Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 60-69
Muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?» Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen» En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede» Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?» Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios»
Sermón
Es verdad que hoy estamos acostumbrados –cada vez que escuchamos a un cura o un obispo- a oírlo referirse solo a problemas políticos, sociales, económicos, cuanto mucho morales, con alguna referencia incidental a Dios o a Cristo para apoyar sus aseveraciones. Pero eso no quita que todo católico, explícita o implícitamente, no sepa que, al menos en teoría, lo finalmente importante sea la Vida eterna, llegar al cielo. Verdad que no se suele predicar sino en el día de los Difuntos o en velorios o funerales, como consuelo circunstancial a los parientes.
Pero digamos que ésta, en la cual vagamente creen hoy los cristianos, es una vida eterna que no incide realmente en sus vidas cotidianas. Se supone, con cierta simplicidad dualística, teosófica, que el alma es inmortal y, una vez separada del cuerpo -dado que la bondad de Dios difícilmente la precipitaría en ese lugar espantoso que se llama infierno- naturalmente se reunirá con Dios y ‘aguardará' -ya que así parece enseñarlo el dogma- volver a juntarse con su cuerpo.
La imaginería que acompaña este ‘pasticcio': el mundo de los espíritus, de los angelitos, de las nubes, de las arpas, de las alas y las aureolas, aún sabiéndose simbólicas o caricaturescas, tampoco ayudan a entender ni a desear nada.
Pero este es un mundo de ficción que nada tiene que ver con la Sagrada Escritura –la cual, por otra parte, nunca habla de la inmortalidad natural del alma, sino de la oferta divina de vida eterna al hombre entero-. La Escritura usa como imágenes alegorías más atrayentes: la del banquete, de la invitación a la boda, a la fiesta.
Bodas de Caná. Gerard David (1460-1523)
Pero ni siquiera desde la filosofía o la psicología, cuando se pretende demostrarnos, a través de ‘la apertura del entendimiento al Todo' de la filosofía tomista, o de la ‘apetencia de pura libertad' del existencialismo, o de la ‘libido infinita' del psicoanálisis, o tantas otras vías del pensar contemporáneo que nos hablan de un motor, una fuerza de succión desmesurada en el hombre, tendiendo hacia un conocimiento o una saciedad absoluta. Ninguna de estas ‘demostraciones' son convincentes respecto a la Vida eterna y de lo único que hablan es de una insatisfacción constitutiva del ser humano, por otra parte no siempre manifiesta a nivel consciente.
Pregúntenle al diariero o al carnicero o al cajero de banco de la esquina, o a un diputado o un ministro o un ejecutivo cualquiera, si sus ambiciones van más allá de lo bueno que pueda darles este mundo a través de sus oficios, puestos o profesiones -incluida una buena mujer y buenos hijos- y si les interesa algo la Vida eterna. Una buena encuesta de marketing mostraría que bien pocos están interesados en esta mercadería de Vida eterna que ofrece la Iglesia.
Pero vean que esto no es de ninguna manera signo de una especial perversión. Si Vds. recorren el Antiguo Testamento, podrán constatar que patriarcas, profetas, reyes y pueblo judío, no tenían la menor idea de Vida eterna, ni de inmortalidad.
Aceptaban la muerte como cosa natural y definitiva. Lo único que esperaban de Dios era una larga vida en esta tierra, con una familia grande, muchos hijos, muchas ovejas y camellos y, en lo posible, paz, ‘shalom'.
La idea de una vida más allá de la muerte recién aparece en libros tardíos del Antiguo Testamento, no aceptados por todos. Tanto es así que los saduceos, rama del judaísmo ortodoxo de la época, no creían en ella.
De tal manera que es perfectamente posible y más en estos tiempos en donde la actividad puede tornarse tan frenética pasar toda la existencia terrena sin tener el más mínimo interés en plantearse el problema de una vida más allá de la muerte. Tanto más que el mundo, además de sus riquezas naturales, a través de la ciencia y la técnica, puede ofrecernos todos los días objetivos y diversiones siempre nuevas.
Y ni siquiera, vean, al nivel más introspectivo del pensamiento filosófico consciente. Allí donde podría hallarse, en los resortes profundos del ser humano, esa insatisfacción constitutiva de la cual recién hablábamos y que constituye metafísicamente la capacidad remota que tiene el hombre de encontrarse con el infinito. Porque ¿qué repercusión intelectual sensible puede tener el anuncio de una realización que supera de tal manera a todos nuestros deseos que hasta parece que, en realidad, no la deseamos?
Como decía a los periodistas, ingenuamente, ese jugador de San Lorenzo víctima, hace unos meses, de un atentado en el vestuario de su equipo, en Córdoba: “Le doy gracias a Dios que no me llevó con Él”. Pero, en realidad, había más auténtico deseo de Dios implícito en su deseo de seguir viviendo, que en su representación, probablemente infantil y grosera, de Dios.
Es claro, Dios está tan infinitamente más allá de nuestra capacidad de inteligencia y percepción que es casi imposible transformarlo en objeto de nuestras motivaciones sensibles. Solamente somos capaces de entenderlo a través de sus obras, pero no en Si mismo. Cualquier cosa que nosotros podamos imaginarnos placentera, bella, divertida, plenificante no puede escapar a los esquemas de este mundo. Es imposible remontarnos a placeres de otras dimensiones. Cuanto mucho, para hablar del cielo, podemos decir: “ Imagínate todo lo lindo que te gustaría tener o hacer, amor, viajes, esquí acuático, desembarcos en la luna, música, diversiones, poder, riquezas… Todo eso es obra de Dios, surge de Su riqueza y, por lo tanto, todo eso ‘está', ‘lo tiene', ‘es', Dios, y mucho más y multiplicado al infinito”
Pero no podemos salir de nuestras imaginaciones, lo que es Dios en si mismo nos resulta inescrutable. Solo simbólica, análogamente designable, aún en su definitiva revelación en Cristo, Nuestro Señor.
Y, sin embargo, dirán Vds., también hay muchos creyentes.
Sí, pero habría que ver qué significa ser creyentes. Porque, desde que el hombre se ha encontrado en el mundo, pudiendo dominar con su voluntad y sus fuerzas muy pocas variables de su existencia, quedando en enorme proporción a merced de fuerzas incontrolables de fenómenos naturales -terremotos, enfermedades, fieras, accidentes, enemigos, pasiones humanas-, siempre ha querido propiciar a los poderes que supuestamente manejaban estos fenómenos ingobernables dándoles personalidad, en animismo primitivo. Así nacen gran parte de las llamadas religiones. Y sus ritos y sus magias y sus supersticiones y brujos o sacerdotes.
La ciencia y la técnica moderna han terminado por manejar muchos de estos fenómenos, frente a los cuales antes se recurría a los dioses y sus chamanes. Sin embargo mucho campo queda de aleatorio e inmanejable en este mundo como para que la magia o la superstición no puedan seguir haciendo su agosto aún en nuestros días.
¿Y no es mucho de eso lo que atrae a la gente aún a la religión verdadera, al cristianismo? ¿La necesidad de confiar en una Providencia benéfica que hará que todas aquellas cosas que no controla mi libertad, ni el Estado, ni la obra social, ni el médico, ni la ciencia, redunden en mi beneficio? ¿O, en el campo meramente psicológico, a estilo yoga, la búsqueda de la paz, la serenidad, la tranquilidad, la disminución de mis sentimientos de culpa que puedan darme la oración, la frecuentación del culto, de la misa, de la confesión? ¿No es tan así que, cuando a los católicos las cosas nos van mal o aparece la desgracia en nuestra vida o el fracaso o el dolor, nos sentimos como traicionados por Dios, resentidos, rebeldes? ¿O, cuando no conseguimos esa paz o serenidad interior, esa devoción, fervor que, a veces, solo halaga nuestros sentidos en la oración, pensamos que Dios no nos escucha o que no existe o perdemos la fe?
O, a otro nivel, unimos tan estrechamente nuestra supuesta fe en Dios a lo humano que, cuando lo humano en la Iglesia decae o en el prestigio de la institución o en la sabiduría y prudencia de sus dirigentes, obispos y sacerdotes o en la calidad de su enseñanza, o en auténticos escándalos, sentimos tentaciones de abandono, de descreimiento.
Porque es verdad que Dios es providente y que maneja hasta el último de los electrones y protones del universo mediante las causalidades físicas y químicas que les imprime –y también, a veces, por medio de intervenciones extraordinarias, milagrosas- y todo lo hace para nuestro bien. Pero para un Bien que está muy por encima del que nosotros pensamos sea y que, por lo tanto, goza de la incomprensibilidad del mismo Dios y nos deja en este mundo pagando.
Y es verdad también que el contacto con Él, en su dinámica propia, tiende a curarnos y transformarnos y, a veces, enciende nuestro fervor o nos da paz y hasta nos cura. Pero, habitualmente, porque está encaminado a transformarnos de tal manera que esto que ahora no nos atrae ni nos llama la atención -el poder gozarlo para siempre- un día corresponda con nuestros deseos, supone una tal transformación en nosotros que implica, tarde o temprano, la muerte, la renuncia temporal a todo lo que somos y tenemos puramente humano.
Muerte que se anticipa tantas veces en ‘noches oscuras' a lo largo de nuestra vida, para que nos vayamos acostumbrando a ella y cuando llegue no nos sorprenda y la rechacemos aferrándonos desesperados a esta vida sino que se transmute en acto de oblación y ofrenda.
Y es verdad, también, que la redundancia de la fe en Dios, aún en este mundo, produce la reactivación de la inteligencia, de las fueras morales, de la integridad política, de la unidad familiar y nacional. Pero aún sería mercenario el buscar a Dios solo en orden a estos bienes. Porque Él no se conforma con darnos nada menos que Él mismo.
Pero esto es incapaz de entenderlo el hombre por sus propias fuerzas. Es necesaria la fe: “nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede ”.
A un ídolo, fruto de la superstición y de nuestros intereses mundanos, podemos acercarnos con nuestra inteligencia y nuestros sentimientos y deseos, pero al Señor que, porque nos dará todo, nos pide todo, a Ese, solo con la fe, que es un don de Dios.
Multiplicación de pan de Psautier Folio 66 Múnich
Muchos discípulos seguían a Jesús porque les había dado pan para este mundo. Cuando El les ofreció el Pan de la Vida eterna y les mostró el camino para lograrlo, ese panadero no les interesó.
Tarde o temprano en nuestras vidas el Señor tendrá que ayudarnos a crecer en la fe y, entonces, nos preguntará “¿También vosotros queréis iros”?
Será a lo mejor el momento del dolor o del abandono, el momento de la renuncia o de la vejez, será el momento de la oración sin respuesta o de la fe que parece venirse abajo, de la tentación o de la protesta, del absurdo o de la oscuridad, será finalmente el momento en que conscientes nos topamos de cerca con la muerte.
Allí recién, probaremos si hemos seguido al multiplicador de pan, de milagros y de consuelos, o al Dios y hombre en Cruz, dando su Vida por nosotros. Al ‘Santo de Dios', el solo que tiene palabras de Vida eterna.