Enigmático pueblo el judío. Difícil, empero, detectar los límites de su entidad. ¿Etnia, raza, religión, cultura? ¿Por dónde pasan los confines de su reconocimiento? ¿Abarca toda la multitud de sectas o divisiones o ramas de los que se reclaman a la religión judía? ¿Los rabinatos más o menos tradicionales? ¿Los seguidores de las grandes sinagogas de París, de Roma, de Viena, de Nueva York, de Jerusalén? ¿Los que reconocen al Estado de Israel? ¿Los que afirman que dicho estado es una traición a la auténtica tradición judía? ¿Los judíos sionistas? ¿Los antisionistas? ¿Los que de ningún modo tienen convicciones religiosas ni especial ideología y, sin embargo, se sienten orgullosos de ser judíos? En este caso ¿sería una cuestión de raza o, por lo menos de progenie? (Algo de eso hay, al menos en ciertos lugares: el judío converso al cristianismo deja de ser ciudadano del Estado de Israel y, sin embargo, si su hijo deja el cristianismo, puede volver a la ciudadanía israelita.) Empero, en la historia, hemos visto cómo millones de judíos convertidos al cristianismo han perdido o apenas recuerdan sus orígenes raciales hebreos. A la manera no discriminatoria como uno sabe de su origen vasco o italiano o gallego o alemán o armenio.¿Ser judío será entonces más bien una suerte de cultura o solidaridad, por diversas circunstancias más acentuada que en otros grupos? ¿Una incersión, mediando antecedentes familiares, en una historia en parte real, en parte legendaria, en parte inventada por motivos propagandísticos -como todas las historias-? ¿O será, como dicen algunos: 'a sentirse judíos los obliga el dedo apuntado de sus adversarios'?
Podríamos intentar interrogar a la Daia , (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas) -aunque no todos los judíos la aceptan como su representante-. Quizá pudiera darnos algún tipo de pista para determinar qué es ser judío. Pero en ello es más bien vaga: lo supone. Dice, textualmente, en la presentación de sus estatutos:
" La DAIA es la entidad representativa de la comunidad judía argentina. A ella están adheridas 140 instituciones judías, socio-deportivas, educativas, culturales, religiosas, profesionales, etc. del país.
La, (DAIA), tiene como objetivo la defensa de la dignidad del judaísmo argentino, combatiendo todo acto inspirado en el antisemitismo y en las ideas nazis; luchar contra el antijudaísmo, la discriminación étnica, social o religiosa y la xenofobia. Combate también la amenaza permanente del terrorismo (antijudío, por supuesto).
. realiza importantes aportes a la construcción de la sociedad argentina, fortaleciendo los conceptos de derecho y justicia. (?)
La tarea de la DAIA es esencialmente política y educativa para lo cual lleva adelante su gestión interactuando con todos los poderes públicos y con todos los sectores de la sociedad argentina, como así también a través de las relaciones con otras comunidades y/o entes representativos judíos del mundo, enfatizando los vínculos con el Estado de Israel, ratificando su condición de centro espiritual de la vida judía."
La verdad es que -aunque atemorizante en sus propósitos y enemistades- también nos quedamos en ayunas. No trae ninguna definición del ser judío. Es como si la condición del ser judío fuera evidente.
Pareciera que lo importante, en el fondo, es la conciencia que cada judío tiene de serlo, sea cual fuere el motivo que para ello tuviere.
De todos modos, sin ningún a priori contrario, más bien favorable, cualquiera que observe las cuestiones humanas habrá de sentir curiosidad del porqué de la influencia indudable de este pueblo, no solo en el devenir del pensamiento humano, sino en la historia y, en particular, en la historia contemporánea, ya sea se le presente como víctima o como victimario. Curiosidad tanto más excitada cuanto el influjo de su pensamiento, de su protagonismo real o virtual, de su poderío artístico, intelectual y económico, de su dominio sobre los medios, no tienen proporción con el del número de sus integrantes.
Para compararlo pensemos en otro grupo de seres humanos también singular: el de los gitanos, mucho más fáciles de distinguir ya que ellos mismos, protegidos por la endogamia, se dividen en familias y tribus con sus jefes perfectamente identificados. Numéricamente deben rondar entre los 15 y los veinte millones de individuos. Aproximadamente los mismos que, según estimaciones confiables, cuentan en el mundo los judíos. ¿Quién dirá, empero, que el influjo de los gitanos -más allá de ésta o aquella otra manifestación de arte popular (el 'cante jondo', el flamenco) o de método 'non sancto' de supervivencia- guarda algún parangón con el de los israelitas?
Ni siquiera en cuanto a declararse víctimas, ya que también ellos -los gitanos- acusan haber perdido más de medio millón de personas en la segunda guerra mundial; y por los mismos presuntos métodos por los cuales habría desaparecido un número similar de judíos. No hablemos nada del silenciado genocidio armenio o el actualmente católico en países del Islam. Nada se compara a la mítica 'shoah' judía.
Piénsese de todos modos en la deformación cuantitativa en la cual se incurre cuando se hace referencia, aún a nivel de magisterio católico, a "las tres grandes religiones monoteístas". 'Judíos, cristianos y musulmanes', se dice. Sin embargo, los cristianos son más de dos mil millones de seres humanos -el 33 % de la humanidad-; los musulmanes, 1200 millones -el 19 %-; los judíos, 14 millones -¡el 0,2 %!-.
¿De dónde, pues, su importancia? Politicólogos, sociólogos, economistas, historiadores judíos y no judíos, presentan y seguirán presentando diversas explicaciones. En un estudio por otra parte en el cual no se goza de la misma libertad que se posee en otras áreas del saber humano. No solo por la enorme carga pasional que el tema suscita, atizado por una propaganda feroz y constante de un lado y del otro, sino por leyes penales que en casi toda Europa y en Argentina tipifica como delito el poner en duda supuestos hechos o números atinentes a la historiografía reciente de este pueblo. Pero, de reescrituras de la historia y manejo de los números y censura a los que los pongan en duda los argentinos tenemos bastante experiencia en nuestra historia oficial de los últimos decenios.
En fin: son todos asuntos para pensar. Y si el tema del judaísmo ofrece algún interés lo ofrece especialmente para los cristianos, ya que el pueblo de Israel está profundamente imbricado en nuestra historia y pensamiento. Tanto más cuanto que, de entre los judíos eligió Dios al individuo humano que sería unido con él en unidad de persona, Cristo, Jesús, nuestro Señor. Y fue en medio de la sangre y la cultura única judía donde se encontraron los varones y mujeres, los términos y las instituciones con los cuales se fundó la Iglesia.
El cristianismo, la Iglesia , serían impensables sin la savia del antiguo testamento judío que corre por sus venas, alimentando aún su forma de pensar a Dios y su manera de vivir como hombres llamados a Dios. Claro que aquel judaísmo que floreció en Cristo, no es lo que hoy se llama judaísmo.
Es por eso que el episcopado francés -para precaver, dice, el antisemitismo- propone eliminar la palabra 'judío' del nuevo testamento y sustituirla por 'enemigo'. Así -piensan- se evitaría dar a nuestras Escrituras una connotación racista que no tenían en su origen. No se si el cambio es muy feliz: hacer de 'judío' sinónimo de 'enemigo'. No todos los judíos fueron ni son enemigos de Cristo. Por otro lado si la sinonimia es tan evidente seria bueno ver un poco, precisamente por el papel de los nombrados en los evangelios y la tradición cristiana, en qué consiste ser enemigo de Cristo. Raro, hoy que, supuestamente, no tenemos enemigos y hemos de dialogar con todos.
En fin -y ya nos estamos extendiendo excesivamente-, para entender un poco la cosa, al menos desde la teología, insistamos en que el cristianismo no es sino la floración final de lo gestado por Dios en el judaísmo y llevado sobrenaturalmente a su plenitud. El cristianismo no es sino el judaísmo auténtico, nacido de ese núcleo fundamental judío, bien judío, que constituyó la primitiva Iglesia con Cristo Jesús, su madre, sus apóstoles y sus discípulos varones y mujeres. Todos judíos.
Y aunque el proceso sea complejo, el llamado judaísmo actual no son sino las comunidades judías que se separaron de aquel tronco principal siguiendo -salvo las que fueron perdiendo su identidad en el camino- un desarrollo bastante lineal. Su origen común remonta al año 100 cuando, después de la destrucción de Jerusalén en la guerra con los romanos, la mayoría de los rabinos fariseos sobrevivientes se reunieron en Jamnia o Yabné en Palestína, sobre el Mediterráneo, en un concilio histórico. En él infamaron a todos los judíos no fariseos como 'sectarios' y, por lo tanto, no pertenecientes al verdadero Israel. Tales, por ejemplo los saduceos -de los cuales quemaron todas las obras- o, especialmente, los cristianos, que, hasta entonces, eran considerados todavía una rama judía.
¿Y que era lo que definía a estos fariseos que se declararon los únicos representantes de Israel? El intento de alcanzar la propia justificación -es decir, en otros términos, la divinización- mediante la ley 'de Dios' llevada hasta los últimos detalles de la vida, enseñada, iluminada y multiplicada por sus gurúes, los rabinos. Todo logrado con la propia voluntad y libertad y fuerzas humanas.
A esa concepción los evangelios y particularmente Pablo enseñarán "No". No es el hombre por sus propias fuerzas y leyes quien alcanza la plenitud, la justificación, sino que es Dios, mediante Jesucristo y su gracia, el que le permite alcanzarla, elevando al ser humano sobrenaturalmente más allá de sus propias fuerzas. Cuestión de gracia; no de poder humano iluminado.
Pero en esta carrera de ser iluminados por la gnosis del querer divino descubierto por sus maestros, rabinos y gurúes, los fariseos prosiguieron su camino generación tras generación acumulando leyes y más leyes. Esas leyes a través de las recopilaciones y explicaciones de la Mishná
[1]
[1] y la Guemara
[2]
[2], se codificaron finalmente hacia el siglo VI en el Talmud
[3]
[3].
Aún hoy, es el texto básico del judaísmo más o menos ortodoxo. Consta de seis ordenaciones o sedarim y 63 tratados que forman una especie de enorme enciclopedia difícil de leer, cuantitativamente de mucho mayor longitud que el Antiguo Testamento. Es un craso error pensar pues que el judaísmo se quedó en el Antiguo Testamento, visto además que, para la mayoría, el Talmud tiene más autoridad que la Biblia.
Ello no sería nada, porque salvo especialistas, muy pocos judíos tienen tiempo de leer el Talmud. La cuestión es que, posteriormente, sobre el Talmud, el judaísmo elaboró su propia teología; así como sobre el acontecimiento de Cristo y de la Pascua -que es lo principal del Nuevo Testamento, no lo escrito- se elaboró el dogma y la teología católica.
Esa teología hebrea hecha sobre el Talmud sí llegaba a todos los hebreos, al menos en su parte más sumaria, al modo como el catecismo baja la enseñanza de la Iglesia a todos los cristianos.
Pero, ¿qué dice esa teología pergeñada principalmente en la llamada Tradición o Qabbalá
[4]
[4]? (Nosotros la vertemos en nuestra palabra Cábala, pero usamos el término -quizá en maniobra distractiva- como un método para tener suerte en nuestros actos). No: la Cábala es una colección de obras importantísima. Después del Talmud el tercer gran libro de los judíos. Y la Cábala afirma, deformando la enseñanza bíblica, que la creación no es algo distinto de Dios, sino el mismo Dios alienándose en el universo y en el hombre. La creación, para la Cábala , sería una especie de movimiento de decadencia divina. Decadencia de la cual hay que regresar. Dios está en el mundo fuera de si, disperso en el tiempo y en el espacio, arrojado en él, lejano de su condición primera. Utilizando figuras bíblicas, la Cábala afirma que Dios está en el Exilio, en Egipto, en Babilonia: debe retornar a la tierra prometida, a su divinidad plena. Y lo hará por medio del hombre.
Porque el hombre es la conciencia del universo, de la materia, del mundo y, sin todavía saberlo, nada menos que la conciencia de Dios. El universo piensa mediante el cerebro humano.
Pero ese cerebro humano -afirma la Cábala , el gran libro del judaísmo medieval-, está exiliado, sumido en el múltiple, en las pasiones, en la ignorancia. Es necesario iluminarlo, ponerlo en vereda, para que alcance el conocimiento, la gnosis, la conciencia de su propia divinidad. El hombre ha de saber, para alcanzar la libertad, que en el fondo es una chispa de Dios.
Y ¿quiénes enseñarán esto a la humanidad? Según la Cábala , los judíos son los encargados de iluminar al hombre respecto de su divinidad, informarle que es divino, plenamente libre, capaz de alcanzar la Tierra prometida con solo que en ello empeñe sus puras fuerzas humanas. Y el pueblo judío, es el Mesías que ha de llevar adelante, por las buenas o las malas, esta tarea de iluminación. Precisamente porque el verdadero pueblo judío, preparado por el Talmud, se identifica plenamente con Dios mediante el cumplimiento al extremo de la ley, asimilándose al querer y al ser divino. Aunque luego, en la Cábala , alcanzado lo divino, supere a la ley y pueda dejarla de lado, abandonándola a los gentiles, a los paganos, a los 'goim'.
El judaísmo pues, según la Cábala y las filosofías neoplatónicas con las cuales entiende su Talmud, es el encargado de la misión liberadora, mosaica, de salvar a la humanidad de su exilio, de su esclavitud en este mundo. Y sobre todo de su sumisión a la Iglesia , al cristianismo, que la aliena en su condición de creatura, predicando que el hombre está necesitado de la gracia y no es capaz por sus puras fuerzas humanas de llegar a la plenitud. En algunas interpretaciones cabalísticas -como la que recoge el famoso filósofo y psicólogo Erich Fromm- el verdadero Dios es la serpiente del Génesis, ya que es la que lanza el primer grito de libertad profética frente a la prepotencia de los sacerdotes que esclavizan al hombre con el yugo de su moral y de sus ritos en nombre de un falso Dios trascendente al mundo.
Se nos fue el tiempo. Pero que estas concepciones están detrás de la revolución protestante, de la francesa, de la marxista, de la liberal iluminista, de casi toda la filosofía moderna y contemporánea, es una realidad constatable por cualquiera. Si informa el pensamiento de muchos o de pocos de los que se llaman judíos, es discutible. Si se susurra o defiende a niveles esotéricos o grupos de manejo del poder tanto político como económico o mediático, no es fácil de probar. Pero que esta actitud existe como la propísima de los enemigos de Cristo, tal cual los quiere definir el Episcopado Francés, es algo innegable.
No por nada toda la actividad casi exclusiva, empecinada, aún aparentemente xenófoba de Jesús durante su vida prepascual, como queriendo a toda costa evitar el enfrentamiento futuro con sus hermanos de sangre -en la línea de la verdadera misión de Israel propuesta por Isaías, en nuestra primera lectura; en la interpretación optimista, a pesar de lo angustiada, de San Pablo, de la segunda; en las duras palabras del Señor a la mujer extranjera, a la fenicia, en la tercera- se reserva antes que a nadie 'a las ovejas perdidas del pueblo de Israel'.
¡Qué pueblo extraordinario, maravilloso, el judío, capaz de ser el troncón mismo de la Iglesia católica, ceder su raza al mismísimo hijo de Dios y a su madre y a los doce apóstoles y, al mismo tiempo, poder constituirse en el verdadero adversario de Dios y de su Mesías!
¡Gigantesco! ¡Titánico! ¡Colosal! ¡Formidable!
¡Qué privilegio poder comer de las migas que caen de su soberana mesa! Ser humildes súbditos del Rey de los Judíos, del Soberano de Israel, del Emperador del Universo. de la Emperatriz.