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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1994. Ciclo B

20º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Juan     6, 51-59
Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo» Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente» Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.


Sermón

            Don Miguel Servet fué un típico humanista, conocedor del hebreo, el griego y el latín, lector incansable e investigador infatigable. Nacido en España en el 1511 le tocó vivir la tumultuosa época de la Reforma Protestante. Como todo humanista, tipo Tomás Moro o Erasmo, Miguel Servet se creía capaz de escribir de todo y sobre todo. Es así como encaró la composición de un tratado sobre la Trinidad de dudosa ortodoxia, que puso furioso a Lutero. Pero su error máximo consistió en recalar en Ginebra durante la dominación de Calvino y, peor aún, oponerse a éste en su política férrea de dominación de la ciudad. Con los métodos expeditivos de la época, Calvino lo condenó por hereje y, el 26 de Octubre de 1553, lo hizo quemar vivo en el lugar donde hoy, en Ginebra, impertérritamente, se levanta una estatua del mismo Calvino.

            Pero, prescindiendo de su calurosa muerte, Miguel Servet ha pasado a la historia, al menos de la ciencia y de la medicina, como el descubridor de la circulación de la sangre y su transformación de venosa en arterial, a través de los pulmones.

            Desde Servet la sangre es conocida como el líquido vehículo de la alimentación y oxigenación de las células, y arterias y venas las rutas, los canales, por donde ella distribuye alimentos y defensas a los lugares más apartados de nuestra anatomía. El microscopio y la química modernos terminarán por definir exactamente su composición y sentido y verán en el torrente sanguíneo un complejo sistema de agua, glucosa, plasma, hematíes, leucocitos y plaquetas.

            Aunque García Lorca todavía pueda cantar: ¡Que no quiero verla! Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena..., hablar de la sangre antes y después de Miguel Servet ya no será la misma cosa.

            Porque, para el hombre primitivo, la sangre era mucho más que el soporte fisiológico de multitud de procesos biológicos o la mancha oscura en el delantal del cirujano. Del color del fuego, cálida, brillante, era la esencia misma de la vida, el soplo vital de la existencia, el refugio o manifestación del alma, participación del sangriento estallido del nacer del sol a la mañana y su rojizo ocaso por la tarde... Ese sol que daba la vida y que, por eso mismo, -Huitzilopochtli entre los aztecas- debía ser alimentado con la sangre de sacrificios humanos en el vértice de la pirámide-templo de Tenochtitlán, para que no dejara de aparecer cotidianamente en el rojo parto del alba.

            La 'purpúrea muerte' la llama Homero a la gran maleva, porque aparece sonriente en los campos de batalla frente a Troya, justamente cuando los bronces afilados de teucros y de aqueos vacían de sangre los cuerpos adversarios y empurpuran la tierra.

            Signo de vida, es también signo de muerte cuando fluye del hombre, ya sea como señal mensual de que en la mujer no se ha engendrado nueva vida, -sangre estéril, y por lo tanto impura para el hombre primitivo-, ya sea la de la muerte violenta del que ha sido herido en la batalla.

            Por eso la sangre como símbolo de vida tiene un significado especial: la sangre no es simplemente como el alma que escapa en un último aliento cuando todos mueren. La muerte, la mayoría de las veces, no es sangrienta: basta el último suspiro del anciano, del enfermo, del que fallece por causas naturales. La sangre se asocia en cambio, en la mente del hombre primitivo, con la muerte heroica, voluntaria, la del que muere en un duelo de honor, o defendiendo a los suyos, o lidiando como guerrero en el combate.

            La sangre es así algo más que la vida o la muerte que se van o que llegan: es acto de ofrenda, es entrega voluntaria, es muerte buscada y querida. No la vida consumida y cansada del anciano exangüe, sino la del soldado joven, la del campeador lleno de fuerzas y de vida, la del campeón que lidia por su dama, que se ofrenda por el bien de los suyos.

            La sangre es vida generosa que se da en libación por la patria, o por el existir de aquellos a los cuales uno quiere, en acto de heroísmo, en copa de brindis, en transfusión mística... Como esas gotas de sangre que mezcladas en la copa de vino sellan los pactos solemnes de la antigüedad...

            ¡Extraña hermandad y sintonía la del vino y de la sangre! También el vino tiene algo que ver con la vida y con el sol, con el guerrero y con la ofrenda. Porque él también como savia ha vivificado las entrañas de la vid circulando por sus vasos; ha absorbido el rayo quemante del sol en la transparencia de la uva; se ha derramado a la cuba en el racimo herido por los pies del viñador; templa, antes de la batalla el ardor belicoso del soldado, espolea su ánimo y, después, festeja su triunfo o consuela sus derrotas... Y, finalmente, como la sangre, también el vino, escanciado en exceso, lleva al pesado sueño, a la oscuridad, a la inconsciencia, hermanas de la muerte. Todos los pueblos de la antigüedad han parangonado, pues, la sangre al vino...

            No es extraño por tanto que asimismo Israel haya utilizado esta simbología. Para la Biblia la sangre es la portadora de la vida. Por eso Dios, el Señor de la vida, es el único que puede disponer de la sangre del hombre. Por eso Él venga el derramamiento de la sangre inocente. "Yo pediré cuenta de la sangre de cada uno de vosotros", dice el Génesis. Incluso la sangre de los animales pertenece a Dios y por eso está prohibido comerla. "Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento -dice Dios a Noé- solo os abstendréis de comer la carne con su vida, es decir, con su sangre" -aclara el texto-.

            Y todavía hoy los judíos observantes conservan celosamente esa práctica y, -como Vds. saben- hay carnicerías especializadas, kosher, que les venden así la carne, y tienen un rabino permanentemente destacado en el mercado de Liniers, vigilando que los animales que van a esas carnicerías hayan sido ritualmente desangrados.

            En el templo de Jerusalén, la sangre de los animales sacrificados era restituida o devuelta a Dios derramándola sobre el altar. Y así de símbolo de la vida, pasaba a ser símbolo de lo divino, de lo sagrado. Por eso era utilizada también, como nosotros hacemos con el agua bendita, para asperjar al pueblo de Dios. Y ella así consagraba a los judíos, perdonaba sus pecados, restablecía su alianza con Jahvé.

            Jesús, que, en este largo discurso del capítulo 6 de Juan que estamos leyendo estos domingos y terminaremos el próximo, está hablando de si como el verdadero pan, el auténtico dador de vida, de pronto -en la lectura de hoy- enriquece la imagen, y ahora al pan, a su carne, añade la figura de la sangre, con lo cual termina de escandalizar a sus oyentes.

            Y vean que Cristo no está hablando directamente de la eucaristía, Cristo está hablando de si mismo. El escándalo para los judíos que lo escuchan y lo que los hace murmurar no es, como decíamos el domingo pasado, ningún horror por la antropofagia -que ni se les pasa por la cabeza-, ni, ahora, por algo que tuviera que ver con la prohibición de tomar la sangre de nadie; como tampoco una falta de comprensión de la eucaristía... El escándalo de los judíos es que este hombre, el hijo de José, se está atribuyendo el poder dar esa vida que ni siquiera el maná, la ley de Moisés, era capaz de conceder al hombre: la vida eterna, la gracia, el vivir divino... Ya eso los había escandalizado en la parte que leímos el pasado domingo, pero ahora con lo de la sangre termina por llenarlos de rechazo, porque no está diciendo solo 'yo -no Moisés- soy el pan de vida, el dador de vida, con mi enseñanza, con mi ejemplo, con mis preceptos de servicio y de amor', sino que súbitamente, con la figura de la sangre, introduce el tema de la muerte: yo seré el dador de vida precisamente con mi muerte, con mi sangre. Es decir: con mi vida humana regalada en cruz entrego la vida divina. Eso, en el fondo, era la afirmación de su divinidad; y eso es precisamente lo que repugna como blasfemia a sus oyentes: que este hombre se haga Dios; que el unirse a Jesús -no a su enseñanza, a su ejemplo-, a su persona, pretenda ser igual que unirse a Dios, a la vida de Dios: "Así como yo vivo la vida del Padre, así el que me come vivirá por mi"

            Sí: cuando Jesús derrame su sangre, entregue su vida en la cruz, no solo entrega vida biológica -hematíes y plaquetas- entrega vida de Dios, la que nos saca de nuestra pura condición de hombres, la que resquebraja el límite de nuestra mortalidad, la que es capaz de transformarnos en verdaderos vivientes, en creaturas divinizadas, metamorfoseadas...

            Por eso la sangre ha de teñir de rojo la albura del pan. Transforma a la figura de Cristo en don de vida, en acto heroico de amor, en juventud perenne transvasada a nuestras venas... El cuerpo y la sangre, el pan y el vino, no son dos cosas distintas: todas apuntan a la misma realidad: al don de vida que es Dios mismo hecho hombre y ofreciendo así, a cada uno de nosotros, su propio trinitario vivir... El cuerpo, el bashar, habla de lo humano de Jesús hecho sacramento del Padre; la sangre, nos dice de su entrega total, de su enamoramiento hasta la muerte, de su derramarse fértil hacia el sequedal del hombre...

            De la moral de los mandamientos y preceptos el Padre viene a llamarnos, en Jesús, a la ética superior de la convivencia con Dios, de la amistad con Jesús; a la saciedad de una vida llena de sentido y a la embriaguez permanente de la alegría de un vivir que no puede morir.

            La eucaristía no es más que el símbolo místico, eficaz y realísimo de ese encuentro, y, aún si queremos leer este discurso de Jesús desde la perspectiva eucarística, no podemos despojarlo de aquel su sentido profundo, y transformar la comunión en el mero acto digestivo de las especies del vino y del pan; o en la magia de una píldora recomendada por el médico o el homeópata.... esa comunión de la cual me olvido tan pronto traspuse las puertas de la iglesia...

            Porque la comunión no termina en el estómago: es el gesto ritual, la ceremonia de etiqueta, la parada militar, con uniforme de gala y juramento a la bandera, en donde abrazamos a Cristo y a los hermanos de Cristo. Para, en ese abrazo, que es comer su pan y brindar con su vino, alimentarnos y contagiarnos de su salud y de su fuerza y de su juventud, y comprometernos y juramentarnos para, luego, en uniforme de fajina, de combate, en nuestros deberes cotidianos, realizar nuestra entrega, derramando nuestra propia sangre, día a día, por Él.

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