tocaban a la inmensa mayoría.
Es así que, poco a poco, se va formando en la mente del hombre la visión de que la vida en este mundo, en este nuestro cuerpo, en el fondo es un mal. Que lo que en nuestro interior hay de deseo de felicidad, de bondad, de belleza, como tal no pertenece a este nivel terreno y que el gran enemigo de este apetito de dicha es precisamente nuestro cuerpo. Él es el que nos arroja a este mundo, él es quien impide el vuelo de lo que termina por llamarse el 'alma' o el 'espíritu'. Todo lo que en la vida del hombre hay de malo proviene de esta corporeidad que nos hace individuos y que, al mismo tiempo, nos encierra en esta bolsa de pasiones, de posibilidades de dolor, de vulnerabilidad frente a los enemigos externos, que es nuestra piel. El tiempo, el espacio, la multiplicidad de los seres, la diversidad de nuestras ansias, los deseos desencontrados, los quereres que se entrechocan mutuamente, las ambiciones que no se colman, los bienes que se anhelan y que una vez obtenidos se teme se puedan perder, el dolor, la enfermedad, vienen de esta exterioridad y multiplicidad a la que nos condena el cuerpo.
Se inician pues, en ciertos ámbitos, deseos de escaparse de esta corporeidad, de la multiplicidad: movimientos de 'sabiduría' que intentan refugiarse en esa interioridad pacífica que todos podemos encontrar en la introspección, en el esfuerzo de abstraernos de nuestras pasiones, de perder nuestros deseos, de no dispersarnos en el múltiple, para adormilarnos en el Uno difuso que poco a poco, al difuminar la realidad, parece que vamos conquistando.
Hay otras maneras paralelas de escapar a esta realidad hostil: la huída que produce la actividad de los chamanes, el éxtasis de la droga química o la que produce la histeria colectiva, la ebriedad de la danza tribal, el frenesí de la macumba cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, la disolución del yo en la alienación de la masa, del grupo, del rebaño, de la hinchada, de las falsas religiones, del partido, de las multitudes adorando a su faraón o a su ídolo de rock. Todo es ocasión para obviar esta individualidad perversa de mi cuerpo que me separa de los demás y que parece ser el origen del mal.
Desde el hinduismo y el budismo, pasando por el pitagorismo, el platonismo y las religiones iniciáticas importadas de oriente, hasta los falsos espiritualismo de nuestros días, estas experiencias se sistematizaron en 'sabidurías', en mitos, en religiones, en formas de pensamiento o filosofías.
Para ejemplificar bastaría referirse a las enseñanzas del legendario Siddharta Gautama, es decir Buda, el iluminado. Su principal intuición parece haber sido la de que el deseo humano es la raíz de todo mal y miseria, origen de la ignorancia (avidya). Deseo surgido perversamente a impulsos del karma que nos precipita al ciclo del nacimiento y el renacimiento, la transmigración de las almas viajando por las cárceles de diversos cuerpos. Es el karma el que, desde el seno del Uno, como tendencia desviada, nos lleva a arrojarnos a la multiplicidad de lo terreno. Pero, en realidad, todo es apariencia, maya, por eso en el fondo nada debería interesarnos, suscitar nuestras ansias; nada podemos decir sobre esta fantasmagórica y pluriforme no-realidad que nos rodea. Lo único valedero es tratar de neutralizar el karma, fugar de la ilusión, del maya y sumergirnos en el nirvana. Eso quiere decir nirvana: 'extinción', 'apagamiento',. liberación de este mundo de apariencia...
Algo parecido sostiene el hinduismo: la verdadera realidad es el Uno, o el Atman o el Brahma, que vendría a ser la realidad concentrada en la pura indiferenciación. Todas las demás realidades, aún las adoradas como divinidades -tal Shiva, Vishnú, Krishna-, son avatares, es decir encarnaciones del Brahma, que vienen a iluminar la tierra para hacer regresar al múltiple, a lo diferenciado, a los que estamos arrojados en la ilusión de este mundo, sometidos a la ley del karma, a la pacificación del Uno. Para ello son necesarios ejercicios de meditación en los cuales nos desprendemos de todo deseo y de toda ilusión de lo que nos rodea; y ejercicios corporales, posiciones, relajaciones... mediante los cuales, a la vez que perdemos conciencia de nuestro cuerpo, nos adherimos, nos compadecemos, nos unificamos con la realidad profunda de todas las cosas, a la larga, con el mismo Brahma, el Uno, que comprende en la oscuridad de si mismo el bien y el mal, el ser y la nada, las tinieblas y la luz, rompiendo así el origen de toda distinción, de cualquier diferencia, de toda multiplicidad. Ya no hay mas yo-tu, bien-mal, felicidad-sufrimiento. Nada, nirvana. 'El ser es la nada'. En la oscuridad de la nada, como en una gran habitación en tinieblas, nada se distingue, nada se ve, nada se percibe... Nada se sufre... pero tampoco nada se goza.
Lo mismo en el fondo dirán Parménides y Pitágoras, y luego Platón y después Plotino para llegar en nuestros días al racionalismo, al marxismo, a la postmodernidad, al new age, a la teosofía y a cuanta secta existe por allí, todos desconfiando de la diferencia, de lo material, de lo multiforme, de la desigualdad...
Pues bien, todas estas ideologías son diametralmente opuestas al gran mensaje del cristianismo y del antiguo judaísmo véterotestamentario: la creación es buena, el mundo es excelente, la materia forma parte inescindible y preciosa de mi ser humano, las diferencias de las estrellas, de los panoramas, de la vida, de las especies, de las razas, de las nacionalidades, de los sexos, de los individuos, de sus talentos y capacidades, el yo y el tu, los deseos, el mensaje que de este bello mundo reciben los sentidos, todo es fundamentalmente bueno... "Y vio Dios que era bueno" es una frase que obsesivamente repite el gran poema mítico de la creación del primer capítulo del Génesis. Y cuando sobre ello especulan los padres de la Iglesia, sus teólogos, afirman que la rica multiplicidad y variedad del universo es el modo finito pero consistente y verdadero que tiene la realidad creada de reflejar la infinita belleza de Dios, del creador. Es en la riquísima desigualdad y abundancia de las cosas de este mundo donde, a la manera como a través de un prisma que de la luz blanca engendra todos los colores, el hombre es capaz de ver la manifestación externa de lo que Dios es en infinita mayor belleza. Las imperfecciones y dolores de esta tierra surgen no de la maldad de la materia o de la multiplicidad, sino de la imperfección de un universo que todavía no está terminado, que está en generación, junto con toda su materia y diversificaciones, hacia los definitivos tiempos y, también, de las libres maldades e ignorancias, queridas o no, de los hombres: sus egoísmo, sus envidias, sus faltas de amor y solidaridad, sus abusos sobre los otros...
La igualdad no es para el cristiano ningún valor, a no ser en el sentido de que en el fondo todo ser humano está llamado por Dios a ser santo y eso hace a su idéntica dignidad. Pero, de allí en adelante, Dios quiere que cada uno sea lo que ha de ser, distinto de los demás, acreciendo libremente sus talentos, de ninguna manera asimilado a un rasero común, a una medida standard, a una misma moda y manera de ser, -coca cola y mac donald's-, a una falsa globalización que fuera extinción de la riqueza de las genuinas culturas y que nos transformara a todos en un número más: misma moda, misma música, mismo supermercado, mismas exangües ambiciones, misma mediocridad... No vivir, sino dejarse vivir, por los popes de la televisión, por los dictadores de las costumbres, por lo que es políticamente correcto, por las opiniones adocenadas...
La postmodernidad, el 'pensamiento débil' del cual habla el italiano Giovanni Vàttimo, el desconstructivismo del francés Jacques Derridá, las descripciones de este mundo que sucede al de las ideologías que se derrumbaron con la caída del muro de Berlín, supone -como dice el filósofo, también francés, Jean Baudrillard-, una sociedad que vive en una cultura anoréxica, de la desgana... Se ha disuelto la historia por la velocidad, el volumen, por los hechos dispersos tal como nos son representados por esos aceleradores de partículas que son los medios, la informática, los circuitos, las redes, haciéndonos perder contacto con la realidad de las cosas... Una especie de nuevo enervado nirvana. El post modernismo es el tiempo de lo fortuito, de lo contingente, de lo casual y relativo, una época que no piensa y por lo tanto no lucha por sus ideas, no se enoja por las opiniones falsas del otro, no tiene pujos por la verdad... Solo interesa, en parte, el consumismo o, en los países pobres, la urgencia de las carencias elementales, cuasi animales... A la ideología la suplanta la información, pero -como dice la filósofa rusa Tatiana Goricheva en su bello libro Las hijas de Job-, la sobreinformación hace que el hombre ya no sepa distinguir lo importante de lo baladí, lo real de lo irreal. Sentado en su sillón frente a su televisor se le escapa la realidad en la fosforescencia de su evanescente imagen. Entre otras cosas la realidad de su prójimo -no, por supuesto, la de su sueldo, ni la de sus consumos, ni la de sus pantallas- sino la de las personas, de las cuales huye como tales, a no ser bajo la protección de relaciones puramente superficiales, ya que escapa al compromiso, a todo aquello que pueda religar y por lo tanto herir, a todo lo que es capaz de producirle sufrimiento... Por eso mismo, es incapaz de grandes gozos. Parece percibirse una carencia -dice Goricheva-, "de esos valores por los que se estaría dispuesto a morir y por lo tanto por los que merezca la pena vivir". De tal manera la misma vida se concibe cada vez más como un "mantenerse biológicamente vivo"....
Como Vds. pueden ver la postmodernidad es una especie de vuelta a la indiferencia de los orientales frente a la realidad. Una especie, como decía, de aguado nirvana, en donde se confunden el bien y el mal, la verdad y el error, el ser y la nada... Todo da igual, por eso solo somos capaces de pelearnos por el dinero, signo indiferenciado con el cual es posible comprar todo y nada...
Aún el cristianismo pierde su savia, su mordiente, su "al pan pan y al vino vino", la inconfundibilidad de su credo, la intangibilidad de su moral, la incandescente luminosidad de su verdad... En un cierto diálogo interreligioso, pseudoecuménico, se llega a la conclusión patética de que todas las religiones son iguales y que hay que meter el cristianismo en una misma bolsa con ellas, lo que está bien para mi puede estar mal para vos, las normas cambian según el espíritu de los tiempos y el capricho de los legisladores... Lo importante es una cierta educación, una sonrisa estereotipada que vaya diciendo a todo el mundo, soy amplio, tolerante, todo está bien... Y si las fatigas de los negocios, el stress de la economía, la insatisfacción larvada de mi vacío interior, me traen dificultades en el sueño, ansiedades inexplicables, nostalgias que a veces logran salir a la luz de mi conciencia, cuando no el aturdimiento del sexo y del alcohol, allí está el remedio de la autoayuda, el consuelo de los tranquilizantes, en el mejor de los casos la meditación oriental... Recetas al por mayor para hombres y mujeres sin nombre.
Nada de eso tiene que ver con el cristianismo, con el evangelio y, menos, con el contundente pasaje de hoy. Cristo quiere que nos juguemos, no que hagamos yoga, ni que nos metamos en posición de loto... Quiere que saquemos lo mejor de nosotros mismos y lo desarrollemos, y seamos personas y diferentes... Que no seamos insensibles a la realidad, que la gocemos y suframos, que tratemos de cambiarla, que luchemos, que nos atrevamos a vivir en libertad y siendo nosotros mismos. No hay mayor diferencia que la que entre si tienen los santos, cada cual bien persona, bien individuo, bien distinto, bien preocupado por su mundo y por su prójimo, no por su nirvana... "He venido a traer no el nirvana sino la división" dice hoy Jesucristo; no oscuridad que haga a todos los gatos pardos, sino fuego que ilumine y que queme lo malo y purifique lo bueno. La palabra griega 'dia-merizo' que mal se traduce por 'dividir', no significa de por si antagonismo: viene del verbo griego 'repartir', 'dar a cada cual diversas partes' (meros). "Vine a traer no la igualdad, el adocenamiento, el común denominador, sino la diferencia, la personalidad, el realizarse cada cual con nombre propio ..."
Pero claro, Cristo sabe que, como su doctrina y espíritu recreador, su bautismo de fuego, nos hará distintos y en gran parte contestatarios de lo vulgar, de lo dado, de lo que hace todo el mundo, enemigos de los poderes políticos y económicos a quienes fastidian los hombres y mujeres verdaderamente libres, capaces de señalar lo malo y lo corrupto, lo que es perverso y pecado, lo que es erróneo y falso... por eso mismo nos meterá en problemas y nos traerá oposiciones... ¡Viva el combate, la lucha! ¡abajo la rendición y el nirvana y la falsa paz del sometimiento a los jefes soberbios de este mundo!
Quien busque la jubilación, y el descanso, y la tranquilidad, y el estar bien con todo el mundo, y no meterse en problemas, ni tener cruces, que, desde ya, renuncie a ser cristiano.