Sermón
El evangelio de hoy nos muestra a un Cristo más bien antipático y racista. No responde a la angustiosa súplica de una pobre madre. Y, cuando los discípulos –no tanto por bondad sino porque hartos de los plañidos de la mujer- le instan a que le preste oídos, insiste, aparentemente, en responder despectivamente, utilizando palabras hirientes y despreciativas.
Es una de las tantas escenas del Nuevo Testamento que chocan a la mentalidad moderna.
Estamos acostumbrados a un Dios buenito; un Dios que se supone tiene que hacer todo lo que le pidamos y en quien resulta inadecuado y extraña cualquier impaciencia, cualquier gesto no azucarado y afable. Nos enojamos con El si las cosas no van como queremos. Tenemos exigencias a su respecto. Le ponemos condiciones. En el fondo, lo aprobamos apenas –porque nosotros, de haber tenido la suerte de ser dioses, como la tuvo El- ciertamente hubiéramos hecho y haríamos las cosas mejor. Lo exigimos con oraciones y promesas; lo chantajeamos con nuestro silencio o lejanía si nos salen los asuntos al revés; lo mandamos a paseo cuando dificultades y penas evitables irrumpen en nuestras vidas.
Abuso de confianza.
Nos hemos habituado al Dios de blanca barba y bondadoso del cristianismo y ya no percibimos, agradecidos, lo novedoso y sorprendente de este hecho: el que Dios omnipotente, soberano monarca, augusto, gran Señor, Rey, Dueño de todo, sea, a la vez, Padre.
Pero piensen Vds. en los hombres de la antigüedad, acostumbrados a los dioses pícaros y aviesos de los griegos; a los lascivos de los cananeos; a los crueles y sanguinarios de los cartaginenses, asirios y babilonios; a los lejanos, distantes y solemnes de los egipcios; a los temibles y terroríficos que poblaban y pueblan los reinos tenebrosos de las supersticiones de todos los tiempos. Dioses a los cuales había que rendir pleitesía, sumisión, tener cuidado de no pisarles los pies, de no malquistárselos y ponérselos en contra. Dioses a quienes había que comprar con ofrendas, sacrificios, complicadas plegarias, y ante quienes había que transitar en el medroso respeto de lo sacro y mistérico.
Imagínense esta mentalidad y piensen en uno que viene y dice: esos dioses no existen. Ustedes confunden las fuerzas ciegas de la naturaleza con espíritus divinos. Tampoco existe una divinidad cabeza poderosa de todas esas fuerzas, pero voraz y exigente, puntilloso y despiadado, implacable y sañudo, del cual somos casi víctimas y esclavos, menos que hormigas, que perros, que nada. Ese dios así concebido es un falso dios, porque el verdadero –el omnipotente creador de cielos y tierra- no solamente es sabio y bueno, compasivo y misericordioso, indulgente y benévolo, como comenzaron a descubrirlo, poco a poco, los hebreos, sino que quiere ser Padre, papá de Vds.
¡Que descubrimiento alborozado y jubiloso! Detrás de la obscuras fuerzas cósmicas, detrás de los acontecimientos dentro de los cuales el hombre ubica su existencia, detrás de la aparente buena y mala suerte, detrás de las cosas dichosas y desgraciadas de la vida, no hay solo un poder anónimo y ciego -complicados entreveros de leyes físicas y matemáticas que van bordando un destino fatal e inexorable- sino un Dios todopoderoso que quiere ser nuestro Padre. Puede que, a veces, difícil de entender y que nos lleva por no siempre claros caminos, pero que sabemos –sí ¡por fin sabemos!- que es nuestro Padre y que nos quiere como a hijos.
Así quedaban compensadas y trastocadas las antiguas imágenes de los dioses que la mente humana, extraviada por el pecado, se había fabricado. También superado el respeto tembloroso de los judíos frente al Dios tonante presentado en el Sinaí. El miedo se transformaba en agradecimiento, se teñía de ternura, se hermoseaba de esperanza. ¡Qué emoción la del idólatra convertido al ver que el dios tremendo a quien había aprendido a recelar y terrecer no era un monstruo devorador, señor de siervos y esclavos, sino que estaba de su lado, a favor suyo, sosteniéndolo paternalmente con sus brazos!
Ese Dios que podía exigirlo todo de nosotros y que sin chistar debía ser obedecido, señor de vida y muerte, venturas y desventuras, no era un Dueño arbitrario y caprichoso que mejor sería se olvidara de nosotros, sino que quería dirigirse a cada uno como ‘padre'.
Esa sorprendente revelación Dios quiso prepararla mediante la cultura religiosa de un pueblo: el judío, que, justamente por ello, fue constituido en Pueblo de Dios por antonomasia.
Este pueblo debía preparar el terreno para la Revelación definitiva de la paternidad divina, en Cristo, Hijo de Dios. Dios los eligió para ello, y esta elección fue un privilegio que los convirtió, justamente, en pueblo ‘elegido'. Privilegio, por cierto, inmerecido, gratuito –como, luego, el nuestro de ser cristianos-. Privilegio que no era solo un don para ellos sino, al mismo tiempo, una misión.
Pero estos pobres judíos se acostumbraron al privilegio, se creyeron que Dios los había elegido por sus bonitas caras, se consideraron gran cosa, quisieron ‘utilizar' a Dios, tenerlo de su propiedad. Se pasaron de vivos y, finalmente, cometieron el imperdonable error de rechazar a Jesucristo y enviarlo al patíbulo, entre otras cosas porque quería extender el privilegio a todos los hombres.
Llamaron a los demás –como nos siguen llamando- ‘cerdos', ‘perros'. Expresión que, ahora Jesús, aplicado a la mujer cananea, transforma en diminutivo cariñoso, precisamente para recalcar el cambio.
Desde entonces el pueblo judío, que sigue manteniendo su identidad racial, se ha convertido en una perpetua espina clavada en el flanco de la Iglesia. La Iglesia encargada de proseguir su misión y constituida –sin dependencia ya de la sangre o de la raza- en verdadero y definitivo Pueblo de Dios.
El evangelio de hoy marca justamente el comienzo del traslado de la empresa liberadora y salvífica, de los judíos, mediante la fe y el bautismo, a los paganos, a los cristianos, a nosotros.
Pero –la historia se repite- vean que los paganos-cristianos son cualquiera, no precisamente Occidente. Se ha dado el caso, sí, que el cristianismo coincidiera durante mucho tiempo, expulsado de su cuna oriental por el Islam, con nuestras naciones occidentales; y ese ha sido, sin duda, el mayor timbre de honor de Europa y América. Pero la cosa es ya cada vez menos así. Hay muchos cachorros, blancos y rojos, negros y amarillos, esperando nuestras migajas.
Como nuestros predecesores, hemos manoseado a nuestro Dios, nos hemos acostumbrado a Él; no nos damos cuenta del tesoro y privilegio que tenemos entre manos; lo hemos dejado expulsar de la sociedad; de los puestos públicos, de la vida. No hemos sabido defenderlo y lo hemos reducido al reducto de lo privado, donde la mayoría de las veces, como los judíos, abusamos de Él y lo utilizamos supersticiosamente para tratar de obtener nuestros fines egoístas. No nos damos cuenta de que no depende de nosotros, ni de nuestras lindas caras el que podamos llamarlo ‘Padre'. Sino de un estupendo y curioso privilegio que debemos cuidar, con temor y temblor. Porque aunque es ‘padre' sigue siendo Dios.
No sea que el Señor llame a los cachorros, no solo para darles las migas, sino para sentarlos en la mesa en lugar de nosotros.