Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 49-53
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra»
Sermón
Ciertas imágenes dulzainas y desvaídas de Cristo, puro almíbar y tolerancia, no-violencia y pluralismo, poco tienen que ver con lo que de él nos narran los evangelios. Hoy, precisamente, en este pasaje en el cual Jesús nos habla de su misión, hace de ésta una pintura restallante, explosiva, anticonvencional ...
Su mejor símbolo es el fuego. ¡Cálido fuego, amigo fuego, compañero fuego! que, desde el paleolítico a nuestros días es, para el hombre, en la fogata del campamento o en la chimenea de la casa de invierno o en la hornalla de la cocina o del termotanque o de la estufa, anuncio de confidencias amicales, de conversaciones serenas, de lecturas pausadas, de asados jugosos, de baños restauradores ...
Y, sin embargo, ¡fuego tremendo y traicionero! cuando se escapa en los pastizales o en los bosques secos, cuando ruge desaforado en los incendios de las ciudades, cuando deflagra en los escapes de gas, en los tanques de petróleo, en los ingenios mortíferos -pólvora y napalm, dinamita y átomos- inventados por el hombre.
No es extraño que el aspecto 'fascinante' y a la vez 'tremendo' de lo divino -tal cual lo definía Rudolf Otto- se haya representado tantas veces en la religiosidad humana mediante el símbolo del fuego, o el rayo, cetro ígneo del señor del cielo, desde Júpiter tonante, pasando por Brahma, Marduk, hasta Wotan o el Hueuetotl azteca.
También el Dios de Israel es caracterizado por el fuego. Así se presenta a Moisés y al pueblo: "como un fuego devorador sobre la cumbre de la montaña" -narra el Éxodo (24,17)-. "El señor tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso" advierte, en el Deuteronomio (4,24), Moisés a su gente. Símbolo cargado en la Biblia de significados, purifica, en el Levítico (13,52); es un signo de juicio que separa a los buenos de los malos en Isaías (33,14); elemento de castigo divino en el Pentateuco (Gn 19, 24; Ex 9, 24), también puede ser signo de la fuerza de la palabra divina, de la urgencia por proclamarla, como en Jeremías (20,9): "había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo pero no podía". También es, en el Cantar de los Cantares (8, 6), figura del amor: "El amor es fuerte como la muerte - suspira la amada- Sus flechas son flechas de fuego; sus llamas, llamas del Señor. Ni las aguas torrenciales ni mil ríos pueden apagar el fuego del amor." Sin embargo allí mismo, ese amor se describe como un amor celoso, capaz de consumir en la llama de sus celos a quien quiere exclusivamente para si. Son esos celos del amor de Dios los que pueden confundirse con su ira "¿Hasta cuando estarás enojado Señor, hasta cuando arderá tu ira como el fuego? (Sal 79, 5)"
Esa es la llamarada de amor celoso, de amor purificador, devorador, que enciende el pecho de Jesús y que Él viene a traer al mundo y con el cual desea que éste se incendie, arda, chisporrotee...
La imagen es hoy tanto más impactante porque viene unida a la del bautismo; no el recuerdo que hoy nos despierta esa palabra del pequeño chorro de agua cayendo sobre la frente del bebe en la pila bautismal. Aquí Cristo se refiere al bautismo en su sentido más original: el ser sumergido, anegado, hundido. Eso quiere decir el verbo original bapto, en griego. El hombre sumergido, el hombre envuelto por las aguas, es símbolo de la angustia de una situación desesperada: "Torrentes destructores me aterraba", dice el Salmo 18 (5); "Sálvame que el agua me llega a la garganta" (69, 2).
Sabe Jesús que su enseñanza fuego que purifica e ilumina, que quiere encender e iluminar, le traerá la reacción de los amigos de la oscuridad, de los que necesitan la noche -la confusión del bien y del mal, la idiotización de los espíritus- para poder actuar y prosperar. Sabe pues que en su reacción hacia él quedarán de manifiesto sus propósitos; más aún, sabe que en su próxima muerte, su angustioso bautismo, se revelará en toda su espectacularidad el mal, escondido hasta entonces en las untuosas palabras de los políticos, de los sacerdotes, de los discursos doctorales, de las falsas tolerancias que solo sirven para que el mal se expanda. A él tendrán que matarlo, no lo podrán comprar con sonrisas, con palmadas comprensivas en la espalda, con cheques de fondos reservados. En su muerte pues se manifestará finalmente la maldad oculta de sus adversarios, y la legitimidad de su propia misión. "Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!"
La presencia de un cristiano en serio siempre traerá división en ambientes corruptos, en el reino de la mentira, en el imperio de los mediocres, en la república de los necios. El cristiano sabe convivir en paz solo con la verdad, con el honor, con la rectitud, con la justicia. No puede sino acusar con su mera presencia y conducta, casi sin decir nada, la vileza, la ruindad, la torpeza, la grosería, el vicio, la maldad, la falsedad, la mentira, el fingimiento ... Su temple no puede soportar la deformación del amor, la ocultación de la verdad, el pudrimiento de las almas ...
Toda su fe y su actitud es una invectiva a los perversos, una prédica a los depravados, una advertencia a los malandrines, una desautorización de los inmorales. Si es cristiano en serio no se mimetizará, no se dejará tragar por su entorno, no lo pasearán las modas, no le modificará la opinión la televisión procaz ni el periodista embustero ni los deformadores de la historia, no se dejará llevar por la corriente, no dará libre curso a sus debilidades con las cuales se alían los vendedores de deshonestos consumos o las ofertas de soborno. No imitará lenguajes soeces, ni bajará a la chanza obscena, no permitirá en el trato con la mujer y con la dama, que no actúe siempre el caballero y el señor.
Tampoco, en nombre de no se qué rara tolerancia ni falsas comprensiones, aceptará ni entre sus amistades ni en su familia, escandalosas situaciones, ni sentará juntos a su mesa lo irregular y lo correcto, la probidad y el delito. Y eso lo hará no en nombre de su ira o de su soberbia o de ningún orgulloso desprecio o incapacidad de perdón, sino movido por el amor que es fuego y celo por la Casa del Señor, amor por la verdad y auténtico querer al extraviado, al pecador, al malvado, a quienes quiere convertir y ayudar, no confirmar en su desvío.
No hace tantos años -los mayores lo recuerdan- la sociedad vivía pautas de ética y convivencia mutua que permitían en ella vivir honorablemente sin destacarse demasiado del ambiente. Si había delitos y pecados ellos eran al menos socialmente condenados, nadie hacía alarde de ellos... El ocultamiento del mal no era hipocresía, era un tributo de respeto al concepto que todos tenían del bien. Hoy eso se acabó: las peores perversiones se ostentan públicamente, los delitos apenas tienen sanción, cuanta aberración pueda enseñarse, cuanta mentira, cuanto culto falso, todo tiene curso legal, todo se exhibe y entroniza en las pantalla del mundo ... Ya no es el 'todo es igual' de Santos Discépolo; ahora es el reino de lo peor, la prepotencia del mal, la persecución sistemática o la mofa del bien. Lo bueno lo han transformado en malo y lo que era malo ahora se hace bandera de libertad, de opinión común, de lo que hace todo el mundo...
Lo que comenzó como pluralismo ahora se ha transfigurado, bajo la tiranía de los medios, en el reinado de lo inicuo y el arrinconamiento de lo virtuoso. Por eso mismo lo que en un tiempo pudo ser cristiana tolerancia y respeto por el que yerra, hoy, a veces sin darnos cuenta, se ha pervertido en pura complicidad.
Las palabras de Cristo eran especialmente candentes en la época en que las recordaba el evangelista Lucas, porque realmente el ser cristianos producía en las familias penosas divisiones. En esos tiempos el que perdía la solidaridad familiar, o de su clan o de su pueblo, quedaba realmente hecho un paria, un excluido, un marginado en ostracismo cruel, y eso era lo que tantísimas veces producía el ser cristiano en medio de la sociedad pagana, idólatra, desenfrenada en tantas cosas, esclavista, que era el mundo romano y más tarde los distintos ambientes bárbaros o misioneros en donde a lo largo de los siglos se predicó el cristianismo ... Ya sabemos de los mártires que iluminaron con el fuego de su sangre la predicación de la palabra de Cristo afilada como espada.
Este mismo siglo ha conocido y conoce absolutismos del terror que actualizan dolorosamente las palabras de Jesús.
Pero la persecución frontal, al menos, favorecía a los mejores, les fortificaba el ánimo, les hacía tomar clara dimensión del adversario, o los glorificaba en el martirio.
Hoy el enemigo es mucho peor -al menos en nuestras culturas postcristianas-: es la seducción, el engaño, la imitación, la estadística, la moda, las usanzas, una especie de Sida que se mete en nuestras defensas morales so capa de compresión y amplitud y que nos impiden actuar, protestar, rechazar, ponernos firmes frente a nada. Cuando Jesús quiera hacer arder su fuego en nuestros corazones, nos acusarán de fanáticos; cuando queramos defender una verdad, de fundamentalistas; cuando nos neguemos a aceptar la inmoralidad, de intolerantes; cuando no aceptemos determinadas situaciones, de incomprensivos; cuando no entremos en determinados enjuagues, de estúpidos ...
Dios nos preste otra vez su fuego, aunque eso nos lleve a un bautismo que no queramos o nos aparte lacerantemente de quienes amamos. No que la sonrisa boba, ¡que el fuego de Jesús! siga ardiendo en el mundo a través de las fogatas de nuestros corazones; que en el momento oportuno podamos prestar luz y llama a quienes ya llevan apagados sus fulgores, y que quienes hastiados de estas oscuridades y asqueados de este fango busquen iluminación y decencia, encuentren en el brillo alegre de nuestra mirada, en la intrepidez de nuestro ceño y en la rectitud de nuestra conducta el fuego limpio y gozoso de Jesús.