Lectura del santo Evangelio según san Mateo 16, 13-20
En aquel tiempo: Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dice que es?". Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas". "Y vosotros -les preguntó- ¿quién decís que soy?" Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Y Jesús le dijo: Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo". Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
Sermón
Poco a poco, hasta este capítulo 16 de Mateo, Jesús ha ido evidenciando, con sus hechos y palabras que es algo más que un predicador itinerante, un sanador, un maestro de vida, un profeta ... La multiplicación de los panes, su dominio sobre el mar, su poder sobre la muerte y sobre los espíritus del mal, la sublimidad de su doctrina en la cual no duda, con excelsa naturalidad, en enmendar los mandatos del mismísimo Moisés, el reconocimiento de la cananea y la adoración de los discípulos una vez calmada la tormenta, van preparando esta solemne escena de hoy -corroborada casi inmediatamente por la escena de la Transfiguración- en la cual Simón, el hijo de Jonás, nombrado Kefas, Piedra, por Jesús, en nombre de los discípulos, hace la solemne profesión de fe en el mesianismo y divinidad de Jesús.
A partir de ahora, pero sostenidos por este convencimiento, Jesús se encaminará, más o menos acompañado por sus discípulos, hacia su inevitable muerte.
Sin embargo aquí ya está preanunciada la victoria de Jesús sobre esa muerte. "El poder de la muerte", hemos escuchado en nuestra versión, no prevalecerá nunca sobre los creyentes. Nosotros estábamos acostumbrados a la expresión "las puertas del infierno", pero el original griego dice textualmente "las puertas del Hades". Es sabido que, en la mitología griega, así como Zeus era el señor de lo de arriba, de lo celeste, y Poseidón de los océanos, Hades era el señor, la personificación, de lo de abajo, de lo nocturno, allí donde se hundía todos los atardeceres el sol en el horizonte.
Era el reino de los sueños y de las pesadillas, allí donde, en la mente del que dormía, volvían a aparecer, como personajes fantasmagóricos, familiares y conocidos muertos, junto a los espantos e íncubos que la mente pergeña en los terrores de la noche. De allí la extendida creencia de los pueblos primitivos en que los hombres no morían del todo y parte de su ser pervivía en el reino de la oscuridad, imaginado como debajo de la tierra, en lo inferior -de allí "inferus", en latín; "infierno" en castellano-. Reino esencialmente nocturno, sin sol, y por lo tanto frío, tanto es así que también los griegos lo llamaban tártaro, onomatopeya de tiritar, o Hades que, en griego, quiere decir invisible o 'donde no se ve'. Una especie, pues, de inmortalidad fantasmagórica, en realidad temida, como todos tememos ancestralmente el más allá. Nada que ver con la Resurrección y la Vida que anuncia el cristianismo.
La palabra hades traduce el hebreo sheol que también, en el antiguo testamento, indica el lugar inferior, oscuro, donde oníricamente el hombre apenas pervive en inconsistente y espectral existencia. Y ese es seguramente el término hebreo o arameo que usa originalmente Jesús: "las puertas del sheol" ('schaarei scheôl'). Hablar de las puertas de un lugar era frecuentemente en el lenguaje antiguo, por sinécdoque, referirse al lugar mismo. Como cuando se dice "para Vd. siempre están abiertas las puertas de mi casa" o cuando a un personaje ilustre se le entregan simbólicamente las llaves de la ciudad. Puertas del hades significa pues, simplemente, -como acierta esta vez nuestra traducción en verter, en lugar del arcaico "puertas del infierno"- el reino de la muerte o de los muertos.
Sin duda que, en el lenguaje del nuevo testamento, la muerte no es simplemente el hecho biológico del morir, porque ese morir, para el cristiano, no es solo morir a esta vida, es sobre todo morir a la Vida verdadera, a la que da precisamente "el Hijo de Dios vivo", como bien lo confiesa hoy Pedro. Morir es apartarse del Dios que se identifica con la vida, el Dios que es vida. "Yo soy la Resurrección y la vida", dice Jesús. Por eso el morir y el reino de la muerte, en el vocabulario cristiano, no es solo el ámbito de la morgue o de los cementerios: es el distanciamiento definitivo de la Vida que quiere darnos Dios y todo aquello que de una manera u otra, en forma de error, de pecado, de extravío, conduce implacablemente a esa muerte. El reino de la muerte no es algo que tenga que ver, pues, con el enfermo terminal ni la terapia intensiva ni con los entierros, sino la antítesis de la vida de la gracia, de la fe que lleva a la vida.
Y la Iglesia está construida precisamente sobre esa fe, vivificada desde adentro por el espíritu del Padre -y del Hijo- no sobre ninguna opinión versátil de los hombres, sobre la carne y la sangre.
Es esa vitalidad que viene de Dios y que se hace "credo", "profesión de fe" en el Hijo en la boca de Pedro, lo que constituirá la piedra fundamental e inconmovible sobre la cual Cristo construirá su Iglesia, germen de la nueva humanidad, constituida por todos aquellos que, a lo largo de la historia, hagan la misma confesión de Simón, hijo de Jonás.
Es bueno reiterar que este pasaje propio del evangelio de Mateo es escrito por el evangelista a su comunidad cristiana del norte de Siria hacia la segunda mitad del siglo primero, probablemente en Antioquía. Pedro ya ha muerto en Roma en el año 64. Antioquía, aunque ciertamente menos importante que Roma, era una de las grandes ciudades de la época. Nada menos que capital de una de las grandes porciones, la de los seléucidas, en que se había dividido el inmenso imperio de Alejandro Magno después de su muerte en el 323 AC y durado poderoso hasta el 69 AC, cuando es conquistado por Pompeyo.
Es allí donde se había expandido la Iglesia a los paganos -precisamente por obra de Pedro- y donde, por primera vez, a sus miembros se los había llamado "cristianos". La Iglesia de Antioquía se preciaba de haber sido fundada por Pedro. Sus obispos, luego, se consideraron siempre, hasta nuestros días, sucesores de Pedro.
Cuando Mateo escribe su evangelio en Antioquía está interesado en destacar la figura de su héroe máximo, Pedro y, por lo tanto, su herencia doctrinal. Tanto más cuanto, desde los primeros tiempos del cristianismo, surgieron diversas interpretaciones sobre Jesús y su doctrina, creando gérmenes de división y antagonismos. Basta dar una ojeada a los Hechos de los Apóstoles, o a las distintas epístolas de nuestro nuevo testamento para ver como sus autores han de exhortar constantemente a la fidelidad a la doctrina de Cristo, a las tradiciones apostólicas y a la rectitud doctrinal.
Pero una cosa es clara: que en esos tiempos apostólicos Pedro -sin haber sido un gran teólogo como Pablo- había ocupado un lugar especial en la determinación de la doctrina, en la mediación entre facciones contrapuestas, en el poder de decisión sobre determinados puntos. Precisamente este decidir sobre lo que correspondía o no correspondía, lo que estaba de acuerdo a lo que había dicho Cristo o no, era semejante a lo que hacían los grandes rabinos cuando debían solventar alguna duda sobre la interpretación de la ley. Eso era lo que se llamaba "atar y desatar" y ese había sido durante su vida muchísimas veces el papel de Pedro, junto con el de los otros apóstoles.
Pero Mateo va más atrás todavía y atribuye este especial papel de Pedro a un mandato expreso de Cristo durante su vida mortal. De los viejos recuerdos quedaba claro que, sin haber sido el primer llamado -porque antes que él lo había sido Andrés, su hermano- Simón había ocupado principalísimo puesto junto a Jesús. Es, sin más, el apóstol más nombrado en todos los evangelios. (Lo de Andrés, primer discípulo de Cristo, cumple su pequeño papel en la historia, porque, cuando muchos siglos después, Constantinopla, en el gran cisma de Oriente, se niega a aceptar el primado de Roma, entre otras cosas lo hace afirmando que Andrés, el primero y el mayor de los hermanos, había sido el primer obispo de Bizancio, y los patriarcas de Constantinopla, sus sucesores, más importantes que los de Pedro.)
El hecho es que la fe de Pedro y de las iglesias fundadas por él, junto con las de Juan, el discípulo amado -que en su propio capítulo 21 termina por reconocer la autoridad de Pedro- se constituye en la base, la piedra fundamental sobre la cual será construida la Iglesia católica. Y antes que nada la afirmación paladina, sin la menor mitigación de que Jesús es el Cristo, el ungido, el Mesías y, al mismo tiempo, el Hijo de Dios, dador de vida. Esa fe se constituirá, tanto en la comunidad de los fieles como en cada cristiano, en la piedra fundamental de nuestra vida de bautizados y que, mantenida sin reticencia alguna, nos llevara a la verdadera vida, vencedora del reino de la muerte. Hasta ahí Mateo.
Poco a poco, a lo largo del tiempo, esa comunidad de creyentes que aceptó la misma fe determinada por el apóstol Pedro irá creciendo y se irá organizando alrededor de los llamados ancianos o "presbíteros". Cuando el número de fieles y presbíteros fueron creciendo y se hizo imposible una dirección colegiada, popular -la democracia nunca fue viable, ni siquiera en la Iglesia- la autoridad se nucleará alrededor de los llamados "inspectores", en griego episcopos, transliterado al castellano "obispos". Estos aparecen en muchas iglesias ya a fines del siglo primero y, poco a poco, se constituyen en parte imprescindible de la jerarquía que, a partir del siglo II, en casi todas partes, se compone definitivamente de presbíteros -dedicados a la parte espiritual de la vida de la Iglesia-, diáconos -ocupados de sus necesidades materiales- y obispos -garantes de la unidad doctrinal y pastoral-.
Los obispos de las sedes más importantes, como Alejandría, Antioquía, Roma y más tarde Jerusalén, Constantinopla, Cartago reivindicaban una cierta autoridad -e incluso el nombramiento- sobre los obispos de las ciudades vecinas menos importantes.
Desde el siglo tercero, cuando ya no bastaba acudir a los textos de los apóstoles, al nuevo testamento, para solventar nuevos casos morales, disciplinares y aún doctrinales, que se multiplicaban en confrontación con la filosofía y la ciencia de la época, los obispos y presbíteros se consultaban epistolarmente entre si y, cuando la importancia del asunto lo requería, se hacían grandes asambleas llamadas "sínodos" o "concilios" en los cuales obispos, presbíteros y diáconos dirimían controversialmente las dudas y publicaban sus decretos o 'dogmas' para todas las iglesias. -"Dogma', así se dice decreto en griego. Era un término profano ya que también las autoridades civiles y los emperadores, en sus propias áreas, promulgaban sus decretos o dogmas-.
Por supuesto que, en esas asambleas o en los intercambios epistolares de opinión, no todos eran iguales, se respetaba especialmente el parecer de los obispos de los grandes centros, ya en esa época llamados 'patriarcas'. Nadie dudaba de que la opinión del patriarca de Roma, con el prestigio histórico de la ciudad, y siendo capital del imperio, era de enorme peso y decisión. Sin embargo, ya en el siglo IV esa posición principal había comenzado a ser discutida por los otros patriarcados importantes, especialmente el de Bizancio, Constantinopla, a donde el emperador Constantino había trasladado la capital.
Es entonces cuando la iglesia de Roma, que reivindica haber sido no solo fundada por Pedro, como Antioquía, sino guardar sus restos, habiendo sido el lugar de su martirio, comienza a interpretar el texto que hemos leído hoy no solo como una primacía dada a Pedro y su doctrina, sino también a sus sucesores. Y será San León Magno, hacia el año 450 después de Cristo, quien exponga definitivamente el pasaje de Mateo de hoy en este sentido, siendo de hecho -León Magno- el fundador del papado en su forma actual, nunca reconocida por los antiguos patriarcados.
Sea lo que fuere de la intención de Mateo al escribir el texto que hoy hemos leído, la fe de la Iglesia, a partir de esas lejanas intuiciones y llevada por el espíritu Santo, zanjó definitivamente la cuestión en el Concilio Vaticano I, en 1870, dando al Papa plena y directa jurisdicción sobre todos los cristianos y todas las Iglesias, trasladándole, con la infalibilidad, el poder de 'atar y desatar' de Pedro y, como maestro, nombrándolo roca firme para fundar la fe de todos los cristianos. Aclaremos que Papa era un título común a los patriarcas y significa cariñosamente padre, papá, como, abba, como abad. El patriarca copto de Alejandría todavía hoy se sigue llamando también "Papa".
Quizá el mismo Mateo, de despertar hoy, se mostraría algo sorprendido del desarrollo de su doctrina y de su aplicación presente, ¡y de Roma preferida a su querida Antioquía! Pero todos los cristianos hemos de saber que el Espíritu Santo es el que guía a su Iglesia en sus adaptaciones fundamentales a las circunstancias nuevas; y que la intención de la Escritura, inspirada por Dios, está siempre mucho más allá de lo que pensaron los autores que la escribieron.
Por supuesto que, aún en el marco de la doctrina del papado actual, el papel histórico de Pedro, como el de los apóstoles, ha sido propio y exclusivo. Ningún obispo puede decir hoy que es un apóstol a la manera como lo fueron los doce. Con aquellos se cerró la revelación, ellos fueron los testigos de la Resurrección, y su papel de testigos y maestros resta único en la historia de la Iglesia, como único el de Pedro. Sus presuntos sucesores no pueden hacer sino custodiar lo que ellos enseñaron y, como mucho, adaptarlo a los lenguajes y necesidades de las épocas. Son custodios, no fundadores, no inventores, y no tienen el más mínimo poder para cambiar la enseñanza de la tradición apostólica. Por algo ningún Papa, hasta ahora, se atrevió, eligiendo su nombre, a llamarse Pedro. Solo hay un Pedro, primero y último.
Aprovechemos, pues, el evangelio de hoy nosotros, pertenecientes a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, para expresar nuestro agradecimiento a Dios por este don del papado, con su "atar y desatar" y la potestad de las llaves. Esa roca sólida que, durante todos los siglos de la Iglesia, a pesar de las defecciones personales de algunos papas, siempre sostuvo, frente a las cambiantes opiniones del mundo, la doctrina pura de los apóstoles, y que, en lo substancial, jamás traicionó el legado de Cristo, y sigue siendo hoy, para los católicos, fuente de seguridad, de doctrina recta, de gracia sacramental, de custodia de esa vida que -a pesar de todos nuestros problemas, tentaciones e insidias del mundo y 'de la carne y de la sangre'- nos hará vencedores del poder de la muerte y acreedores gozosos al Reino de los cielos.