Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 60-69
Muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?» Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen» En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede» Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?» Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios»
Sermón
Con la perícopa de hoy concluimos la lectura del capítulo sexto de Juan, iniciada hace cinco domingos y que, como ya explicamos, interrumpe la lección continua del evangelio de Marcos que toca este año, correspondiente al ciclo B. Este capítulo marca –decíamos- en Juan, el momento de transición mediante el cual Jesús pasa de revelarse como Mesías, Ungido, sucesor de la dinastía davídica, a proclamarse ahora ‘Hijo del Hombre'. Es decir; levanta la mirada de los que le siguen de una esperanza puramente terrena –la restauración del Reino próspero, libre y hegemónico de las utopías políticas de los judíos- a una esperanza superior: la de ‘la venida del Hijo del Hombre'.
Ese personaje del antiguo testamento que, no desde el poder terreno, ni de la espada, ni de las finanzas, sino con la fuerza de Dios, más allá de la nación y sociedad humanas, dará al hombre el disfrute y gozo de lo celestial, de la Vida Divina. La eterna, a diferencia de la vida perecedera que el maná no hacía más que sostener.
Pero, más aún. Cristo ha insinuado, en el contexto de la doctrina eucarística, a que, a esa Vida eterna que nos ofrece el Hijo del Hombre, accedemos a través de la entrega de nuestra propia vida perecedera, a través de la Cruz.
Ha dicho: “el pan que lleva a la vida eterna es mi carne entregada”,”el que coma de” esa entrega, de ese despojo, y se haga a su vez entrega y despojo, “vivirá eternamente ”.
Esto es lo que ha enseñado Jesús en este capítulo 6 de Juan y lo que hace decir a sus discípulos: “ ¡Es duro este lenguaje! ¿Quién podrá escucharlo? ”
Y Cristo vuelve a insistir: “ el Hijo del Hombre debe subir a donde estaba antes ”. No viene a solucionar problemas puramente humanos, no le interesas -como a los obispos de hoy- las elecciones o la democracia. Lo divino no viene a ponerse al servicio de lo humano, para establecerse en lo humano, sino que viene a remontarlo a lo celeste, “ donde estaba antes ”.
Y, si de esto quedara duda, lo reafirma en lenguaje típicamente semítico: “ la carne de nada sirve ”.
Y ‘ carne '- como también en Pablo- no quiere decir, para Juan, lo que se combinaría con el alma o la razón para formar a un hombre, como en las concepciones dualistas. Ni ‘ espíritu ' designa aquí lo ‘racional'. Sino que ‘ carne ' significa ‘lo puramente humano', el hombre librado a sí mismo en la fugacidad y debilidad de la existencia que le corresponde. Y ‘ espíritu ' significa la Vida divina, la Gracia.
Así hay que entender la aseveración “ el espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve ”.
Solo Dios tiene la Vida. El hombre y sus obras, por más que hagan y por más pan que coman de este mundo, están destinados, finalmente, a la muerte.
Y, entonces, si no queremos participar del destino de lo humano aferrado a si mismo que es la muerte, debemos renunciar a la carne y seguir a Jesús, cuyas palabras sí son Espíritu y Vida. Y esto significa despojarse de sí y entregarse a Dios y a los demás –‘ser comido por los demás'-.
Pero esto ya es excesivo para quienes lo escuchan en Cafarnaúm y en todas las épocas. Estaban dispuestos, sí, a aceptar al Rey Mesías, al revolucionario, al que multiplicaba el alimento en el desierto. Al que pedía aumentos de salarios, levantamiento de estado de sitio, derechos humanos. Los más místicos, los más piadosos o los más fantasiosos hasta hubieran aceptado a Jesús como Hijo de Hombre, pero en su aspecto veterotestamentario de juez llegando a los suyos en medio de castigos y rendición de cuentas apocalípticos.
Pero, aceptar que, antes, había que pasar por la Misa y por la Cruz y que todo se daría en el marco terrestre del polvo, el salivazo, la sangre y el bochorno, en la pura fe, eso ya era demasiado. “ Desde ese momento muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarle ”. Fueron más honestos, por supuesto, que el obispo Judas que lo siguió acompañando, pero insistía en quererlo mesías político. Al final, por eso, lo traicionó.
“¿También Vds. quieren irse?”
Y no. No, Señor, no nos iremos. No nos borraremos. A pesar del polvo, de los salivazos y del bochorno. A pesar de las banderas que cuelgan mustias y grises de nuestras ventanas y que, una a una, vamos, callados, retirando. A pesar de la vergüenza de los uniformes con los cuales no nos dejaron combatir, a pesar de los Iscariotes y los Pilatos y los Herodes y los Sumos Sacerdotes. Y a pesar de las sonrisas satisfechas de los sanedrines y el parloteo excitado de los comités y los pantalones planchados de los embajadores. A pesar del asco de lo que vuelve y el dolor de lo perdido.
No. No nos iremos. No. A estos no iremos. No los votaremos. ¡No votaremos!
Porque también están los muertos en la isla nevada. Y en el agua profunda. Y en el aire de fuego.
Y también estás Tú flameando en tu Cruz.
Y solo Tú –y ellos, los muertos- tienen palabras de Vida eterna.
Para nosotros y para nuestra Patria.