Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 60-69
Muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?» Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen» En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede» Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?» Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios»
Sermón
Con el pasaje de hoy terminamos con este capítulo 6 de san Juan sobre 'comer su pan y beber su vino' que nos ha ocupado cinco domingos seguidos.
Tomar un bocado, beber, parece una acción sumamente simple. Sin embargo, realmente, comer es una operación complicada. Se trata de un procedimiento altamente sofisticado que exige multitud de procesos. Los alimentos, substancias complejamente estructuradas procedentes de otros organismos, para que puedan ser utilizados integrándolos en nuestras propias estructuras y produciendo energía, deben transformarse antes en elementos más simples: las proteínas, en aminoácidos; los glúcidos en monosacáridos y los lípidos en ácidos grasos. No vamos a describir las distintas fases de la digestión: la bucal, la estomacal, la intestinal, ni la acción de la tialina, el levantamiento del velo del paladar para impedir el paso de el bolo alimenticio a la nariz y la epiglotis cerrando el paso a las vías respiratorias, ni la acción del jugo gástrico produciendo el quimo ya desinfectado y parcialmente digerido, para pasar por el píloro al yeyuno: allí jugo intestinal, pancreático y bilis... En fin: un verdadero y complejísimo laboratorio computarizado con sus movimientos mecánicos y sus alambicados procesos químicos que llevan a reducir, clasificar y distribuir luego ordenadamente por el cuerpo las substancias necesarias para nuestro vivir; a todo lo cual llamamos 'digestión'. Gracias a Dios, no tenemos que asumir conscientemente este trabajo ya que nuestro organismo lo realiza de manera automática, mientras nosotros podemos dormir una buena siesta.
La palabra latina 'digestio', digestión, a pesar de ser venerablemente antigua es de relativamente reciente uso en lo que atañe a estos procesos fisiológicos. En la lengua latina clásica el término tenía un significado más humano e incluso más intelectual. Porque digerir significaba llanamente ordenar, clasificar dividiendo, enterarse bien, arreglar, componer... Se hablaba por ejemplo de digerir las enseñanzas de alguien, para significar que se las analizaba, organizaba y asumía ordenadamente en la propia mente. Los abogados o estudiantes de derecho saben que se llama 'digesto' a la colección de las decisiones del derecho romano. En efecto 'digesta', digeridos, era el nombre general que los antiguos jurisconsultos daban a todas sus obras y, especialmente, a los libros de las Pandectas, la recopilación del derecho civil hecha por Justiniano en el siglo VI. Lo que hasta entonces había sido una colección de leyes y más leyes, caóticamente mezcladas, ahora se dividía y organizaba en partes, era asimilada por el jurista y propuesto orgánicamente a la gente para enderezar y regular la sociedad: Estaba digerido, 'digesta'.
Digerir una enseñanza, pues, no era en la antigüedad una metáfora basada en la fisiología. Al contrario el término fue utilizado primero en el orden intelectual, moral, jurídico y, tardíamente, para denominar también la digestión fisiológica.
Digerir ideas, digerir comportamientos, digerir ideales, ejemplos, significaba entender y asumir modos de ser, de actuar, de vivir...
Y ya sabemos que es en la medida en que, desde su niñez, el ser humano va digiriendo lenguaje, cultura, paradigmas, conductas, modos de ver la realidad, más allá de sus neuronas alimentadas por la sangre desde su estómago... es en esa medida como se hace hombre. No basta su fisiología, sus proteínas, sus vitaminas, el funcionamiento correcto de sus pulmones y corazón, para que el hombre sea humano: necesita la digestión del mundo superior de lo cultural, lo ético, lo intelectual... Esa digestión no la hacen sus jugos gástricos, sino sus afectos y su intelecto.... "No solo de pan vive el hombre", es una frase que se repite en todas las culturas desde la más remota antigüedad.
Bien es cierto que gran parte de nuestro lenguaje elemental, de nuestras ideas y maneras de proceder los hemos asimilado, digerido, casi inconscientemente, en el período de nuestra niñez, cuando todo ello iba entrando -ciertamente no por nuestro esófago, sino por nuestros ojos y oídos- en nuestros cerebros vírgenes. Y el cerebro, por si mismo, organizaba todo ello en sus diversos centros. Pero, una vez conformados básicamente en un lenguaje y educación elemental, todos sabemos que ningún conocimiento ni modo de ser penetró en nosotros sin un esfuerzo consciente de nuestra parte por entenderlo y asimilarlo. En procesos tan complicados como los de la digestión fisiológica, pero ahora no inconscientes, automáticos, durmiendo siesta, sino esforzados, libres. Largas clases, luengas horas de lectura, de tratar de entender, de repetición, de ejercicios, exigen la asimilación de los conocimientos y las costumbres. Nadie nació sabiendo espontáneamente matemáticas, dibujo, ciencia, geografía, tocar el piano... La mentalidad matemática, filosófica, científica, artística, exige a cada cual largo tiempo de frecuentación, estudio, asimilación... Digerir todo ello, dirían los romanos, hacerlo uno, con y en nosotros, como se hace uno, con y en nosotros, lo que asimilamos mediante nuestros intestinos....
De eso se trata cuando Jesús nos habla de comerlo, de tragarlo. Aunque la referencia sea directa a la eucaristía, al pan transubstanciado, no se está refiriendo a la deglución pura y simple del pan bañado en ptialina y atravesando nuestro píloro, sino de digerir en el sentido primigenio de la palabra: entender, ordenar y hacer uno con nosotros el ser y el vivir y el mirar de Cristo... Llevarlo a nuestra mente, de allí a nuestro corazón y desde el corazón a nuestros músculos y nuestros actos, desinfectando nuestro interior de todo lo que se opone a El.
Es verdad que Jesús, en la última parte de su discurso sobre el pan que hoy finaliza, ha pasado -en el griego original de nuestro texto- del verbo comer (faguein) a una expresión más fuerte (troguein) tragar, devorar, poco usado para el comer humano y más bien reservado al comer de las fieras, de las bestias.... con lo que aparentemente insiste en el realismo concreto de este 'comer su cuerpo'... Pero, ciertamente, cuando utiliza ese término, más que pensar en nuestro comer, está pensando con infinito amor en lo que quiere ser Él para nosotros. En el sentido, quizá, de San Ignacio de Antioquia que, a los cristianos que querían salvarlo del martirio, suplicaba, "dejadme ser devorado por las fieras, ¡Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo." O en el sentido del venerable Antonio Chevrier, maestro de espiritualidad francés muerto en 1879, quien, en su libro "El sacerdotes según el evangelio", les proponía el modelo de Cristo en el sagrario, recordando al sacerdote que él mismo debe convertirse en pan para ser 'devorado' por los fieles...
Cristo así se ofrece a nosotros cuando -en el texto original griego del evangelio- del 'comer' su carne pasa a la oferta de 'devorarlo'. No porque debamos lanzarnos a él como fieras, sino porque él mismo, todo entero, sin reserva alguna, se da a cada uno de nosotros, en esa prolongación humana del amor divino encarnado que quiere regalarse todo, sin restricciones, a los hombres...
De nuestra parte está por supuesto el comerlo con ansiedad, el escudriñar con hambre sus palabras, el mirar con pasión sus acciones, en intentar con arrojo el imitarlo...
Pero de aquí parte nuestro pasaje evangélico de hoy: "Es duro este lenguaje", protestaban en voz baja sus discípulos, no porque estuvieran asustados de creer en el misterio de la presencia real de Jesús en la eucaristía y eso les suscitara problemas de fe, sino porque este propósito de entrega plena hasta la muerte de Jesús les parecía excesivo, monstruoso, en un supuesto mesias lider que, más bien, debería intentar alcanzar el triunfo sobre sus enemigos para sus amigos y no la cruz... y, más inadmisible y atemorizante aún, el que los llamara a ellos a comerlo, a digerirlo, a imitarlo y seguirlo en este abnegado, y crucificado caminar.... Si: "Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?"
¿Quién pude entender en su sano juicio que el camino de la vida sea la cruz? ¿quién comprenderá con su inteligencia que la abnegación, el servicio, el olvido de si mismo, la aceptación -aún a costa de nuestros quereres más profundos- de la voluntad del Padre, pueda ser sendero de plenitud?
No "eso yo no me lo trago", no "no me harás tragar eso", dicen los porteños. "Es una verdad indigerible". No: algunos de los discípulos no puden tragar a Jesús.
Y ciertamente no por nuestra mera razón -mucho menos por nuestro estómago-. No basta el esfuerzo del estudio, de la admiración, del filosofar, de la imitación humana, para seguir a Cristo, porque tantas veces los caminos por los cuales nos lleva están más allá de nuestras fuerzas y comprensión humanas. Nos llega a pedir cosa que no estamos dispuestos, no queremos, nos negamos, nos asustamos de dar. Por eso también tantas veces sale rebelde de nuestro corazón la exclamación: "Es duro tu lenguaje ¿quién puede escucharte?" No: no bastan los jugos gástricos de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad para digerir a Cristo. Es necesaria la luz, la ptialina, el ácido pancreático, la bilis, que vienen del Espiritu, porque mediante el pan que es Jesús no se trata de sostener y transmitir vida humana, sino vida divina. "El Espíritu es el que da vida, la carne, lo humano, de nada sirve..."
De allí que nosotros, a pesar de que así esta dicho en el Evangelio, ya no usamos crudamente la expresión 'comer la hostia', 'tragar el pan', sino que hablamos de 'comulgar', palabra que viene no de comer, sino del latín 'communicare', comunicar. Que deriva de 'cum-munire', construir juntos, defenderse juntos, hacerse fuertes juntos, vivir juntos, establecer una unidad de vida, una 'común unidad'...
Sería necio pensar pues que porque engullimos una hostia eso produciría en nosotros automáticos efectos. Las resultas de la harina, mezclada con agua y sal, apretada y tostada, que conforman el aspecto de la hostia, como mucho, digeridos por la saliva y los jugos gástricos, añadirán alguna minicaloría a nuestro cuerpo. Allí, de por si, no pasa nada en el orden humano, personal. Solo si el comer es un gesto de mutua entrega, -nosotros que nos entregamos a Cristo, Él a nosotros-, a la manera de una verdadera amistad sellada con el gesto del abrazo o del apretón de manos, comer puede llegar a significar algo en nuestro interior. Porque ese Cristo que se nos da en gesto de pan, se nos ha dado sobre todo en ejemplo, en palabra plasmada en escritura, en evangelios, en enseñanza apostólica y que debemos digerir antes que nada -en el viejo sentido romano de la palabra- pensando, rumiando, ordenando nuestra mente por él y hacia él, asumiéndolo como paradigma de imitación en nuestra vida, esforzándonos, caminando juntos todo nuestro día y todos nuestros días, intentando ser coherentes con su enseñanza, apegándonos a él en el amor. No: no basta deglutir la hostia.
Pero hay que decir que tampoco basta nuestra inteligencia y nuestro querer y nuestros esfuerzos humanos para digerir realmente a Cristo, porque más allá de lo humano, en su realidad profunda, late poderosa su divinidad. Es eso divino de Jesús, su Espíritu, más allá de la carne, de lo humano, lo que quiere comunicarnos el Señor. Y hasta allí no llegamos con nuestro intelecto, con el poder de digestión de nuestra mente, con nuestras buenas costumbres, sino solamente con la misma mirada del Padre con la cual Dios se ve a si mismo y que se injerta en nuestro entender por la gracia de la fe. "Nadie puede venir a mi si el Padre no se lo concede." En la fe participamos de la inteligencia divina que, allende lo humanamente visible, es capaz de abrir nuestra mirada a los panoramas de Dios. Es la fe la que -superando la apariencia de pan que nos pone en contacto con el cuerpo de Cristo- nos hace abrazar en Él al misterio del Verbo.
Es la fe la que, en la palabra y el actuar de Jesús, es capaz de leer el querer del Padre hacia nosotros, digerirlo, asumirlo en comunión de amor, y vivirlo en imitación y coraje. Es la fe la que -más adelante del curso de este caduco mundo y de nuestra vida destinada a la muerte- nos pone en contacto con la rutilante vida de la eternidad. Es la fe la que, en las palabras y gestos de Jesús, descubre, superando su sabiduría de maestro de vida, su proyección de eternidad.
Entre tantas palabras de promesas que agitan delante de nuestras narices el mundo, los periodistas, los políticos, los gurues, la falsa ciencia, los vendedores de abalorios de los bienes de consumo que distraen esta vida que siempre se acaba y nunca satisface; entre tantos caminos y luminarias artificiales que, después de vana agitación, carentes de sentido, desembocan en la nada, Cristo el Señor es el único que tiene palabras de vida eterna.
El la ha conseguido para nosotros mediante la batalla del Calvario en el triunfo glorioso de la resurrección, El nos la entrega para que la hagamos nuestra, en la digestión difícil pero sabrosa de la fé, en la comunión de fuerzas que nos brinda la esperanza, en el coraje de darnos, que comulgamos con el en la caridad.