Sermón
Cuando, revolviendo en las huellas de los orígenes remotos de la humanidad, los arqueólogos descubren fósiles de antropoides en los cuales las características morfológicas no son del todo determinantes para encasillarlos en la especie humana, uno de los datos indiscutibles para clasificarlos o no entre los ‘homo sapiens’ es su religiosidad. Si aparecen evidencias de entierros rituales, por ejemplo, que presuponen una creencia en algo trascendente ya no queda discusión posible. Se trata de hombres.
Y es que la antropología ya hace tiempo ha recogido como dato de hecho que la creencia en Dios o en dioses o en poderes sobrenaturales es uno de los rasgos fundamentales de la condición humana. La historia y prehistoria del hombre no ha descubierto aún ningún pueblo que haya carecido de divinidades. El ateísmo contemporáneo es un fenómeno inusitado en el camino milenario de los hombres y que no obedece a sentimientos espontáneos sino a ideologías artificiales e impuestas que, de todos modos, nunca prenden del todo en los individuos y los pueblos ante la desesperación de los ‘mata dioses’.
No es materia de prédica el explicar por qué el hombre se eleva naturalmente, observando sin prejuicios el mundo que lo rodea, a la creencia en un poder superior. Pero, simplemente, constatando el hecho y pasando adelante, la ciencia nos muestra cómo, si bien todos están de acuerdo en la existencia de una esfera superior de ser y de actuar, no todos estuvieron ni están de acuerdo sobre sus rasgos. El concepto que los distintos pueblos han tenido de Dios o de los dioses ha sido vario y disímil.
Con todo lo disímil de las opiniones personales que el insignificante ser humano puede hacerse sobre un infinito desconocido que está más allá de los sentidos e incluso más allá de las posibilidades de la inteligencia creada. Es verdad que de la existencia de un cuadro de Dalí (1904-1989) puedo inferir la existencia de un pintor e incluso algo de su personalidad. Pero si no me hubieran hecho leer su biografía o ver sus fotos difícilmente sabría sobre sus extraños bigotes, sus extravagancias, su vida de familia, su nombre y no lo conoceré nunca en serio si no me lo presentan personalmente.
También a partir de las cosas del mundo he de inferir la existencia del artista creador y podré conocer quizá algo de su trascendente personalidad, pero, si no me dan su biografía o muestran su foto o si El no me habla ¡qué de concepciones erróneas podrán filtrarse en mis deducciones! ¡Qué relativamente poco podré saber de él! No es extraño que este supremo ser haya sido adorado, a través de las épocas, bajo las formas más dispares. Y más tratándose los adoradores de hombres decaídos por el pecado en la barbarie del egoísmo y de la ignorancia. ¡Cómo no iban a reflejar en sus concepciones religiosas su pequeñez y sus vicios y sus supersticiones!
Más aún. Aunque en sus más remotos orígenes la antropología religiosa descubre en todos los pueblos la difusa creencia en una divinidad universal, o, al menos, en un poder anónimo de dimensiones universales, los estudios hechos sobre los pueblos primitivos muestran que dicho poder universal se identificaba con dioses particulares pertenecientes y exclusivos de cada clan, tribu o ciudad.
Así cada nación tiene su dios propio, distinto del dios de la nación vecina. Más que de monoteísmo debemos hablar de henoteísmo y, en él, para el consumo de las mayorías más ignorantes, el politeísmo, todo esto unido a espantosas aberraciones como la de la prostitución religiosa, los sacrificios humanos y otras execrables costumbres.
A pesar de que este alejarse del Dios verdadero se debe al extravío culpable de una humanidad que en el continuamente redivivo Adán quiso declarar la independencia y se auto obnubiló en la oscuridad de sus límites creaturales, a pesar de ello, Dios quiso reconducirlo a los caminos para los cuales la había creado.
Y tal hace; sujetándose a la manera propia del hombre, sin forzarlo ni vulnerar su libertad, en el ritmo de la historia, a través de un grupo o familia de seres humanos a los cuales lentamente va preparando y formando. El pueblo de Israel, de la semilla de Abraham, en la cual han de ser bendecidos todos los pueblos, será la nación que Dios elige para encomendarle la misión de volver al redil al resto de las naciones.
Y, también a ellos, los judíos, respetando su idiosincrasia, los va conduciendo paulatinamente. Al comienzo de su historia, dicen los investigadores, Israel tiene a su Dios como uno de los tantos dioses similares de las naciones que los circundan, purificando paulatinamente las abominaciones morales y rituales de sus vecinos. Que el Dios de Israel sea el Dios del universo, el único Dios y que los demás dioses no son sino falsos retratos, mendaces concepciones, de Dios, ídolos, es una constatación que les será yendo revelada poco a poco. Recién en las postrimerías del Antiguo Testamento puede decirse que los judíos tienen el retrato y la biografía completa del único y auténtico Dios. Dios, finalmente, les ha hablado a través de los profetas y les ha revelado su nombre y expresado sus intenciones y su querer. Los judíos tendrán que cumplir la misión de hacer correr ese retrato por todos los demás pueblos.
No lo hacen; o, al menos, pocos lo hacen. Porque, a pesar de la Revelación, sigue subsistiendo el tribalismo y, en esto, un nacionalismo exclusivista. En lugar de considerarse depositarios de un mensaje no de ellos que debían transmitir a todos, instalándose en un primitivista egoísmo creyéronse dueños de la Revelación, elegidos de Dios por sus lindas caras: Yahvé propiedad privada de Israel.
Ellos los puros, los extraordinarios, los incontaminados y, los demás, pobres desgraciados, pecadores ‑“perros y cerdos”, como dice el Talmud‑. Así, a pesar de los profetas y algunos dignos israelitas de verdad, la mayoría, sobre todo de los dirigentes, se extravió en un orgulloso nacionalismo xenófobo, perdiendo de vista el universalismo de la misión para la cual habían sido elegidos.
A pesar de ello, Dios no los abandona y, en la plenitud de los tiempos, ya no a través de retratos y de cartas sino presentándose personalmente al pueblo judío en la segunda divina persona de la Trinidad, Jesús, el descendiente de David.
Todos sabemos el final: es rechazado por su pueblo y enviado a la cámara de gases.
Dios transfiere, entonces, la misión universal de darlo a conocer a otro pueblo, no unido ya por los vínculos de la sangre y de la raza, sino por las ataduras espirituales de la fe. Este nuevo pueblo es la Iglesia, los cristianos.
Los judíos, por su parte, se cierran definitivamente en el gueto de su orgulloso racismo y, desde entonces, en su vertiente talmúdica y cabalística, se convierten en una perpetua espina clavada en el flanco del catolicismo.
Es justamente al comienzo de este trasvase de misión a lo que asistimos en la escena evangélica hoy escuchada. La salvación que llega no solo a los judíos sino al pueblo gentil representado por esta cananea sirio-fenicia, pueblo despreciado por los judíos, si los había, que se acerca a Jesús. Él, usando el término despectivo que los judíos aplicaban a los extranjeros, los ‘goim’, los ‘perros’, la transforma cariñosamente en el diminutivo ‘cachorros’, ‘perritos’ y extiende a ellos su misión salvadora de Dios universal. Ese es el sentido del evangelio de hoy.
Pero también ha de servirnos de advertencia. Porque es verdad que la misión salvadora encomendada por Cristo a los católicos luego del expolio islámico del cristianismo original de Oriente, perteneció en gran parte a los pueblos occidentales. Pero esta misión ‑que hizo de Occidente, por añadidura, la civilización más estupenda y poderosa de la historia‑ no le pertenecía ni en exclusiva ni por raza. Mientras cumplió con su compromiso cristiano y se hizo instrumento de la transmisión del cristianismo –ejemplo: sus misiones desde el siglo V en adelante; ejemplo: las cristianas empresas colonizadoras de España y Portugal- creció y se expandió. Pero, cuando orgulloso de sí mismo, corrompiéndose en su interior a partir de la revuelta protestante, en vez de exportar a Dios exportó solamente técnica y bienes de consumo, transformó la obra civilizadora de colonización cristiana en rapiña imperialista y comenzó su lenta e inexorable decadencia.
Por eso se ha dado el caso, sí, que el cristianismo coincidiera durante mucho tiempo con nuestras naciones occidentales, con la llamada Cristiandad, y ese ha sido sin duda el mayor timbre de honor de Europa y América, pero la cosa ya no es así.
Hay muchos cachorros –blancos y rojos, negros y amarillos‑ esperando nuestras migajas.
¡Y quién sabe si ‑Occidente apóstata‑ el Señor llame a los cachorros, no solo para darles las migas, sin para sentarlo a la mesa de los hijos!