Entre otras muchas cosas, Kant negaba al hombre la posibilidad de llegar a conocer el fondo de lo real más allá de sus propios preconceptos subjetivos, sus categorías 'a priori'. Mutilaba así el papel de la razón en lo que de más humano tiene, 'la razón no sirve' -dice- 'para conocer la verdad, pero sí para guiar al hombre moralmente'. La razón existe en orden a la ética, para regular el comportamiento, para que el hombre conozca qué es lo que ha de hacer. Iluminado, tal como lo llamaba él, por el "imperativo categórico" -que ahora no viene a cuento explicar-.
Si era imposible conocer el fondo de cualquier realidad, tanto menos -afirmaba- puede la mente humana conocer a Dios. Dios funcionaba, para Kant, solo como un 'postulado' o dato necesario para sostener a su famoso 'imperativo categórico', la moral, la ética.
En realidad -según Kant- ninguna persona verdaderamente inteligente e ilustrada necesita de Dios, ni para saber lo que tiene que hacer, ni para tener fuerzas para poner lo sabido en práctica. Pero, como no hay tanta gente ni inteligente ni ilustrada, las sociedades, en medio de grandes supersticiones, han elaborado religiones que ayudan a las mayorías ignorantes a portarse medianamente bien, mediante el recurso a ritos, ceremonias, ideas míticas de Dios y, sobre todo, a un eficaz sistema de premios y castigos de ultratumba.
Es verdad que el viejo Kant aceptaba que el cristianismo era la religión que más se adecuaba a los postulados de la razón práctica y que poseía el sistema moral más ajustado a la moral que Manuel deducía con su pura razón y su 'imperativo categórico'.
De tal manera que, para la mayoría ignorante, los gobiernos hacían muy bien en apoyar a la Iglesia -en el caso de Kant, prusiano, la protestante- y pagar a sus pastores, sumamente útiles al Estado para garantizar el orden social.
Claro que Kant no necesitaba de esas monsergas y solo asistía, por razones sociales, a bodas y funerales, en donde, en medio de los sermones, bostezaba ostensiblemente o pensaba en sus clases del día siguiente o, si podía, leía un libro.
Cuando después de la sangrienta persecución religiosa de la Revolución Francesa, Napoleón toma el poder -y, victoriosamente, luego, extenderá los principios revolucionarios a toda Europa (¡y más allá!)-, una de las primeras cosas que hace es arreglarse con la Iglesia. Se da cuenta de que gran parte de la oposición a los principios revolucionarios provenía del sacrílego y poco inteligente proceder de los revolucionarios más extremistas, jacobinos. La revolución, según Napoleón -en sus 'Comentarios a Maquiavelo'- podría extenderse mejor si no se enfrentaba a la Iglesia, si se la domesticaba o engañaba, poniéndola -sin que se diera cuenta- al servicio de la nueva concepción ilustrada y anticatólica. Por otra parte, en sus "Máximas", Napoleón, que sabía de Kant, afirma "Preguntarse hasta que punto la religión es necesaria al poder político es preguntarse hasta qué punto debe darse una inyección a un enfermo"
[1]
). (No era bobo este Napoleón, también escribe en sus Máximas -y a propósito de nuestro rito democrático de hoy-: "No puede haber democracia en Francia: los demócratas de buena fe son tontos; todos los demás, intrigantes"
[2]
)
En fin, que Napoleón, finalmente, obliga al Papa Pío VII -a quien luego llevará a la rastra a París para que lo corone emperador-, ocupada Roma por los franceses, a firmar en 1801 un Concordato con el cual finalizan nominalmente las persecuciones, pero con el cual la Iglesia -sin indemnización alguna por todos los bienes que le habían sido confiscados y destruidos durante el Terror- quedaba totalmente sometida a los intereses del Estado y, cuanto mucho, al servicio de la moral kantiana.
Algo de eso también pasó en nuestro país. Todos saben que, a resultas de la revolución Francesa, el alzamiento porteño de Mayo de 1810, infiltrado por la masonería y contando con la inocente ayuda de muchísimos católicos, se hizo odioso en todo el Norte argentino. De allí que se perdieron tantas provincias más allá de Jujuy. Y se hizo odioso precisamente por los actos antirreligiosos, profanaciones y abusos a los cuales el ejército Auxiliar del Norte, liderado por Juan José Castelli, sometió a la Iglesia y a los símbolos cristianos.
(El mismo Castelli que, enviado por el jacobino Mariano Moreno, ya se había hecho culpable del asesinato de Liniers. Para arcabucearlo en Cabeza de Tigre, junto a sus cinco compañeros, tuvo que recurrir a húsares protestantes ingleses de las invasiones que habían quedado en la país, ya que temió que los soldados criollos se negaran a hacerlo.)
En la causa que, a raíz de los hechos del Norte, le labraron luego a Castelli por orden del Triunvirato de Chiclana, Paso y Sarratea, Castelli se defendió diciendo que 'no había podido contener la irreligiosidad de sus oficiales' -'morenistas' y, entre ellos, uno de los peores, el blasfemo Monteagudo- y, además, que los hechos 'habían sido exagerados'. Puede ser -Castelli muere, poco después, habiéndose confesado, comulgado y recibido la unción. Fue enterrado en la Iglesia de San Ignacio. (La que se está viniendo abajo, en la calle Bolivar)-.
La cuestión es que, batido ignominiosamente el indisciplinado ejército en Huaqui, caído Moreno y su torpe línea jacobina, no solo se depuso y enjuició a Castelli, sino que se envió a liderar y ordenar a las tropas a ese gran hombre y gran católico que fue el General Manuel Belgrano. Con eso se apaciguó la oposición de los católicos. En Europa, ese mismo año, la Grand Armé de Napoleón sufría el desastre de la invasión a Rusia; Pío VII estaba preso en Fontainebleau; y las catolicísimas tropas españolas aplastaban a los franceses en los Arapiles.
La lección había sido aprendida por los masones y liberales. En 1816 el ejército que debía llevar la independencia americana por el Pacífico era entregado a otro gran jefe católico, José de San Martín. Y aunque siguieron los abusos y, aún años después, los caudillos del interior, rebeldes a la tiranía porteña, usaban como divisa lemas como el de "Religión o muerte" y tildaban de impíos y blasfemos a los unitarios, a pesar de algunos roces con la Iglesia, después de Caseros y de Pavón, Sarmiento y Mitre admitían explícitamente, a la manera de Kant, que la religión era útil a la sociedad como contención moral de la masa.
Es sabido que, en su época chilena, para ganarse unos pesos, Sarmiento hasta tradujo y adaptó un catecismo francés en que la primera parte, por supuesto, trataba no de la doctrina, sino de la moral cristiana. Peor aún, el catecismo no alude ni una sola vez a la 'gracia santificante'. Según el catecismo de Sarmiento lo que hace Jesús es venirnos a enseñar y traer el ejemplo de lo que debemos hacer para ser buenos, cosa que, según ese catecismo -del cual no conozco el original francés-, lo mismo se puede saber por el testimonio de nuestra conciencia. Cuánto mucho, apunta Don Domingo Faustino, los sacramentos sirven para ayudar al pueblo a portarse mejor.
Como el mundo de nuestros días, totalmente ganado a las ideas de la revolución anticristiana, se ha hecho capaz de dominar a las masas sin la moral, mediante los medios de comunicación, las programaciones televisivas y electrónicas, la economía, el yugo de necesidades reales o inducidas (y descargas temporales en los deportes de estadio y en permisividad a acotados desórdenes criminales), ya ni siquiera para eso le sirve la Iglesia y puede dedicarse a enfrentarla en lo que de Ella ha quedado, sistemática y desembozadamente, como efectivamente lo hace y todos podemos verlo.
Lo malo es que, de tal manera se han confundido las cosas, que aún muchos de los mismos eclesiásticos piensan ahora lo que pensaba Kant: que lo único que tienen que defender es la moral, no proclamar a Cristo.
Su cristianismo es el cristianismo del catecismo de Sarmiento, y aún esto resulta demasiado. Lo reducen, por ignorancia, a una moral elemental, en donde estrictamente no interesa demasiado lo específicamente religioso. O, peor, en donde, en el fondo, ecuménicamente, cualquier religión da lo mismo.
En burdo diálogo interreligioso, ya no importa la verdad. Interesa que, más o menos, a la manera de Kant, cualquier religión parece servir lo mismo para que la gente se porte aproximadamente bien, para que se logre, sobre todo, ¡la justicia social! Un obispo que, recientemente, ha asumido la conducción de una importante diócesis argentina, en un reportaje hecho a un conocido semanario católico, afirma que esa será su principal acción pastoral: predicar la Doctrina Social de la Iglesia. Los argentinos están perdiendo la fe, cada vez se bautiza menos gente, la concurrencia a Misa es estadísticamente misérrima, las sectas y el ateísmo invaden todos los sectores. Pero lo que importa al Señor Obispo es enseñar Doctrina Social.
Total, cualquier religión ayuda a la gente a ser 'buenos'. (Lo cual, ni siquiera en ese aspecto, es verdad). Y de tal manera ella es lo único importante -la moral- que, respecto de la 'vida después de la muerte' -como la llaman-, y cuando la mencionan (no demasiadas veces por cierto,) Dios, prescindiendo de la religión y de Cristo, repartirá premios y castigos exclusivamente según uno haya sido 'buenito' o no en esta vida.
Peor todavía, como es tan, tan, tan bueno, solamente reparte premios y a todos perdona. Aún a los que ni piden perdón, ni tienen ningún interés en él, ni en los dones de Dios ni, mucho menos, en la Vida Eterna y les interesa un rábano la supuesta 'vida después de la muerte'. Sí, todo se perdonará. Con excepción, por supuesto, de a los que combatieron, jugándose el pellejo, contra los enemigos de la Patria y, algunos, por Cristo, a los cuales según la Bonafini, no ha de perdonarse nunca. Ni aquí, ni, si Dios existiera -dijo- tampoco allá.
Lo pésimo de todo esto es que poco tiene que ver con la doctrina de la Iglesia y del evangelio. Porque Jesús no es solo un maestro de moral. Un gurú. No se trata de ser 'buenos' o 'malos'. La ética cristiana -que es mucho más que algunos mandamientos o lo que nos dicta la conciencia o el imperativo categórico- es solo consecuencia de lo que hace esencialmente lo cristiano: la transformación de lo humano en lo divino. Elevación posibilitada por la fe, no por la moral; por el bautismo, no por portarnos bien; por Jesucristo el hombre unido a Dios, no por la conciencia ignara. El 'Santo de Dios', como le llama Pedro en nuestro evangelio de hoy.
Este es el núcleo de todo este discurso sobre el 'Pan de Vida' que hemos venido leyendo estos domingos y que culmina en el pasaje que acabamos de leer hoy, y en esa frase luminosa de Jesús: "Es el Espíritu el que da Vida; la carne de nada sirve."
Ya sabemos que, en la mentalidad hebrea y en el lenguaje del antiguo y nuevo testamento, la carne o el cuerpo no es algo contrapuesto dualísticamente al alma o al espíritu, sino que designa a todo el hombre, incluso sus actividades superiores de pensar, amar y ser libre; al hombre como hombre, a lo humano como humano, pero limitado a si mismo. Y el espíritu no es lo racional o intelectual del hombre contrapuesto dualísticamente a lo carnal o corpóreo ni, mucho menos, -a la manera de los orientales- algo divino que naturalmente tendría en su interior, sino el ámbito de lo sobrenatural, de lo gratuito, de la participación de la Vida Divina que, por generosidad inaudita, más allá de toda exigencia humana, Dios concede a los suyos.
Se trata, en todo caso, del Espíritu Santo, de esa 'gracia santificante' que desconoce Sarmiento y no interesa a Kant, y que no consiste simplemente en una 'ayudita' que Dios nos da para ayudarnos a ser 'buenitos', sino en una ráfaga de vida transformante que, mediada por Cristo el Señor -y, ¿por qué no decirlo? ya que fue su fiesta hace tres días como Reina y Señora- por María, Dios nos regala para transformarnos de nuestra humilde condición humana y hacernos renacer, elevarnos, a la misma Vida de Dios, la Vida Eterna. Vida eterna que no consiste en un vivir sin término 'más allá' de la muerte ni que fuera de suyo obtenido por todos; consiste en el Vivir y la Felicidad ¡divinas! ofrecido al hombre solo por el Amor de Dios.
Esa Vida no la consigue ni la moral, ni el ser buenos, ni la justicia social: "Nadie puede venir a mi, si el Padre no se lo concede. La carne de nada sirve." No, no ser buenos: ¡ser santos! En el sentido de vivir no una vida 'ética', sino una vida 'transformada por la santidad de Dios encarnada en la santidad de Cristo', que nos hace hijos de Dios y que tenemos que asimilar no solo en la imitación, sino en la misma médula de nuestro existir: "¡Comed y bebed!". "Yo soy el pan de vida".
Y no se trata de una ética alentada por un régimen de premios y castigos. Eso es en todo caso el viejo maná, el pan de Moisés, los mandamientos, la ética a Nicómaco, la aristotélica o la estoica, la etología o la ecología, a la cual hoy muchos reducen la moral. Puede haber, ciertamente, consecuencias positivas o negativas temporales del actuar bien o mal, efectos lógicos de nuestros actos acertados o desacertados. La sociedad, para sobrevivir, tiene imperiosamente que premiar lo bueno y desalentar lo perverso mediante la justicia. Pero eso tiene poco que ver con el régimen cristiano.
No se trata de premio, se trata, insistimos, de Vida Eterna: la Vida de Dios regalada al hombre más allá de todas sus fuerzas y posibilidades. Vida divina que solo podemos adoptar mediante las virtudes 'teologales' de la fe, la esperanza y la caridad y recibir exclusivamente de Cristo, único y verdadero Pan de Vida.
Tampoco hay castigo: solo la lamentable posibilidad que tiene el hombre de rechazar el don de Dios, o perderlo después de haberlo recibido, o desconocerlo porque nadie se lo predica. Desdicha sin límites, desolación infinita: la oportunidad definitivamente desperdiciada de encontrarse con la verdadera Vida, que Dios a todos quisiera regalar.
"Es duro este lenguaje ¿quién puede escucharlo?" (...) "Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo". ¡Qué tragedia! (para ellos...)
Y ahora, conmovedoramente, por primera vez en su evangelio, Juan nombra a 'los doce'. Los 'doce' son los que quedan. Los demás se van con Kant y con Sarmiento y con Moisés.
"¿También vosotros queréis iros?"
Pero ellos por fin han comprendido. No: no se trata solo de moral, de doctrina social, de mandamientos... y, presente ya en el horizonte la 'sombra fulgurante' de la cruz, Pedro -Papa ya sin saberlo- responde -infaliblemente-: "Señor ¿a quién iremos? Solo Tú tienes palabras de Vida Eterna".